martes, 30 de enero de 2018

Haz caso a tu madre




Niños mineros en Pensilvania (1911)




–No sé… no tengo muy claro si dejarte ir… Es la primera vez que viajas solo…



–¡Pero mujer, que ya tiene pelo en los sobacos! ¡Déjale en paz!



Una sola mirada fulminante de la matriarca de la casa, y su esposo enmudeció volviendo a hundir la vista en el periódico. Ella repasó la indumentaria de su hijo, entonces. Le colocó bien recta la gorra de visera inglesa. Frotó con un cepillo las hombreras y las solapas de su abrigo. Le metió una pastilla de regaliz en la boca para combatir el mal aliento y, por fin, decidió darle el visto bueno estético:



–Repite todo lo que vas a hacer, punto por punto –Le exigió, tajante, antes de permitirle encarar la puerta de salida.



–Pero mamá, ¡que tengo ya dieciséis años! No me perderé, descuida… –Se defendió él mismo esta vez, vocalizando mal debido al regaliz, y con su padre mirando de reojo con irónica sonrisa.



–Repítelo –La madre fue inflexible.



–Está bien –Refunfuñó él, obedeciendo a su pesar–: «tomaré el primer tren nocturno a la ciudad, y me envolveré bien en la manta para no pasar frío de noche en el vagón –recitó de corridillo, mirando un segundo el cobertor grueso doblado junto a la puerta, en su mochila–. Cuando llegue ya será de día, e iré directo hasta la estafeta de telégrafos, sin distraerme con nada. Esperaré pacientemente frente a la ventanilla sin hablar con ningún desconocido. Si alguien se dirige a mí en la cola, le contestaré de manera educada pero sin darle charla…»



–Así es: cortés pero discreto –Puntualizó la madre, en tono de maestrilla.



»Cuando me toque el turno –continuó él– dictaré el telegrama: “Ático listo. Envíe respuesta”, y luego desayunaré algo caliente en la cantina de la estación, y tomaré el primer tren de vuelta sin entretenerme ni hablar con desconocidos»



–Correcto –aprobó la madre–: necesitamos alquilar ya esa habitación, a tu padre le echaron de la fábrica por sumarse a esa maldita huelga, y yo planchando gano poco –miró de reojo a su esposo, que se parapetó tras el periódico–.  Aquí tienes las palabras exactas del telegrama, por si las olvidas. El billete de ida y vuelta también, y dinero para el cable y la comida –le entregó un sobre con todo eso, que él guardó en su abrigo–. En la mochila te metí alimento para el tren, junto a la manta. Vas y vienes sin perder el tiempo. Ni se te ocurra andar por ahí de vago. Y espero que no te encuentres con ese holgazán amigo tuyo en el camino…



–Pero mamá…



– ¡Pero nada! –La madre fue cortante–. Es mayor que tú y anda en malas compañías. Sólo nos faltaba que te metieras tú en política ahora también… Y recuerda –subrayó la matriarca–: sé educado ante todo. Con educación se llega a cualquier sitio, no lo olvides. Incluso sin dinero.



–Sí, seguro –ironizó el padre, sin levantar mucho la voz. Y volvió a sumergirse en el diario en el acto, muy sumiso cuando encontró la mirada asesina de su esposa…



 El muchacho, muy joven pero bien desarrollado y de elevada estatura, bajó él también la cabeza y la mantuvo así cuando su madre le besó y él atravesó por fin con la mochila al hombro el bajo umbral cuyo dintel rozó su gorra inglesa. Ya en la calle, respiró aliviado, con el aire frío nocturno en el rostro. Palpó el sobre en un bolsillo de su abrigo. Y en el opuesto, un llamativo pasquín revolucionario allí doblado, de tipografía roja sobre fondo amarillo, obsequio de su amigo rebelde… Lo desplegó y lo ojeó luego en la penumbra del furgón de tercera, de camino a la ciudad. Con bastante discreción en el vagón casi vacío. Aunque varios asientos adelante, un obrero fabril en traje de faena sentado de cara al tímido muchacho, reconoció en la relativa distancia el color chillón y la desmesurada tipografía del panfleto anarquista. Le dedicó una sutil sonrisa al chico, que a éste se le hizo amigable e inquietante al mismo tiempo… Él le esquivó la mirada y devolvió el folleto, plegado, a su bolsillo. Se cubrió bien con la manta, encogiendo su estatura lo mejor posible en el espacio escaso del asiento para intentar dormir, sin haber probado el refrigerio que le preparó su madre para el trayecto. El tren llegó de día a la estación central, y el chico estiró su cuerpo entumecido y abandonó el furgón con la mochila, tras diez horas de viaje. Acudió a la oficina de telégrafos muy juicioso, sin entretenerse en nada y con el estómago vacío. El local había abierto hacía muy poco y apenas había gente esperando, aunque la cola sí iba lenta. Cuando llegó su turno, una señora cincuentona y vivaracha pero de aire despistado, le preguntó cuál era el texto que deseaba enviar por el sistema telegráfico. Entre la inseguridad de su timidez, el aturdimiento por el largo viaje en tren y el hambre, la memoria le flaqueó y olvidó las palabras exactas para alquilar la habitación. Así que decidió recurrir a la chuleta que le escribió su madre, metida ésta en el sobre con el billete de ida y vuelta y el dinero. Debido a los nervios, sacó el panfleto subversivo en vez del sobre, pero la señora no distinguía gran cosa sin tener puestas sus gafas para la presbicia. Se las colocó y recibió el papel correcto al fin, cuando el inseguro muchacho tragó saliva y se lo alcanzó, guardando rápido el  erróneo. Ella anotó con parsimonia, entonces, el mensaje a transmitir en una ficha, comprobando antes una y otra vez cada palabra y cada letra, por miedo a equivocarse:



 –Disculpa, jovencito –se excusó por su lentitud–; ya voy teniendo una edad y a veces me pierdo un poquitín…



–Descuide señora, la comprendo. No se sienta mal, nadie es perfecto. No hay prisa alguna, esperaré lo necesario –La tranquilizó él, con una cordialidad aprendida algo redicha pero sincera.



–Gracias, eres un buen chico. Se nota que tu madre te ha educado bien –Le elogió la empleada de telégrafos, aunque no les conocía a él ni a su progenitora. Luego, cobró el mensaje, hizo sonar una campanilla y metió la ficha con el texto a telegrafiar en una cestita atada a una cuerda con mecanismo de polea. Alguien maniobró en el sótano para que la canasta descendiera a través de un agujero en el suelo, desde el que se colaba un persistente traqueteo mecánico proveniente del piso inferior, donde trabajaban los telegrafistas propiamente dichos con sus máquinas. 





 El chico se despidió educadamente, y se dispuso a cumplir con lo previsto ya en la calle. Se dirigió a la estación cercana para desayunar algo caliente en el comedor de allí. Pero entonces recordó que no había probado la comida que le metió su madre en la mochila para el trayecto en tren. Así que se le ocurrió ahorrar dinero y comer ahora una parte como desayuno, reservando el resto para cuando le diese hambre en la vuelta. Se sentó en un banco en el andén y sacó de la mochila un mendrugo no muy duro y una tartera llena de queso y embutido, que le supieron a gloria, pues de verdad estaba hambriento. Devoró la mitad y pensó qué hacer con el dinero sobrante. Si se lo devolvía a su madre, ella sabría que no había comido lo bastante en el largo viaje en tren, y se llevaría un disgusto. Si lo gastaba en cualquier distracción o en un capricho, incumpliría la estricta regla de no entretenerse por ahí y tomar el primer tren de vuelta. De pronto, alguien le ayudó a decidirse, mientras meditaba con el dinero en la mano:



– ¿No te sobrará alguna moneda, chico? Ando a dos velas desde que cerró la mina. Y este también– Un hombre de aspecto descuidado aunque no sucio se dirigió a él de ese modo, tras haberse acercado al banco sin que él lo notase. Traía semioculto en su chaqueta un cachorro de Beagle que asomaba, tembloroso, la cabeza.



 Recordó que su madre le había aleccionado acerca de la caridad discreta. Así que le entregó al minero en paro todo el dinero sobrante sin decir palabra, y el otro le dio las gracias brevemente e hizo mutis. Entonces, en la vía central de las tres de la estación (las otras dos eran para recorridos regionales, como el suyo), escuchó el silbido de la máquina de vapor de la locomotora del gran expreso, que hacía un viaje a la semana conectando la villa de provincias, en la que él se encontraba, con la capital del país. Y que estaba a punto de ponerse en marcha ahora, aunque esperaba a alguien rezagado... Hasta que oyó el bufido de la máquina, él se había distraído en la soledad del banco echando un nuevo vistazo al folleto reivindicativo, con más detalle que en el tren nocturno, a plena luz del día ahora. En una cara del panfleto (la otra era texto puro) se caricaturizaba en un dibujo al gobernador local como si fuese un avestruz con cabeza humana, que huía de una horda de obreros fabriles que le perseguían esgrimiendo herramientas de trabajo. Tras el pitido del tren se oyó también un claxon, e invadió entonces el andén una lujosa berlina a motor adornada con una banderola oficial. De la cual descendió el insigne gobernador en persona, al que el vulgar muchacho anónimo de vulgar mochila sentado en un vulgar banco reconoció enseguida caricatura aparte, pues su fotografía llenaba siempre los diarios.



 Un corpulento guardaespaldas ayudó al chófer a subir el pesado equipaje al vagón de primera clase, tras cruzar los dos a pie la vía de cercanías desierta que se interponía entre el automóvil y el expreso, y por la que el chico esperaba ver aparecer pronto su tren propio... A ambos, maletín en mano él, les siguió el gobernador, que se dirigía a la capital en viaje extraoficial sin demasiada prisa y sin querer hacerse notar mucho. Aunque el maquinista, meticuloso como todos, tuvo que perder tiempo esperándole. Y retener la humeante locomotora a su pesar, con la frustrada ansiedad de un perro de caza al que su dueño frena por la correa a duras penas cuando olió una presa… Además, algo inesperado terminó boicoteándole su plan discreto al político, cuando el chico de la mochila se levantó del banco por sorpresa, y se puso a gritar al mismo borde del andén, nada más verle:



 – ¡Viva la revolución del proletariado! –Vociferó, y todos se quedaron mirándole incrédulos.



