sábado, 9 de diciembre de 2017

Te olvidaste de los árboles














 Les dejo un poema propio ecologista de verdad, es decir: que no pretende serlo. Y con más de una lectura posible. Que lo disfruten (y la música, al final, si tienen tiempo).

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¿A qué le llaman distancia?: 
eso me habrán de explicar. 
Sólo están lejos las cosas
que no sabemos mirar.

Atahualpa Yupanqui.





Acodado en su pupitre de formica,
con su alameda de lapiceros de colores
en perfecta hilera en su cajita de cartón,
el niño dibujó una casa muy pequeña
bajo un árbol inmenso.
¡Qué exagerado! –Corrigió la maestra–:
no hay árboles tan grandes –dijo.

Podría ella haber imaginado
un exculpatorio hogar de gnomos
o una casita de pájaros.
Pero no, ella pensó con su prejuicio:
“No hay árboles tan grandes”.

Casi tiene excusa,
 pues ella fue a la escuela en un suburbio de cemento
cuando aún eran de madera los pupitres, sin embargo.
La escuadra, el gran compás, el cartabón, aún de madera.

Pero nunca vio un bosque de sequoias,
ni siquiera una aislada.
Olvidó cuando ella era chiquita
como su alumno ahora.
Diminuta y frágil frente a lo gigante –a los gigantes.
En su encierro urbano hostil sin el cobijo de los árboles.
Asfixiante sin la fresca sombra de los árboles.

(Ojalá cuando su alumno crezca poco o mucho,
como chato arbusto o colosal gomero   
no le diga a sus hijos:
“Los árboles ya no existen, niños”.
Aunque ellos –ignorados– sigan en pie en otro lugar.
Ellos, árboles e hijos.
Y todos ellos hijos de los árboles).

Quizás él no los olvide, pero tú los olvidaste.
Te olvidaste de los árboles, sí.
Eso es lo que faltaba en tu ecuación,
el error minúsculo que echó a perder toda la suma.
 (Te gustaba atesorar sus hojas en un álbum,
acariciarlas, distinguirlas, ¿lo recuerdas?)

Te olvidaste de los árboles aunque hay millones todavía.
Si perdieses solo un diente, lo echarías siempre en falta.

Pero tienes cierta excusa: ya van estando lejos.
No se pueden mover, pero se esconden de nosotros.
Su presencia fue envolvente antaño:
desde las cunas de madera
a los pupitres de madera
y los molinos de madera.

Y de madera (aún hoy) el ataúd bajo la tierra,
allí donde los amigos no te olvidan
según mienten las lápidas de mármol.
La madera no es tan fría y dice la verdad,
obedece al clima de manera fiel:
se dilata, se comprime, y casi nunca se congela...

Mas los árboles se vengan, no lo dudes.
Y no por derribarlos –eso lo asumen: es su muerte útil.
Se  lamentan de que ya no los busquemos
como rincón de juegos infantiles,
 de adolescentes besos escondidos.
Odian que ya no nos durmamos a su sombra.
Que ya no los llamemos por sus nombres
ni arañemos con los nuestros su piel dura.

Su muda ausencia –que hemos dejado de sentir–
nos derriba ahora a nosotros.
Y ellos nos entierran, cruelmente, en una caja.
Como antaño abrasaron brujas malas con ramajes
y clavaron a un judío bueno en un madero,
todo ello sin remordimiento alguno.

Y hoy, ­que somos mezcla turbia
–ni tan viles ni tan puros–
nos asfixia la nube de su incendio
sumada al sucio hollín del tráfico.

Pero ya no ardemos dentro como antes.
Ya no sentimos la pasión del fuego como antes.
Ya casi no contamos cuentos a la lumbre,
ni alimenta las calderas del ensueño
el humo enfurruñado de las locomotoras.

Solo manda lo eléctrico en la urbe.
En la cual aún quedan árboles pequeños,
alineados en aceras sucias.
Sin hojas casi, resecos y algo mustios
que se confunden con farolas,
disponibles como urinario de los perros.
(Los grandes requieren planes, automóviles,
excursión al extrarradio y fotos).

Pero tú te olvidaste de los árboles.
Frente al escaparate del bazar urbano
ya no puedes sentirlos
aunque todavía están ahí, en tristes réplicas.

Ahora ves también, tras un cristal,
ciervos falsos doblemente muertos.
Disecados sin haber estado vivos,
esclavos de una macabra danza cíclica
grabada en un circuito de silicio.

Perdido en la espesura de un bosque sin raíces
hecho de abetos navideños de plástico,
 el tendero sí recuerda los árboles.
Pero olvidó su olor para huir a la ciudad.
Necesitó olvidarlo para huir a la ciudad.

Olvidaste los árboles por amarlos malamente,
el peor enemigo es un amante tibio.
El que adora sin entrega, sin sentir la savia oculta,
pero exige el tacto y el abrazo obvios.

Cuando bastan el aroma,
la flor discreta, inaprensible.
La tenaz sombra, la raíz firme, el blando musgo,
y el sabor agridulce de las bayas.
(Quien abraza un árbol sin probar su fruto amargo  
se abraza a sí mismo únicamente)

Te olvidaste de los árboles,
que aún dibujan los niños en la escuela
bajo un orden estricto al evocarlos.
Sin desmadrarse mucho, sin licencias.
No sea que despierte en ellos lo salvaje
y latente en cada retoño de este mundo:
animal, vegetal o mineral.
Y decidan luego echar lejos sus raíces,
lejos de la inercia de un orden aprendido.  
  
Te olvidaste de los árboles, sí.
Pero no sólo a ti te falla la memoria.
 A veces las ardillas, ángeles del bosque,
olvidan dónde enterraron sus nueces
(¿En qué rincón, junto a qué árbol?).
El exacto lugar de su tesoro,
de su tímida avaricia.
 Y gracias al milagro de ese descuido intermitente
hacen que crezcan árboles de nuevo.







Bonifacio Álvarez.

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"El árbol que tú olvidaste", de Atahualpa Yupanqui: