viernes, 16 de diciembre de 2016

Un vetusto "club de hombres" inglés, y una caótica niña con coletas (prefacio)




                                                                      


Me imagino así la escena, que se basa -en parte- en una experiencia real:



 Mi taxi rodea la Catedral de San Pablo, y luego deja atrás el Banco de Inglaterra. Estoy ya en plena City londinense. Esa isla dentro de una isla más grande, con administración y leyes propias, donde se concentra el poder financiero y político británico en la parte más vieja (aunque modernizada) de Londres.

 Desciendo del vehículo frente a la victoriana fachada del Leadenhall Market, con sus ladrillos rojos y su barroca armonía repleta de tiendas elegantes. Pero me dirijo a otro edificio aledaño y más común en su apariencia externa. Decimonónico y gris éste con grandes arcos dovelados, en el que tiene sede uno de los clubs de caballeros más exclusivos de la City. Uno de esos en los que antes no dejaban entrar a otra mujer que no fuese la misma reina Victoria (y ello en retrato únicamente). Yo soy hombre, pero tampoco lo tuve fácil para acceder (me guardaré cómo lo hice) a ese feudo elitista reservado únicamente a los “scholars” de Oxford: financieros, científicos, intelectuales de postín y políticos egregios de ministro (o ex ministro) para arriba. En sus viejos ceniceros dejó la ceniza del puro el propio Winston Churchill, por ejemplo. Y mucho antes, en sus cómodos sillones de cuero, se amodorró el mismísimo Isaac Newton, cuando éste meditaba aún sobre la ley gravitatoria hundido en un cojín, durmiendo una pesada siesta tras dos partidas de bridge y tres botellas de sidra dulce (la auténtica historia de la manzana, es esa).  





  Me abre la puerta principal un anciano mayordomo, que me guía a través de una sala llena de alfombras y tapices rematada por un gran candelabro de araña en el techo. Me hace esperar luego en una abovedada y bien surtida biblioteca. Ojeo un par de libros, hasta que me dan paso. Y enseguida ocupo mi sillón de orejas en la sala de trofeos, con una copa de brandy en la mano (para mantener las apariencias, yo no bebo). La sala es acogedora y espaciosa, pero no está muy concurrida en ese instante. Tan sólo un par de vetustos “scholars” que se confunden con los muebles en la penumbra del fondo. Y un tercero en primer plano a plena luz, que me da la bienvenida, tras dejar su Financial Times cuidadosamente doblado junto a un tablero de ajedrez para atenderme.

─Bien, señor Álvarez…  ¿Qué le parece la nueva biblioteca del club?  ─me pregunta mi interlocutor, un maduro aristócrata enfundado en un traje de tweet con pajarita.

─Acabo de llegar. Sólo le eché un vistazo ahora…

─Le encantará ─me dice─.La hemos renovado, con valiosas adquisiciones. Le  recomiendo la primera edición de los Ensayos sobre moral y política de Hume. En cuanto a Wordsworth, conseguimos una edición autógrafa única de su Ecclesiastical Sonnets, en Sotheby's. Sus “palabras” sobre la deriva espiritual de la nación “sí valen la pena”…

Mi contertulio hace un elegante juego verbal con el nombre del poeta inglés. Tan exquisito dicho calambur como la vestimenta y los modales de quien, tras la ocurrencia, pasa a interrogarme sutilmente:

─Y dígame ¿qué ha estado leyendo usted últimamente, señor Álvarez?  ¿ À l'ombre des jeunes filles en fleurs de Proust? ¿Quizás la Versuch die Metamorphose der Pflanzen zu erklären de Goethe? ¿O tal vez ha encontrado en las ruinas del triclinium de un patricio la extraviada Medea de Ovidio, y se la guarda para disfrutarla solo?

 Esa fue su pregunta, que acompañó de un discreto guiño. Y admito que reaccioné mal. Tampoco era difícil responderla. Lo que es más: era de esperar que me la hiciesen… pero yo no me la esperaba. Me pilló desprevenido, lo confieso. Debí mentir, no sé... O tragarme el brandy para no tener que abrir la boca, aunque soy abstemio. Pero ahora ya es muy tarde… Tragué saliva, en lugar del licor. Tomé aliento y, tras una breve pausa de suspense, contesté sin más y sin mucho pudor:

─Estoy leyendo Pippi Calzaslargas ─Dije, titubeando levemente.

Él me miró a los ojos un segundo, para confirmar la especie. Luego mesó su perilla, pensativo, y se puso a hablar del tiempo. Buscó rápido un pretexto para dar fin a la charla. Los "scholars" en penumbra alzaron las cejas cuando me escucharon. Creí ver el destello de un monóculo, cayendo... Sentí el suave gruñido de un yorkshire terrier (o quizá fue el de su dueño). Y con la charla, también terminaron allí mi reputación intelectual (si es que tenía alguna).  Mi membresía en la selecta hermandad de Oxford. Y mi estancia en Gran Bretaña incluso, todo junto.

Cuando hacía las maletas en el hotel, maldiciéndome a mí mismo por mi torpe proceder, recibí una carta lacrada con una escueta nota. Ésta indicaba llanamente, aunque entre ampulosas citas en latín, que ya no era necesario que volviese por el ilustre club en adelante, mientras revisaba mi caso un comité ex profeso... Dentro del sobre había otro pequeño, con una misiva del presidente de la hermandad masculina en persona. El mismo refinado aristócrata que me interrogó sobre mis lecturas. En la cual él reiteraba mi repudio indefinido. Y luego me indicaba, con paternal condescendencia, las señas de un insigne psiquiatra amigo suyo y miembro del centenario club de Oxford también, con el consejo de que iniciase con él una terapia urgente...


                                                                    *   *   *



 (Aquí, la continuación de esta anécdota. Después de un ensayo/reseña sobre literatura infantil)

http://paraguascongoteras.blogspot.com.es/2016/12/el-dolor-de-peter-pan-ensayo-sobre.html









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