»– ¡Abajo la burguesía! ¡Gobierno al paredón! ¡Viva la anarquía! –Gritó también, con voz nerviosa pero firme y más valor que rabia. El guardaespaldas le murmuró al gobernador que le ignorase y abordasen ya el furgón, o bien le permitiese ocuparse él mismo del asunto… Pero su jefe le contestó con un ademán mudo de calma, que frenó a su propio sabueso en un segundo…  Simplemente el gobernante, ya a pie de furgón él y con las maletas dentro y a punto de auparse al estribo, hizo también al impaciente jefe de estación un seco gesto. Para que la partida del convoy se demorase un poco más, movido por la curiosidad y sin urgencia alguna por su parte… Así que le pidió al desconocido muchacho del andén que se aproximase bien y le explicase más de cerca sus reivindicaciones. Sin intimidarle en absoluto, en tono cordial haciendo gala de su astucia diplomática. El chico, siempre obediente con los adultos, le hizo caso. Con cierta inseguridad cuando cruzó a paso lento la vía hacia el vagón de lujo, aunque firme al parecer en sus ideas:



– La gente está harta –fue al grano, haciendo de tripas corazón, cara a cara ya con el poderoso mandatario que le miraba sin pestañear–; le avisaron de que ocurriría un accidente por el mal estado de la mina y no hizo nada. Hubo muertos y prometió recompensar a las familias y aún esperan… Y además cerró la explotación y juró recolocar a los mineros donde fuera y no ha cumplido… Sin contar con los huelguistas represaliados en la fundición de acero cuando quisieron solidarizarse… ¿Lo va a negar todo, verdad? ¿Cuál es su excusa?



–Ninguna, no negaré nada –Fue la fría y concisa respuesta. Que el muchacho no escuchó, una vez lanzado él a soltar en retahíla todas las preguntas inspiradas por las charlas con su amigo activista, sin atender a nada más:



– ¿Dirá que no es solo cosa suya, acaso? –Continuó la reivindicación verbal, imparable–  ¿Que está moviendo hilos aún? ¿Que la oposición le pone trabas? ¿Que usted hace lo que puede y es cuestión de esperar más? ¿O me saldrá con que simplemente hay cosas que no tienen remedio y cada uno se tiene que buscar la vida?



–He dicho que no tengo disculpa. Absolutamente todo lo que has dicho es cierto, muchacho. Palabra por palabra –Fue la inesperada respuesta del político, que dejó descolocado al demandante.



–Sí claro… Está usted siendo irónico –El muchacho trató de situarse, confundido.



–En absoluto. Te digo que estás en lo cierto, punto por punto. No hay ironía alguna por mi parte. Y no te intentaré engañar tampoco ¿para qué? –aclaró el gobernador, muy serio, encogiéndose de hombros.



–Sí, y ahora añadirá un “pero”, matizando que en realidad…



–No hay “pero” que valga –recalcó el político, tajante–. Te repito: has dicho toda la verdad, palabra por palabra. E incluso te has quedado corto, diría yo. Y yo no voy a defenderme ni buscar excusas. Tuya es la razón.



 El chico quedó mudo un instante, desarmado por la inamovible serenidad gélida del otro. Quien, efectivamente, no estaba siendo en absoluto irónico, lo cual hacía aún más inquietante su actitud inconmovible al dar por buena la múltiple denuncia. Aunque sí que asomó un sutil brillo de ironía a los ojos del gobernador, mientras éste mantenía el rostro impávido no obstante. E intercambiaba un fugaz lenguaje de miradas con el fornido escolta que le cubría las espaldas, indescifrable para su acusador adolescente.



 –Mi padre está sin trabajo por su culpa –Reaccionó el muchacho al fin, con el giro de un enfoque personal–. Él dice que a usted el pueblo no le importa una mier… –se frenó a sí mismo, justo a tiempo de evitar la grosería–… que la gente no le importa nada, digo –corrigió–. Que se deja usted sobornar por cualquiera y sólo le mueve el dinero.



–Efectivamente, tu padre está en lo cierto: soy un vendido, tampoco voy a negar eso –Asintió el gobernador de la provincia, concediendo una vez más–. Y un corrupto de los peores, también. Y si estoy en política es para lucrarme únicamente, no tengo otro motivo –confesó fríamente, de nuevo sin inmutarse y sin sarcasmo alguno en sus palabras o en su gesto–. Y así lo planeé desde que empecé la militancia pública, de hecho…



 Otra vez el muchacho se quedó fuera de sitio, bloqueado sin saber qué decir ante la flemática serenidad del otro. Hubo un instante de incómodo silencio, que el chico logró romper usando un último cartucho, con el que creyó que iba a dar al fin en la diana:



 – ¿Y qué hay de ese periodista, el del diario de la oposición que se emperró en investigar y denunciar la falta de seguridad en el yacimiento? –Interrogó al político, que por primera vez pareció inmutarse un poco–. Apareció flotando en el malecón –le recordó– tras haberse abierto la cabeza contra las rocas cuando paseaba por el rompeolas y perdió el equilibrio, al parecer, según contaron los periódicos. Pero mucha gente dice que no cayó del muro él solo. Que eso no fue un accidente y hay una mano negra ahí…



 En ese punto el gerifalte cruzó una mirada abisal con su guardaespaldas, que frunció el ceño con inquietud y corroboró que nadie alrededor miraba. El gobernador comprobó él mismo de un vistazo que el jefe de estación estaba distraído, charlando con el maquinista en la otra punta. Y le hizo al chico el gesto de que se aproximase un paso más a él. Cuando lo tuvo a un palmo, bajó un poco la voz y admitió también la nueva y grave acusación, clavándole los ojos: «Yo mismo ordené matarlo. Me tenía harto ese cabrón chivato» –Dijo con voz cavernosa, y con un rictus de asco y odio en su semblante que dejó muy claro al chico que esa vez tampoco estaba bromeando o siendo irónico.



 Con aquello el muchacho quedó desarmado del todo. Se le hizo un nudo en la garganta y el corazón empezó a latirle con fuerza. No tuvo miedo exactamente, ni se sintió amenazado él en persona. Fue más bien el vértigo de enfrentarse con la verdad más fría el que le pudo. Sin tener él una experiencia vital suficiente para asimilar dicha verdad en su dimensión compleja, o combatirla en forma cruda en carne propia sin soflamas encendidas ni retóricas.  



Tampoco quien le confesó fríamente el crimen y lo demás, había albergado la intención de intimidarle: no precisó eso. Simplemente fue sincero con él, y no tenía nada que perder ante aquel imberbe individuo anónimo, insignificante e inseguro. Sin más testigos allí, además, aparte de su avezado escolta, ya en el ajo. El cual hizo gesto al apartado jefe de estación de que ya podía ordenar al maquinista poner el tren en marcha finalmente, obedeciendo él mismo a un ademán previo del político.



– ¿Alguna cosa más? –El gobernador se disponía a poner el pie en el estribo del convoy, con el escolta arriba ya, cuando le concedió al atribulado muchacho un último segundo de atención.



–No… nada… –Balbució éste, desubicado totalmente.



–Bien –El político encaró el vagón, pero aún escuchó un reclamo inesperado a su espalda.



– ¿Y qué me dice de usted? –Dijo el chico de pronto, con voz titubeante, obligándole a volverse–; ¿Usted cómo está, de salud y eso? –Cumplió in extremis con la cortesía social inculcada por su madre.



–De salud perfectamente… –Replicó muy serio el político, con un pie en el peldaño ya.



– ¿Y la familia? –Añadió, tras meditar un segundo, como recapitulando lo importante.



–La familia bien, gracias –Respondió el gobernador con sequedad, torciendo la mirada como esperando que le dejara ir de una vez.



–Bueno… con permiso… –El muchacho comprendió y dio la espalda al vagón sumisamente. Cabizbajo y confundido a la vez que el oficial de la estación hacía sonar por fin el silbato de marcha, que anticipó la inmediata partida (con retraso) del lujoso tren expreso. El cual pudo desbocarse al fin con libertad, y se esfumó enseguida en una enfurruñada nube de humo con el gobernador, su escolta y el resto del pasaje dentro.



 El chico volvió al andén para esperar su traqueteante ferrocarril propio, humilde y lento. Y por un segundo sintió un escalofrío. Cuando no vio en el banco la mochila que había dejado allí posada para tratar de plantar cara, sin demasiada fortuna, al impertérrito político. Aunque simplemente se había caído, y estaba en el suelo en un rincón del banco… Suspiró aliviado al recobrarla, pensando que su madre le regañaría fuerte si la extraviaba o se la robaba alguien. Volvió a sentarse allí y trató de meditar sobre lo que acababa de vivir, muy reconcentrado y serio. Hecho un lío de sentimientos y de ideas. Hasta que su tren llegó sin tardar mucho y se dispuso a abordarlo al fin de vuelta a casa con la mochila al hombro, y pasar página:



«¡Si me llega a ver mi madre, me masacra! –Pensó para sí cuando se aupaba al vagón rumbo al cálido hogar, sintiendo un definitivo alivio–; ¡Mira que soy bruto! –Razonó en su asiento ya, con una cándida sonrisa–; ¡Casi olvido preguntar por su familia! »









   








© Bonifacio Álvarez.









jueves, 11 de enero de 2018

La pistola de astronauta.





  




A Braulio Brezo sí le gustaban los niños. Pero le gustaban lo mismo que los cigarrillos (aunque él jamás fumaba, pese a vivir de ello): solamente de uno en uno, y no todos a la vez. Y desde luego no contaba con el tremebundo problema de por vida en el que estaba a punto de meterse cuando aceptó el trabajo eventual de Papa Noel, en el mismo centro comercial en el cual regentaba su pequeño estanco. El negocio heredado de su padre (y fundado por su abuelo, cuando el arquitecto que levantó el moderno centro comercial que ahora lo envolvía aún andaba a gatas) iba en declive a causa, sobre todo, de la competencia del contrabando de tabaco. También vendía sellos de correos (igualmente en horas bajas estos), postales y papel timbrado, como cualquier estanco clásico. Y ahora la ley le autorizaba a ofrecer al público otras fruslerías como alimentos envasados básicos y chuches. Pero todo eso no compensaba los gastos de mantenimiento del negocio, al que acudía menos gente cada vez… Así que el joven estanquero reacio al tabaquismo, que por entonces rondaba la treintena, terminó optando por el pluriempleo. 


 No se sentía humillado en forma alguna por tener que hacer cualquier trabajo, por duro o mal pagado que este fuese. Habría hecho cualquier cosa, incluso lanzarse en parapente desde la montaña más alta (y eso que le daba vértigo hasta ponerse de puntillas para alcanzar las cajetillas del estante). Cualquier cosa… que no implicase fumar. Odiaba el humo del tabaco, aunque lo vendiese en persona. Y aquella vez –por decirlo así– se equivocó de mezcla al liar el cigarrillo... Se arrepintió pronto de haber aceptado aquel empleo temporal de Santa Claus para sumar ingresos. Cuyo empleo duró un solo fin de semana, en realidad. Si bien se habría de convertir en insufriblemente eterno para él, marcando con un dolor punzante –crudo como un cáncer de pulmón– sus siguientes cuatro décadas de vida, hasta el mismo umbral de la vejez. Un pinchazo literal continuo, moral pero físico también… 


 El cual (en su parte emocional al menos) duró hasta su bocanada última de aire (sin humo). Pues la huella emotiva –aparte de la física– que aquella víspera de Nochebuena dejó en él, arraigó para siempre de la manera más tenaz en su mente y su memoria. Y también en lo profundo de su espíritu, con un sentimiento a la vez de desahogo y astringencia, liberador pero adictivo, etéreo pero pastoso, dulce en la nariz pero agrio al paladar y la garganta… como el tabaco mismo, a fin de cuentas.

 Braulio asumía valientemente cualquier riesgo (salvo el de fumar) fuese o no consciente de él de forma plena. Pues, pese a ser él un hombre gris de mecha corta, común y ceniciento como tantos (más parecido a una colilla de cigarro tirada en una sucia acera, que a una coqueta latita de Virginia Flake en la repisa de la chimenea de un lord), no le faltaba ánimo ni orgullo para salir adelante en las peores circunstancias. Si bien su carácter propio era más bien atemperado, como de fumador en pipa. Aunque hay que repetir: él nunca fumaba. Y eso que se había criado entre estanqueros que también eran fumadores, y amigos fumadores que acudían a casa de los estanqueros de merienda. Convirtiendo el hogar de la familia (y también el propio estanco, en cuya trastienda él hacía a veces la tarea de la escuela cuando niño, pues allí no había tanto humo como en casa), en lo más parecido a un fumadero turco, de hecho. Cuando se reunían todos sus parientes y los conocidos de sus parientes de sexo, oficio, condición y generaciones diferentes, y se uniformizaban finalmente allí en la pequeña casa (lo mismo que sus ásperas voces) confundidos en una misma nube tóxica… Allí fumaba hasta el perro. Un enorme terranova con el que se divertían ofreciéndole alguna que otra calada en un narguile, haciendo que sus ladridos roncos y su voluminosa silueta de negrísimo pelaje se sumaran al indistinguible borrón ceniciento del insano vicio colectivo.

 Todo ese pasado asfixiante y claustrofóbico (ahora él vivía a sus anchas en un apartamento de soltero) le servía a Braulio como excusa por haber fracasado en sus estudios y tener que malvivir ahora del estanco. Pues, cuando se ponía a estudiar de niño, el omnipresente humo del tabaco le afectaba a los pulmones (y a sus calificaciones en gimnasia) causándole asma. Y lo que es peor: le repercutía en la cabeza, enturbiando su atención incluso más que sus pulmones. Y haciéndole dibujar, por ejemplo, los triángulos equiláteros como isósceles (aunque tampoco distan mucho a simple vista); confundir Camerún con Inglaterra en los atlas (si bien sus mapas también son parecidos); mezclar héroes con villanos en las crónicas históricas (lo cual, como es sabido, tampoco se distingue fácil); y cometer brutales errores ortográficos, como el consistente (e imperdonable en un vástago estanquero) en escribir la palabra “tabaco” con uve… Aunque la palabra “pipa” la escribía siempre bien. Gracias a que las dos letras “pe” que incluye, imitan de manera inconfundible y por partida doble la sencilla silueta de dicho instrumento, tanto en español como en algún que otro idioma más.   

 Precisamente, y aunque Braulio Brezo odiaba el humo del tabaco en sí, las pipas de fumar sí que le gustaban mucho, como también el antiquísimo ceremonial asociado a su conservación y empleo. Poseía una modesta colección de unas cuarenta, en su mayor parte heredada también de sus ancestros. Igualmente era una pipa (de aspecto estándar) la que figuraba dibujada en el cartel que coronaba la entrada da la tienda. Y en el centro mismo del escaparate, dentro de un bonito estuche de cedro ribeteado con latón, lucía como adorno y reclamo ya desde los tiempos de su abuelo, una exclusiva y elegante Davidoff de brezo tratada con chorro de arena y con veteado en rojo. Digna de envolver en una relajante mezcla tabaquera de Latakia, Oriental y Virginia, la relajada ociosidad de un príncipe oriental cualquiera (al menos en aquellos momentos de esplín, nada infrecuentes, en los que dicho príncipe divaga escupiendo al cielo anillos de humo que opacan las estrellas, mientras él sueña con suceder a su padre en el trono algún día).

 Braulio, que heredó un estanco en vez de un reino persa (lo cual tampoco es baladí, pues otros no heredan ni eso), tan sólo soñaba con seguir comiendo cada día y pagar facturas. Y todo parecía ir bien en un principio aquella tarde. Su propio trono de imitación de oro y terciopelo, sito en una elevada tarima engalanada con lucecitas de colores, que parpadeaban en secuencia dibujando un arabesco navideño (el cual se asemejaba un poco a una voluta de humo de cigarro), resultaba ciertamente cómodo además de vistoso. El traje de Papa Noel que le facilitaron era de calidad, no de baratillo, y por suerte coincidía con su talla exactamente. Hasta la barba postiza resultaba proporcionada y suave, bien trenzada con auténtico algodón. Y bastante verosímil también esta, evitándole así quedar en evidencia. Pues como razonaba muy bien Braulio, una barba grande en la mandíbula (lo mismo que una pipa en la boca o un clásico bombín en la cabeza, o incluso todo ello combinado), cuando no aporta prestancia, le hace parecer a uno ridículo sin más, no hay término medio en eso… 
 Sin embargo, aunque resultaba más que digno, el tupido conjunto del disfraz de Santa Claus sí que le causaba algo de bochorno a Braulio Brezo. Pero un bochorno de calor, no de vergüenza. Tampoco llegaba a asfixiarle –como el tabaco cuando le causaba asma de niño– pero se hacía un poco incómodo a la larga. Sobre todo con el agravante de la calefacción del centro comercial, que habían puesto al máximo para que la gente derrochase allí su paga extra navideña más a gusto, olvidando el invernal frío de afuera.

 En todo caso, Braulio se terminó adaptando razonablemente bien a la vestimenta y a su papel de genio de Pascua dadivoso. Y a la larga hilera de chiquillos que esperaban pacientemente su turno, antes de confesarle a Braulio uno por uno sus deseos íntimos más plenamente materiales, a cambio de haberse portado ellos relativamente bien en lo externo. Al fin y al cabo ninguno de ellos era un querubín del todo, pero tampoco el mismo diablo, siendo justos.  Aunque más de uno sí tenía trazas ya de ángel caído, tanto físicas como de carácter. Pero incluso esos, le pedían al triste Papá Noel salido del estanco (que solo había visto Groenlandia en los sellos que vendía), únicamente los juguetes bélicos normales que veían en la televisión. En vez de otros caprichos gravemente peligrosos para ellos y para los adultos, como por ejemplo explosivos o armas de fuego auténticas, de las que matan de verdad. O peor aún que eso: libros de cuentos infantiles políticamente incorrectos. Sin censura previa pedagógica con la que tratar de proteger a los infantes del relativo peligro (ajeno y propio) de una imaginación realmente libre. Comprimiendo dicha fantasía, así, lo más posible, de forma preventiva en la cazoleta de su cráneo. Con el fin de evitar que cualquier chispa inesperada encendiese su energía más salvaje, sin control adulto previo (lo cual no es tan terrible). O bien que su mente, aún sin formar, se dispersase para siempre en el aire diluida inútilmente en volutas caprichosas (lo cual sí que es un riesgo cierto, pero en el que también pueden caer los adultos por exceso de idealismo, sin embargo).

 Braulio veía a los chiquillos aproximarse al trono navideño lentamente, más tímidos que ansiosos. Con sus cabezas más grandes que el cuerpo –según su natural anatomía infantil–  igual que una ordenada hilera de fósforos. La fogosa ansiedad que ardía en la mirada de algunos de ellos, delataba que se consumirían demasiado deprisa en su futuro adulto, pero con un chasquido especialmente luminoso. La opaca timidez en otros ojos, hacía imaginar una combustión más lenta y tenue en el futuro, pero más cálida también. Otros críos se mostraban neutros de carácter, y era difícil saber cómo arderían. O si llegarían a encenderse alguna vez siquiera. O si acabarían inutilizados por la humedad o, peor aún, ardiendo por accidente todos juntos en un violento fogonazo… El propio Braulio (quien, como tanta gente, llevaba un tímido héroe dentro) siempre se había dicho a sí mismo que, si él fuese una cerilla y tuviese que encenderse y consumirse en un chispazo, le gustaría que ocurriese como en la conocida alegoría que se menciona a veces: la de ese fósforo que se separa adrede de la hilera lo bastante para sacrificarse ardiendo él solo, evitando una masacre en cadena…

 Según avanzaba aquella tarde previa a Nochebuena, la procesión infantil iba en aumento. Los niños más mayores acudían al trono de Braulio solos y por su propio pie (aunque con los padres vigilando a prudencial distancia). Y los menores iban de la mano o en brazos de sus progenitores. Braulio pensó que nunca había tenido tanto público, era curioso. Los clientes de su estanco eran fieles pero escasos, y les conocía por su nombre incluso (sin tener que preguntárselo, como ahora a los chiquillos fingiendo ser Papa Noel). Se dejaban ellos caer siempre de forma salteada y de cuando en cuando en su local (nunca en fila estricta ni todos en un grupo), para gastar unas monedas comprando un mísero paquete de mentolados o un sobre postal o cualquier otra nadería, sin ayudar con ello gran cosa al sostenimiento del negocio…. De pronto, Braulio Brezo se imaginó aquella enorme cola de mocosos cruzando el umbral de su tienda en un día cualquiera, y no ante el falso trono en Navidad. Aunque igualmente ejercería de Papa Noel con ellos en la fantasía de esa hipótesis (si bien lo haría como él mismo: el anónimo estanquero Braulio, y en ropa normal de calle y sin barba postiza), y les daría obsequios a todos. Formarían ellos una fila ante el viejo mostrador de madera del estanco, y él les iría atendiendo amablemente uno por uno. A los pequeños les despacharía con un chicle o un caramelo y una carantoña (como hacía como Papá Noel también). Y a cada uno de los más mayores le regalaría una de las bonitas pipas de fumar de su colección, hasta acabar con las cuarenta (eso, como Santa Claus, no podía hacerlo).

 De forma previa a la solemne entrega, les explicaría con detalle a los afortunados mozalbetes el minucioso proceso de cargar la pipa con la cantidad exacta de tabaco, ni un gramo más ni un gramo menos. Encenderla luego delicadamente con una cerilla o un mechero especial (no uno común) y mantenerla prendida con una brasa uniforme y constante, tarea nada fácil y que requería cierto entrenamiento. Luego, les obsequiaría al fin el instrumento, a condición de que no lo utilizasen de verdad (aunque practicasen su complejo encendido alguna vez, sin aspirar el humo), hasta que por fin fueran adultos. Y para garantizar que ellos cumpliesen su promesa y no se corrompiesen como adictos al tabaco antes de tiempo, le entregaría únicamente a cada uno media onza de tabaco y cuatro fósforos (además de la pipa), lo cual era suficiente para hacer algunas pruebas…

 En esos utópicos ensueños andaba, cuando apareció su pesadilla. Le llegó el momento a él, por fin. Al auténtico Satanás (él sí lo era). Al Enemigo. Al Hereje. Al Leviatán. A la Némesis. Al legítimo Enviado del Averno. O al menos aquel raro chiquillo (de insólito carácter pero aspecto normal) al que le tocaba el turno ahora, sí que estaba destinado a convertirse en todo eso para el desprevenido estanquero, que no tenía ni la menor idea de lo que se le venía encima…

 Y no es que el crío hiciese acto de presencia envuelto en venenoso azufre, ni siquiera en la densa fumarola de un habano. Pero Braulio Brezo sí estaba condenado a convertirse él en algo así como un pollo humeante en el horno a su merced. Relleno de hebras de algodón en vez de trufas (desde las polainas hasta la borla del gorro) para parecer más gordo en su disfraz de jovial genio bondadoso. Antes de ser sacrificado sin miramiento alguno en la parrilla de su trono de opereta navideña, a manos de aquel mocoso infame que estaba a punto de amargar su vida por completo…

 Primero se acercó el padre, un hombre alto y corpulento de pelo engominado y envuelto en un largo y elegante abrigo. El cual se adelantó a su vástago para tratar de advertir a Braulio seriamente:

–Escuche con atención –Le dijo en confidencia al estanquero disfrazado, intentando ser discreto–: disimule usted, finja, mienta, invéntese lo que usted quiera, yo le apoyo. Pero no le lleve la contraria por nada del mundo, ¿ha comprendido?: no-le-lleve-la-contraria –Desgranó así el grave aviso, que Braulio cometió el tremendo error de despreciar.   

– ¿De qué está hablando, hombre? –El estanquero se tomó a chufa la inaudita solemnidad de la advertencia que, en su descargo, era muy chocante y poco verosímil en aquel contexto festivo y distendido. De hecho, tampoco la entendió muy bien con el barullo del ambiente infantil, aunque sí captó el tono agorero… Enseguida se centró en el chiquillo de unos diez años de edad, que se plantó ante Braulio cuando su padre le dio paso. Vestido también él con un bonito abrigo cortado a medida, rematado (cosa extraña en un niño moderno) por el coqueto adorno de una pequeña violeta en el ojal… En la mano sí llevaba un elemento infantil contemporáneo: una pistola de juguete de astronauta. Una de esas de diseño recargado que, cuando aprietas el gatillo, producen un destello rojo parpadeante, zumban como un láser de película y crujen con un sonido de carraca imitando munición, todo a la vez.

 Su cabello era claro, lacio y repeinado lo mismo que el del padre, quien se mantuvo en un segundo plano en adelante, en un tenso silencio. No había nada amenazante en su presencia, ni rastro turbio alguno en su mirada o sus modales, aunque su gestualidad era algo seria. Parecía un niño más, al fin, aunque de aspecto endomingado y algo antiguo. Antes que nada, se dejó hacer (con el rostro inexpresivo) la foto de rigor como recuerdo junto a Papá Noel. Y cuando Braulio –que notó su ánimo adusto– le preguntó luego cómo se llamaba siguiendo la rutina establecida, su respuesta dejó claro que no era un niño común después de todo: 

–Mi nombre es irrelevante –respondió, tan seco–: solo importa mi trabajo científico –sentenció, y empezó a hablar de corrido como si tal cosa:

»No acabo de comprender bien cómo se financia usted, ni la estrategia para manejar su enorme stock con una eficiencia y rapidez tan productivas –dijo–. Pero confío en mi padre y entiendo que usted es poderoso… Digamos que puede acceder a cualquier recurso fácilmente y distribuirlo en tiempo récord, y eso es justo lo que necesito yo. Usted tiene los medios y yo las ideas… podríamos ser socios, digamos. Quiero contar con su mecenazgo, por eso estoy aquí. Aunque entiendo que usted no me conoce y una inversión a ciegas es riesgosa. Pero le garantizo que le retribuiré con creces una vez que triunfe mi proyecto… 

– ¿Tu proyecto? –Braulio no daba crédito, asombrado con la locuaz autoconfianza del chiquillo y su retórico discurso.

–Sí: mi proyecto –subrayó el otro tan sereno, sin despeinar su flequillo perfecto–; tengo pensado ser el primer niño humano en pisar Marte. Mejor dicho, el primer hombre. Porque cuando obtenga suficientes recursos materiales y concluya mi ardua investigación y mi exhaustivo trabajo aeroespacial, ya seré adulto, obviamente… Por eso cuento ahora con usted: porque en vista del nulo apoyo de este gobierno a la ciencia, si espero algún tipo de ayuda oficial, entonces sí que me haré viejo... 

–Mira, en eso del gobierno tienes razón –Braulio secundó el sarcasmo, aunque pasmado todavía–; pero no sé qué es lo que esperas de mí exactamen…

–Aquí tiene una lista con todo el material que necesito –El pequeño científico le interrumpió con brusquedad, sin perder tiempo–. Para empezar, claro. Es sólo para el primer motor de mi cohete, luego iremos ampliando –Le extendió el papel que sacó de un bolsillo de su impecable abrigo, y que él aceptó sin dar crédito aún. Braulio le echó un vistazo al pliego con una mueca escéptica, de hecho:

–Vamos a ver –Braulio leyó en voz alta únicamente los primeros elementos del listado enorme, solo por encima–: «Varilla de pulverización. Transformador de ignición. Rodetes de turbina. Garganta de tobera. Inversor de empuje. Eje de turbina de alta presión. Compresor de flujo axial de tres etapas… » –Contuvo la ironía en lo posible, y enseguida dejó de leer la retahíla interminable de elementos tecnológicos. Miró al chiquillo con una condescendencia compasiva y trató de ser didáctico con él–: «A ver chaval: esto son muchas cosas y además son muy difíciles –le instruyó–. ¿Por qué no puedes pedir juguetes, como los demás niños?»    

–Insisto: lo de esa lista forma parte de un proyecto aeroespacial muy serio, no me menosprecie –Subrayó el jovencísimo científico, en tono severo y frunciendo el ceño, ofendido–. Son todos elementos estrictamente necesarios, no hay ningún capricho estético. Además, es cierto que sólo tengo diez años de edad, sí. Digamos que no rechazo los regalos, aunque los considero una inversión a largo plazo en mi compleja labor técnica. Pero no me interesan en absoluto los juguetes, no se equivoque…

–Ajá… ¿y eso, entonces? –Braulio creyó pillarle en un renuncio, señalando, con astucia, su pistola de astronauta de plástico.

–Le he dicho que adolezco de recursos suficientes, me tengo que apañar con lo que puedo –El chiquillo no se amilanó–. La pistola es sólo una maqueta, una base sobre la que trabajar. Es otro de mis proyectos: la estoy adaptando poco a poco con piezas reales de metal, y no es sencillo, créame… Cuando acabe con ella, será un arma laser auténtica –sentenció, con gravedad solemne.
 Braulio quedó absorto un momento, mudo y confundido con la inaudita dignidad y madurez precoz de aquel pequeño. Pero la inercia de su propio pragmatismo adulto le hizo reaccionar, y recobró su compostura escéptica. Así que sujetó al embrión de Neil Armstrong por el hombro suavemente –después de regresarle él mismo la lista de papel, doblada, a su bolsillo– y lo acercó un poquito más a sí mismo. Como dispuesto a darle un sermón paternalista, muy seguro de sí apostado en su trono de Papá Noel. Al verle la intención, el padre, que espiaba preocupado la charla, se alarmó angustiadísimo, temiendo lo peor. Y le indicó a Braulio por mímica que ni se le ocurriera aleccionar así a su hijo. Braulio le devolvió un gesto de sosiego, como diciendo: “tranquilo, yo tengo el control”. Y el padre se llevó la palma de la mano a la frente, sacudiendo la cabeza como dando todo por perdido…        

–Te voy a explicar algo –Braulio Brezo trató de sonar firme y sensible a la vez–: cuando yo tenía tu edad también quería muchas cosas, ¿sabes? Pero al ir creciendo, me di cuenta de que no se puede tener todo lo que uno desea. Y, además, también se puede ser feliz con poco, ¿comprendes? Mira, te contaré un secreto que quizá entiendas algún día. O quizás no, pues ni siquiera muchos adultos lo asimilan bien –Braulio se encogió en el trono agachando la cabeza en su confidencia, para estar más a la altura del chiquillo que le escuchaba atento, pero inquietantemente inexpresivo–: “Los mejores regalos siempre son los más sencillos” –sentenció Braulio, y lo volvió a repetir muy lentamente, para que calara bien en la conciencia del muchacho–: los mejores regalos son los más sencillos… ¿Qué te parece?

 El pequeño científico miró la cándida sonrisa con la que Braulio dio fin a la diatriba. Y luego buscó con la mirada a su padre, que acababa de entreabrir los dedos que tapaban su rostro, para espiar con la esperanza de que no ocurriera una catástrofe después de todo... Simplemente el hombre se quedó expectante, igual que Braulio. Y lo mismo que el público de niños y adultos que asistía con curiosidad a aquella inusual escena, esperando todos con intriga el resultado, en un silencio tenso. 
 Por un segundo, el mocoso aspirante a explorador marciano pareció reflexionar cabalmente en sus adentros acerca de las sabias palabras dichas por el estanquero... Pero enseguida frunció el ceño, con un gesto de iracunda decepción al asumir que el Papa Noel del centro comercial no estaba en absoluto dispuesto a prestarle ayuda en sus ambiciosos planes de astronauta:

–¡¡Quiero mis regalos!! –Gritó con toda su fuerza pulmonar preso de una visceral rabieta repentina, que dejó helados a todos, Braulio incluido. Y sin dar tiempo a que este último pudiera reaccionar, le plantó por sorpresa la punta de su rocambolesca pistola de astronauta en el oído. Apretó el gatillo, y una bombilla parpadeó con su rojizo resplandor centelleante. Simultáneamente, el chip convencional de aquel juguete barato hizo sonar el hueco efecto de sonido de un láser de ciencia ficción futurista, paradójicamente mezclado con otro que fingía la munición convencional de una canana de balas de ametralladora…  

 Braulio dio un salto en su asiento. Y gritó por la sorpresa más que por el ruido, que sí que le dejó un leve zumbido en la oreja, que se disipó enseguida. El agresivo monstruito huyó con su pistola, hecho una furia. Y tras él corrió su padre, luego de haberle soltado a Braulio (todavía aturdido este por el inesperado ataque) un escueto: “Lo siento, se lo advertí”, antes de desaparecer definitivamente tras su vástago.

 Eso fue todo, aunque a la larga resultó mucho más grave... Braulio siguió atendiendo uno a uno a todos los niños de la cola amablemente, recuperado enseguida del susto. Y cuando acabó su turno de Papa Noel tres horas después, se dirigió al estanco (que había cerrado esa tarde para ejercer su pluriempleo) y se cambió de ropa allí. Antes de bajar de nuevo la persiana metálica, miró la valiosa pipa Davidoff del escaparate, como siempre hacía al abandonar su tienda (si la vieja pipa seguía ahí, todo marcharía bien y en orden en su vida, pensaba). Y ya vestido de paisano, entregó el disfraz de Papa Noel perfectamente doblado en una bolsa al mismo ujier del centro comercial que se lo facilitó primero. Cuando dejó atrás las grandes puertas correderas del enorme centro comercial climatizado y profusamente iluminado, se encontró de golpe con una noche oscura y gélida de invierno, y sintió un pitido agudo en el oído. El cual atribuyó al cambio de presión en plena calle, o quizás al chillón bucle de música de villancicos que tuvo que soportar sentado en su trono de Papa Noel durante horas sin poder moverse… Ya no se acordaba del chiquillo endomingado y repeinado y su pistola de astronauta. Así que no se le ocurrió relacionarle con el pinchazo en su oreja que, de todos modos, duró sólo unos segundos… 



 Una vez en su apartamento de soltero, se preparó una ensalada como cena. Vio un rato la tele y se echó a dormir temprano. Estaba agotado tras la dura jornada envuelto en un disfraz que transpiraba mal, escuchando monótonas peticiones de juguetes de plástico e interesadas promesas de buen comportamiento. En el duermevela a punto de quedarse rendido, le pareció oír un susurro que le molestó ligeramente y le obligó a girarse en el colchón como reflejo:

«Quiero mis regalos…» –Creyó escuchar, aunque no era muy consciente al estar casi dormido. Y tras acomodarse mejor, se repitió el mismo bisbiseo: –«Quiero mis regalos…». En ese punto Braulio abrió los ojos del todo, y estuvo convencido de haberlo escuchado bien, de veras y no en sueños. No tuvo tiempo de asimilar la situación, cuando la voz sutil se convirtió en un inesperado alarido estridente la tercera vez, haciéndole dar un salto en la cama:

«¡¡Quiero mis regalos!!» –El brutal grito le taladró el oído, causándole un dolor insoportable, además. Era obvio que Braulio estaba en casa solo. Y como no se podía haber vuelto esquizofrénico de un día para otro, ni había consumido ningún tipo de droga (y él las despreciaba todas, no solo el tabaco), era muy evidente que aquella voz infantil, primero suave y luego estentórea, había surgido del hueco físico de su oído y no de su cansancio o su imaginación enferma. Trató de calmarse, pues el corazón se le desbocó con la impresión repentina, que le desveló por completo. Además temblaba fuerte, así que se levantó al baño a lavarse la cara para despejarse y ubicarse un poco. Miró su rostro ojeroso en el espejo, y la voz volvió a hacerse oír con fuerza: – «¡¡Quiero mis regalos!!»  

 Y así continuó toda la noche cuando volvió a su cama. Con intervalos de silencio de no más de treinta minutos. Una tregua maliciosamente calculada para desvelarle de nuevo cada vez que estaba a punto de conciliar un sueño profundo, ingenuamente confiado en que cesase la tortura. Era la mañana de Nochebuena y el centro comercial abría sólo hasta el mediodía. Él no tenía previsto hacer lo propio con el estanco, pensando en descansar el día entero. Pero se encontró tan desvelado y aturdido, que decidió trabajar esa media jornada para distraerse de la periódica cantinela en su oído, con la esperanza de que cesara por fin... 

       *   *   *

 Muy al contrario, la frecuencia del fenómeno auditivo aumentó a una vez cada veinte minutos (y no treinta) ya en plena mañana. Cuando, al parecer, el monstruito de la pistola de plástico, que volvió de pronto (y para siempre) a la memoria de Braulio, apartó del micrófono la grabación nocturna en bucle de su voz pidiendo “sus regalos”, y optó por dedicarle una petición tras otra con su voz fresca y en vivo. Proyectados todos sus reclamos a través del microscópico altavoz que el maldito había inyectado con la pistola de juguete en el oído del pobre estanquero (no podía haber explicación mejor que esa), cuando este ninguneó sus peticiones aposentado en el trono de Papa Noel el día anterior... La exigencia de regalos genérica, se fue haciendo más concreta y variada ahora (y lo haría aún más en el futuro). Aunque casi siempre expresaba peticiones tecnológicas, que taladraron su cabeza esa mañana desde la cama a la mesa de desayuno. De la mesa al autobús, después. De éste al semáforo frente a los grandes almacenes, luego. Y finalmente del semáforo al estanco familiar, en el cual se refugió intentando asimilar la situación grotesca:

«¡Quiero un relé electromecánico! –Escuchó con fuerza Braulio al alzar la persiana metálica, cuyo brusco ruido no tapó el chillido infantil. 

»– ¡Quiero un termopar de iridio! –Sintió que le taladraban el oído al percibir esa exigencia luego, una vez ya dentro del local...

 Se le había pasado por la saturada cabeza acudir a un médico de guardia (la cita con el suyo tardaban varios días en dársela en el seguro), pero temió que no le hicieran caso o le derivasen a un siquiatra si contaba que “escuchaba voces”. De cualquier modo, le retendrían mucho tiempo, sobre todo si él mismo exigía una radiografía del oído para localizar el cuerpo extraño… Además, estaba demasiado exhausto tras pasar la noche en vela, como para sentarse en una sala de espera durante horas y soportar después cualquier examen minucioso, si es que le tomaban en serio y se lo hacían. Ante todo, quiso fingir normalidad ahora y ganar tiempo. Aunque sí concertó una cita con su médico de siempre (con el que tenía confianza) desde el propio ordenador del estanco. De paso, como cada mañana hacía, buscó un sello imposible en Internet, por melancólica rutina… Y aunque él no coleccionaba eso, el corazón le dio un vuelco igual de fuerte que cuando la voz maldita le asaltó de noche rompiendo su descanso. Pero en forma de bendición, en cambio, cuando el sello apareció allí a su alcance en la pantalla. Sin precio de salida en una subasta pública en la que, de manera insólita, no había participado nadie todavía, aunque faltaban sólo dos minutos para que concluyera...

 Aquel sello postal era muy difícil de encontrar, aunque en sí era muy sencillo. Escaso pero simple, como todo lo valioso en la vida en realidad, según pensaba Braulio. Y su mayor valor, fuera del material, era el poder que Braulio (que coleccionaba pipas y no estampillas) le otorgaba en su imaginación. Envuelto él en el ensueño de convertirlo en una llave infalible con la que conquistar de golpe el corazón de su amor platónico: Candela. 

 El mismo nombre de ella era la chispa que encendía la ilusión más pura del solterón Braulio y su deseo más volcánico, también. Ella era tierna y con carácter. Arisca a veces y, a la vez, de sentimientos muy sinceros. Devoradora al desatarse, pero cálida en la cercanía… como el fuego. Era dominicana, y tenía en sí toda la fuerza de un huracán caribeño, pero también la cristalina suavidad del oleaje en Boca Chica… Odiaba los adornos, pese a ser mujer latina: ella prefería lo sencillo, igual que quien la amaba ocultamente... Sí se maquillaba, pero con un toque muy simple de color (le bastaba el terso bronce de su raza). Sí se perfumaba, pero con un fresco perfume de naranja (su piel lavada olía a chocolate, como las hojas de burley que inhalaba en su relajo).  

 Era, al fin, la mujer perfecta para el estanquero… aunque fumaba. Pero a ella él se lo perdonaba todo porque, además, lo hacía en pipa únicamente.

 Candela sí coleccionaba sellos, de los que poseía una colección pequeña, tan modesta como la de Braulio y sus pipas. Así que cuando ella acudió al estanco cierta vez (así la había conocido, como clienta, un año exacto atrás) con la intención de comprar una serie básica y común para enviar postales a su familia en ultramar la Navidad pasada, Candela había mencionado aquel valioso sello como si fuese una aspiración utópica. Se trataba de un Mauricio azul de dos peniques, bien dentado y centrado y sin circular. Era el sueño de cualquier coleccionista en todo caso y, desde luego, estaba muy lejos del alcance del sueldo de peluquera de Candela (pues ese era su oficio, que ejercía en un salón de belleza del propio centro comercial, muy próximo al estanco).

 Braulio llevaba desde entonces (es decir, justo un año entero) buscando la rara estampita azul en Internet. Con cierta esperanza ingenua de encontrarla disponible. Pero por simple juego sobre todo, a fin de cuentas, pues él tampoco aspiraba a pagar un sello tan carísimo en caso de encontrarlo siquiera... Y ahora, de repente, gozaba la –así pensó– inmensa suerte de tenerlo a su alcance de manera inesperada. Como mágico elixir (así quería creerlo) para que la peluquera caribeña cayera en sus brazos sin más, si él lo conseguía muy barato y se lo obsequiaba luego... Lo tenía a sólo dos minutos en el tiempo, y por la puja mínima de un euro para romper toda distancia con la mujer de sus sueños, por fin. La cual trabajaba en un local vecino al suyo, aunque, hundido en la impotencia de su timidez con las mujeres, para Braulio ella sí vivía en el Caribe…    

 La suerte parecía sonreírle justo ahora, cuando se refugió en el estanco (y eso sí era iluso) tratando de escapar de la punzante y tenaz voz infantil de la que no podía huir en cualquier caso, pues la llevaba y llevaría siempre consigo en su cuerpo y también en su cabeza. Como a la ardiente Candela, a la que amaba en secreto, y cuya seductora estampa que de cuando en cuando se dejaba ver por el estanco con su caminar sinuoso y elegante, animaba a Braulio a seguir viviendo él cada día. Y a continuar moviendo sus pies propios, tan sólo con la latente ilusión de poder vivir con ella en un futuro utópico… Así que no lo pensó más: no entendía por qué el destino (que castigaba con estridencia su oído de repente, de un día para otro) le premiaba al mismo tiempo con aquella fácil oportunidad de ser feliz frente a sus ojos, de forma igualmente arbitraria y caprichosa. Ella le amaría –pensó– por conseguirle aquel sello excepcional, y llegar a contemplarlo y tenerlo en su álbum por un tiempo... Y si después lo revendían a algún coleccionista acaudalado a un alto precio (que sería lo sensato, pues ambos eran gente humilde y eso les supondría un desahogo en sus vidas) podrían incluso casarse y formar una familia… Tendrían muchos hijos hermosamente mulatos –pensó Braulio–. Y sólo el más pequeño fumaría, y ello no antes de cumplir la mayoría de edad, cuando los demás se hubieran emancipado ya y no pudiera intoxicarles… Por supuesto lo haría en pipa estrictamente, supervisado por su madre y en un cuarto de la casa reservado para ello. Y hasta que su hijo (o hija) creciese y dominase su manejo, jugaría con una pipa de juguete, fabricando pompas de jabón con ella...

 Braulio no quiso dejar correr ya ni un segundo, y pulsó (nerviosísimo) el botón de puja, a falta de medio minuto para que concluyese la subasta del sello. Hasta la estentórea voz perversa infantil dejó de hacerse oír en ese lapso, como si la tensión la contagiara a ella también. 

 Su oferta de un mísero euro apareció en la pantalla, entonces. Y tras ella, todas de golpe, otras noventa, provenientes de pujadores profesionales que esperaron hasta el último momento para actuar, la mayoría haciendo uso de un programa informático para automatizar la apuesta… Subieron ellos, así, de manera astronómica la puja final en pocos segundos. Hasta una enorme cifra dineraria final que superaba en diez veces la licencia de su estanco, en caso de que Braulio cometiese la hipotética idiotez (de cualquier forma estéril ya) de intentar vender su medio único de vida y terminar de arruinarse para pagar la dichosa estampita…

 Con la frustración y la derrota de Braulio, que tuvo que renunciar al poderoso sello con el que pretendía romper otro igual de fuerte, volvió el chillido horrible a su oreja, exigiéndole un medidor de radiación gamma… Maldijo doblemente a su torturador perverso, aun a sabiendas de que seguramente no le oía. Pero se calmó de golpe, con la nueva casualidad y la sorpresa de ver entrar por la puerta del estanco precisamente a su amor platónico en persona…  

 No le hizo él mención alguna a la intentona con el sello, habría sido humillante para ambos... En realidad fue Candela la que habló, él solía enmudecer al verla. Saludó a Braulio vivaracha como siempre, con su melodioso acento taíno felicitándole las pascuas. Hablaba rápido y le preguntó por cortesía si él pensaba cenar esa Nochebuena en familia. Braulio mintió diciendo que sí, aunque él vivía (y tenía previsto cenar) en soledad completa. Y ella le dijo que pasaría las fiestas de Navidad con su “papito”, que acababa de llegar desde el caribe a visitarla y se quedaría luego un tiempo en casa... Braulio no se animó a interrogarla a ese respecto pues, además, ella parecía tener prisa. Aunque –muy ingenuamente– se le hizo tierno que su padre (que debía ser ya un hombre mayor) cruzara en solitario el océano solamente con el fin de estar con ella en esas fechas…

 Candela tampoco dio más mecha al estanquero. Y le pidió enseguida un impreso oficial timbrado para hacer un trámite administrativo urgente. Él permitió que ella lo rellenara ahí mismo –aunque no era lo ortodoxo–, usando como mesa el mostrador. Pues Candela le explicó que el plazo establecido ya acababa. Y le quedaba el tiempo justo para entregar el formulario en la ventanilla de la compañía de correos, que también tenía estafeta en el gran centro comercial. Se había ausentado de la peluquería por un rato, aprovechando que a la clienta a la que ella tenía previsto echar mechas (de color, no de mechero) cuando otra compañera le hubiese cortado la melena previamente, le estaban lavando la cabeza todavía, antes del corte… De hecho, Candela llevaba puesta su bata de trabajo. Así que Braulio fue solícito con ella (aunque lo habría sido en cualquier caso) y le facilitó un bolígrafo también. Y gozó luego observándola escribir en el impreso con una caligrafía simple pero firme con su tersa mano sin anillos…  

 Luego ella pago el timbre, le dio las gracias y abandonó el estanco sin esperar el cambio. Deprisa pero sin dejar de mirar un segundo atrás al escaparate, para observar la exclusiva pipa Davidoff con un suspiro… Después del (ahora sí imposible) sello azul, aquella elegante pipa era el mayor capricho de Candela. No tan utópico como la estampita, sin duda (pues la pipa era valiosa, pero tampoco era de oro). Pero sí imposible para ella a causa de la inflexibilidad del propio Braulio, sobre todo... Desde el primer día en que Candela hizo escala como un ferry a vapor en el estanco tras concluir su turno en el salón, cimbreando la afilada carena de sus curvas para comprar una latita de Irish Oak con la que alimentar la chimenea de su vulgar cachimba de cerámica (una de esas muy corrientes, con la pegatina de un paisaje rococó en la cazoleta), se enamoró de la elegante pipa de brezo de Braulio. Y Braulio Brezo dejó claro –cuando ella le preguntó cuánto valía– que se trataba de un recuerdo familiar y símbolo del antiguo negocio al mismo tiempo, de modo que ni había estado ni estaría nunca en venta… Ella se entristeció, pues adoraba aquel objeto. De modo que siguió empeñada en preguntar por la pipa cada vez que tenía que ir por algo al estanco. Y Braulio nunca había cedido. Siempre atrincherado en que la venta era imposible. O bien pidiendo disparatadas cifras irreales si la dominicana se ponía muy pesada rogando que por favor se la vendiera a cualquier precio, aunque a ella le costase un salario mensual comprarla… Le suplicaba, así, repitiendo un mismo argumento. Según el cual una pipa que acumulaba polvo frío en un escaparate en vez de proyectar sus partículas incandescentes en el aire, no era igual de tóxica pero sí de sucia, y además no daba placer ni resultaba útil a nadie.

 Cuando Candela desapareció, rauda, con el papel timbrado ahora, Braulio pensó si no se habría convertido él mismo también en un polvoriento objeto inútil en desuso. Un solterón sin novia y sin familia cumplidos ya los treinta años, y sin un futuro claro malviviendo de un negocio en crisis que en cualquier momento tendría que cerrar... No es que Braulio fuese tan mayor, pero temía quedarse también él en el escaparate como adorno… De modo que, cuando la odiosa voz le taladró el oído y el cerebro una vez más, con la rebuscada exigencia de un condensador electrolítico, Braulio se planteó rendir su intransigencia con la pipa de una vez, por sagrado y simbólico que fuera aquel objeto. Y no vendérsela a Candela sino regalársela directamente, tal como antes había planeado hacer con el sello… 




 No entraron más clientes en toda la mañana. Y Braulio se la pasó rumiando un plan para abordar a la peluquera de sus amores con la pipa de madera –como otros hacían con una sortija de diamantes– y confesarle de una vez sus sentimientos, hincando la rodilla si hacía falta… Pero antes debía vencer su propia timidez para encararse con Candela de una vez por todas... No era cuestión de hacerlo en la misma peluquería cercana: la pillaría trabajando, sería inapropiado. Y además la pondría en evidencia a ella y a sí mismo al hacer eso. Convirtiéndose él de paso en la comidilla del centro comercial, sobre todo si Candela le daba calabazas frente a todos… Se le pasó por la cabeza esperar a que ella volviese a dejarse ver por el estanco –lo hacía con relativa frecuencia–, pero no sabía cuánto tardaría en hacerlo exactamente. Además, quizá volviera a aparecer justo en malas circunstancias: por ejemplo, de mal humor por cualquier causa – podría suceder– aunque su carácter fuese alegre. O teniendo mucha prisa, como acababa de ocurrir ahora. O habiendo más clientes en la tienda (aunque Braulio tenía pocos, y no solían coincidir) que impidiesen una confesión tan íntima…

 Quien no tenía problemas para expresarse abiertamente –a puro grito él, a través del micrófono inyectado en su oído– era el maldito geniecillo tecnológico precoz, que siguió sin darle tregua en el estanco esa mañana hasta que le imitó la megafonía del centro comercial. Anunciando ésta con firmeza a los clientes que culminasen ya sus compras ante el inminente cierre que se prolongaría hasta después del día de Navidad… Braulio ya había tomado una decisión extrema para entonces: entregarle la pipa a ella en su casa justo al día siguiente, el 25 de diciembre, como perfecto regalo navideño. Era un plan muy aventurado aquel, sin duda. Y además, rayano en el acoso. Hasta temerario incluso, pues Braulio no sabía cómo podía reaccionar Candela –y cómo iba a terminar él mismo– si él llamaba al timbre de su casa por sorpresa. Sin haber sido invitado y sin una previa relación más sólida con ella, aparte de la superficial que consistía en ser él únicamente el tímido estanquero que le vendía los sellos y el tabaco, es decir: trocitos de papel pringoso y humo, nada más…

 Pero Braulio se armó de confianza como nunca en su vida. Siempre terminaba por ser valiente si hacía falta. Y hasta fue ingenioso para conseguir la dirección de Candela fácilmente, gracias al impreso que ella rellenó en el mostrador con su pulso fuerte, y que dejó calcada su impronta en el siguiente pliego de la pila… Braulio sólo tuvo que pasar un lapicero sobre la parte del documento oficial en blanco que había que cubrir con los datos personales del solicitante. Y allí estaban todos los de ella –domicilio incluido–, bien legibles en el negativo de su sencilla letra que dibujó el grafito… Se guardó el papel y arrebató luego la elegante pipa Davidoff –estuche incluido– de su altar en el escaparate, y la metió en una bolsita de regalo. Bajó la persiana metálica hasta después de Navidad. Cruzó el semáforo de vuelta y caminó hacia la parada de autobús para ir a casa, escuchando cómo el mocoso insufrible le gritaba en el oído que quería una jaula de Faraday urgentemente… Aunque Braulio sentía la libertad de la aventura, y no el encierro de una jaula, con el amuleto de la pipa en una bolsa y ansioso por usarlo al día siguiente. Así que sí sentía prisa él también, en realidad. Con el anhelo de que pasase el tiempo cuanto antes para poder estar con ella…

 Su solitaria cena de Nochebuena tuvo por toda compañía la vocecilla chillona insufrible del alevín de astronauta, en carne viva en su oreja. Y después no le dejó dormir con sus reclamos insufribles pregrabados, aunque en cualquier caso Braulio habría descansado mal con la ansiedad de la cita inminente…

 Se levantó muy de mañana, nervioso pero con toda la ilusión, tal como era propio en el mismo día de Navidad. Se duchó, desayunó, se vistió lo mejor posible con su única (y sencilla) corbata y una pizca de agua de colonia solamente. Salió a la calle y se encaminó a casa de Candela pipa en mano, muy nervioso escuchando la cansina voz que le exigía un oscilador de cuarzo. Irónicamente, el perenne reclamo chillón le sirvió para centrarse un poco y mantener mejor la calma, distrayéndole de la tensión por el forzado encuentro temerario en el que pensaba arriesgar todo…

 Cuando llegó a la avenida donde vivía ella, vio el portal de su edificio desde la acera de enfrente. Iba a cruzar sin más con la pipa en su bolsita de regalo, armado de valor, dispuesto a llamar al timbre. Pero entonces salió Candela misma del zaguán, acompañando a un anciano renqueante… Braulio se acordó de que ella habló de su “papito” venido de ultramar para acompañarla en esas fiestas… Quizá su padre estaba así de viejo –pensó– aunque ella era muy joven. Pero enseguida comprendió que se trataba de un vecino, al que Candela ayudaba amablemente a superar el peldaño del portal…   

 El anciano siguió luego su lentísimo camino por la acera en solitario, apoyado en un bastón. Y entonces apareció –él sí veloz– el auténtico “papito”: un hombretón cubano lleno de tatuajes y collares, montado en una motocicleta tan ostentosa como él mismo. Candela le saludó eufórica al verle, al parecer haciendo con el vanidoso motorista una excepción en cuanto a su gusto por la simplicidad –que compartía con Braulio– en lo tocante a sus preferencias amorosas, al menos… Se montó a lomos de la moto de su novio venido de ultramar, como un jarro de agua fría más voluminoso que un océano para Braulio, que le habría apagado de golpe el cigarrillo si él fumase. Aunque, en ese caso, lo más probable es que se le hubiese caído antes de los labios… con la bofetada de realidad que sufrió él al asumir, en un segundo, que su amor platónico dominicano prefería un puro cubano antes que su pipa, al parecer –aunque en la República Dominicana se fabricasen también unos habanos excelentes–.  

 Braulio se intentó ocultar detrás de una farola, en un reflejo, cuando apareció el cubano en su corcel de acero. Pero al ponerse el casco para auparse, tan ufana, a la grupa de la motocicleta, Candela miró un segundo hacia la otra acera donde él estaba espiando, por instinto... Braulio estuvo seguro de que llegó a verle allí apostado, y eso volvió su frustración aún más amarga: si ella no le hubiese visto, él se habría guardado en silencio el dolor de su impotencia eternamente (siempre lo había hecho así), conformándose con poderla ver de vez en cuando en su negocio. Pero ahora era probable que ella le esquivase en adelante y no volviese a aparecer por el estanco, por burla hacia su bisoñez de reprimido acosador, o miedo o las dos cosas…   

 Cuando la moto se esfumó con su esperanza a cuestas, dejando tras de sí una estela de humo enfurruñado emitido por el habano metálico de su tubo de escape, Braulio emprendió cabizbajo el regreso a casa, a pie. Para más inri, el odioso monstruito se empeñó en amargarle el calvario más aún, sometiéndole a su particular martirio de exigencias en cascada todo el camino de retorno. Y Braulio le fue contestando a cada requerimiento absurdo a su manera, en plena calle. Entre amargado y furioso a viva voz, sin que el geniecillo repelente pudiera escucharle. Hablando solo, igual que un loco, en plena vía pública, por mero desahogo. Harto de soportar la cantinela caprichosa en un momento personal tan duro, además:     

– ¡Quiero un reóstato cerámico!– Gritó el chiquillo en su oído, a través del minúsculo altavoz.

–Maldito…

– ¡Quiero una inductancia radial!– Insistió con sus demandas.

–Hijo…

– ¡Quiero una prensaestopa poliamida!

–De…

– ¡Quiero un tiristor de doce amperios!

–Satanás…

 Ya una vez en casa, Braulio rumió su amargura y su fracaso hundido en una autocompasión que le llevó, de pronto, a un impulso destructivo. Quiso torturarse a sí mismo para no sentir tanto dolor por culpa de otros. Justo en una pausa en la que el diabólico duendecillo de su oreja –quizás inmerso en la sobremesa navideña familiar– le concedió algo de tregua retirándole temporalmente el suplicio. Acababa él de comer –a solas como siempre– y optó por disfrutar el postre más amargo y más prohibido: cargó bien de tabaco la pipa Davidoff que no había podido entregar a su amor imposible y que no había encendido jamás nadie, en realidad... Y se dispuso a prenderla, para saborear a través de su estrecha boquilla el gusto amargo de la derrota más literalmente… De pronto, ya no odiaba el humo de tabaco tanto como se odiaba a sí mismo. Así que decidió aspirar la pipa tóxica, con la esperanza fantasiosa de convertirse en humo él en persona y desaparecer del mundo… Pero algo hizo mal al llenar el cuenco de madera –quizá le entorpeció su abatimiento– porque la pipa no ardía bien y él no aspiraba nada en ella… Se la quitó de la boca y acercó la cazoleta a los ojos, para inspeccionarla mejor. Y entonces vio que, en su pequeño hueco, apenas si ardía una leve brasa, que terminó de apagar él mismo con sus lágrimas…

                                                                                     *   *   *

 Y así terminó el año Braulio Brezo, sumido en la soledad y la tristeza. Y con la enervante voz perenne en su oído, que ni siquiera pudieron solapar las ruidosas tracas de Año Nuevo. Aunque él había albergado la esperanza de que el ensañamiento auditivo se esfumase con las fiestas navideñas. Pero no fue así, ni lo sería en los años y décadas siguientes... Y en aquella primera semana de Enero, Braulio pudo acudir a su doctor habitual por fin. Aunque, como se temía, el médico le hizo poco caso… Le costó horrores animarse a confesarle que escuchaba en su oreja la voz del chiquillo que, por simple azar, se mantuvo en silencio durante toda la entrevista con el médico. Sí que le escuchó gritar en la sala de espera previamente, exigiéndole un voltímetro digital… Como Braulio sospechaba, el médico achacó el fenómeno auditivo a un trastorno sicológico. Pero le tranquilizó al respecto, explicándole que lo de escuchar voces era algo más común de lo que la gente se pensaba, y que una de cada cuatro personas experimentaba algo parecido en algún momento de su vida. Añadió que aquello no era necesariamente un síntoma esquizoide en sí mismo, como solía creerse erróneamente. Podía deberse –dijo el doctor– a algún trauma emocional del pasado, por ejemplo... Y, eso sí, resultaba habitual que lo sufriesen personas solitarias como Braulio mismo. Así que le animó a que socializase más y procurara distraerse… Braulio agradeció el consejo, pero insistió al doctor en que su único trauma era presente, y no pretérito. Y en que aquella maldita voz le volvía chiflado de veras, aunque él no lo estuviese en un sentido médico estricto… Y tanto le insistió Braulio al doctor subrayándole que, en su opinión, habían metido algún tipo de artefacto tecnológico en su oído (el cual, además de emitir gritos ensordecedores, le causaba un dolor agudo insufrible), que el médico sospechó que quizá su ermitaño paciente –voces mentales y aislamiento social aparte– podría tener algún tipo de cuerpo extraño en su órgano auditivo, el cual quizás había generado una infección causante del malestar físico del que se quejaba el estanquero… Le exploró él mismo el oído por si acaso, de forma superficial usando una linterna, pero no notó nada raro a simple vista. Y aparte, ordenó una radiografía general en la que, para disgusto de Braulio, no apareció nada fuera de lo común en su oído interno: ni un micrófono, ni un insecto, ni cuerpo extraño alguno… quizá debido a que el artefacto que atormentaba a Braulio era demasiado sofisticado y pequeño… o a que, simplemente, los médicos no buscaban nada insólito –sólo una anomalía estándar–, y por eso no pudieron distinguir lo excepcional al hacer pruebas, por paradojas de la ciencia…      

 Braulio tuvo que asumir que no podría librarse nunca de su torturador maldito. Aunque con la resignación llegó la habituación también, y terminó por acostumbrarse –relativamente– a sus  alaridos cíclicos. Tampoco es que le hiciese compañía en su vida solitaria aquella voz chillona demandante, que se dejaba oír cada veinte minutos más o menos. Con la excepción de alguna que otra pausa algo más larga –de varias horas, incluso– cuando el monstruito estaba en la escuela o le absorbía alguna ocupación seria en su día a día, alejándole más tiempo del micrófono… Pero Braulio asumió a la larga aquel castigo infame. Como quien se acostumbra a escuchar a unos vecinos molestos sin posibilidad de cambiarse él de edificio (o en el caso de Braulio, de cabeza).  O a sufrir la marabunta del gentío en la calle en un día de fiesta, que, en su caso, se terminó por hacer mucho más largo que el fasto nupcial de un marajá.

A veces –sólo a veces– Braulio lograba neutralizar la voz nefanda en su conciencia como un yogui, y relajarse razonablemente (por ejemplo, al dormir). Reduciendo, en su mente, la perenne molestia al nivel del zumbido eléctrico de fondo de la nevera en plena noche, por ejemplo... Aunque casi siempre la exigente voz tenaz era un suplicio a todo volumen, imposible de paliar. Que le asaltaba en cualquier espacio, tiempo y situación sin previo aviso, amargándole y alterándole la vida... A veces, para huir en parte del abuso, Braulio acudía a una lavandería pública. Metía su ropa en una lavadora –y en la secadora luego– y trataba de distraerse leyendo allí el periódico. Sentado muy cerca de la batería de máquinas en funcionamiento, aprovechando que su ruido conjunto conseguía solapar un poco el del chillido horrendo... Otras veces se ponía unos auriculares con la música a tope, aunque eso terminaba por aturdirle más aún… En una ocasión, Braulio acudió a una ceremonia religiosa en la iglesia de su barrio. Él nunca iba a misa, y no porque odiase el humo del incienso. No le gustaba su olor, pero tampoco lo consideraba igual de tóxico que el efluvio del tabaco, a fin de cuentas. Aunque Braulio no entendía que en las iglesias y las biblias (y en los templos y libros de otras religiones), no advirtiesen del grave riesgo tóxico del dogma en letras gruesas, como se hacía con el de la nicotina en los paquetes de tabaco… 

 En cualquier caso, él era agnóstico, más bien. Pero decidió entrar en la parroquia en medio de una misa, con la esperanza de encontrar algo de paz allí. Precisamente un día en el que el mocoso abyecto fue especialmente obstinado en su afán por reclamarle cosas imposibles taladrándole sin compasión la oreja. En pleno sermón del cura, el niñato odioso, cuando parecía haberle dado tregua a Braulio al fin –como si, de alguna forma, hubiese decidido respetar aquel espacio sagrado–, le gritó en el oído una vez más, con toda su energía reprimida hasta entonces. Exigiéndole un sismógrafo de banda ancha, con un volumen sonoro que habría causado un terremoto, de hecho, en esa iglesia, destruyendo sus vidrieras si hubiese sido oído por todos los presentes retumbando bajo la bóveda arquitectónica del templo. En vez de sonar en exclusiva –tal como ocurrió– en el íntimo interior de la otra bóveda de la oreja de Braulio, quien perdió el control de pronto, sin poder aguantar más. Justo cuando el cura aleccionaba a los feligreses sobre los beneficios del silencio discreto y la templanza. Momento en el que el estanquero emitió, fuera de sí, un alarido propio en respuesta al del tirano infantil que sólo él podía oír, e igual de fuerte –o incluso más– que el de su verdugo. El cual repercutió –este sí– en todo el edificio, dejando espantada a la feligresía y mudo al cura: «¡¡Cierra ya tu puto hocico, maldito hijo del demonio!!» –Gritó Braulio por un impulso irracional y con la voz desencajada, interrumpiendo al impactado sacerdote sin medir las consecuencias. Un minuto antes de ser expulsado del templo sin miramientos por los escandalizados devotos, no sin cierta razón por parte de ellos dada la ambigüedad del escenario… Huelga decir que Braulio no volvió a la iglesia nunca. Y si ya estaba aislado de la sociedad de su barrio, eso terminó de marginarle por completo entre sus mojigatos vecinos... Aunque por fortuna, aparte del sueño idílico de la “candela” que prefería arder abrazada al bruñido candelabro de los fuertes brazos de un cubano antes que aferrarse a su delgada pipa, a Braulio todavía le quedaba el bar de Arcadio: el único refugio en la ciudad libre de humos y también de ruido al mismo tiempo.

 No es que Arcadio fuese su amigo estrictamente –solo le servía los cafés que preparaba en una silenciosa cafetera de cápsulas, y le daba algo de charla– pero era lo más parecido a eso que tenía el estanquero. Y en el fondo compartían ambos cierto tipo de caprichoso ostracismo que la gente consideraba –más llanamente– una rareza. Braulio regentaba un estanco y vendía en él tabaco, aunque odiaba el humo. Y Arcadio era el dueño de una tasca de barrio y ­–aparte de no dejar fumar por ley en ella– detestaba de forma personal el ruido, sobre todas las cosas:

«Si enchufase la tragaperras –solía decir él, pues tenía una de adorno– ganaría más dinero a cambio de soportar su barahúnda. Y sacaría más aún si pusiese el sonido de la tele en los partidos de fútbol: este es un local muy céntrico y se llenaría de forofos los domingos... Pero la tranquilidad no tiene precio. Y si alguien protesta porque mi local le aburre, pues que pase de largo, hay bares a miles. Yo me apaño con el mío bien para ir viviendo…»

 Lo que sí le atraía a Arcadio un público fiel (pero discreto) era su pintoresca costumbre de comentar con locuacidad chusca –aunque sin gritos ni estridencias– lo que salía en la pantalla del receptor televisivo con el volumen apagado, inventándolo él por completo o intuyéndolo. Todo empezó un día en el que no encontraba el mando a distancia, y se le ocurrió encender la pantalla colocada en una alta repisa (sin subirle el volumen, por supuesto), recurriendo a un palo largo para ello. Cuando la prendió por ese método precario, se le vino a la cabeza improvisar un comentario acerca de una conocida actriz que él detestaba. Y que estaba siendo entrevistada en la imagen por un no menos conocido periodista de farándula, que a él le caía peor aún, pues le parecía un narcisista y él odiaba eso... El intercambio entre ambos personajes no se oía en absoluto, pero Arcadio se inventó el diálogo. Señalando con el palo al uno y a la otra según iban moviendo los labios, y añadiendo él una sarcástica glosa improvisada truculenta, como si fuese un antiguo coplista de ciego… Los presentes en la tasca se echaron a reír, y hasta obtuvo algún sincero aplauso. Y aunque eso le dio ánimos a Arcadio para seguir deleitando a sus clientes con alguna que otra improvisación más de vez en cuando, procuró contenerse en lo posible en el futuro y dosificar esos teatrillos. Por miedo a que los aplausos se multiplicaran de verdad, fomentando al mismo tiempo el ruido en su local (cosa siempre indeseable) y también una celebridad personal que él no buscaba…

 Un día de carnaval hacía algunos años, estando Braulio allí presente en la barra del bar, Arcadio le dejó bien claro al estanquero (aún no se conocían ambos bien) hasta dónde llegaba su intolerancia con el ruido. No dejaba entrar a nadie con disfraz en su taberna, aunque absurdamente sí había decidido abrirla al público justo en esa fiesta. Pues era obvio que las máscaras desinhibían a la gente, provocando que esta fuese más propensa al alboroto, y Arcadio se empeñó en combatir eso... No todos iban disfrazados por la céntrica avenida, claro. Así que tampoco le faltaron los clientes. Como el propio Braulio Brezo, que iba él de paisano, aunque quizá si le habrá cuadrado bien un tópico disfraz de Sherlock Holmes sujetando una pipa… Lo que no habría podido deducir Braulio –ni siquiera de esa guisa de sabueso– fue la inflexible (e incluso cruel) actitud del dueño del local. Cuando este vio asomarse tímidamente a la puerta a un muchacho joven vestido de payaso, con camisa a rayas y la cara pintada de blanco:

 « ¡A hacer ruido, a la calle! ¡Largo de aquí!» –gritó, intransigente, Arcadio, sin dejarle entrar siquiera. El pobre chico se encogió de hombros sin decir palabra. Y sonrió a todos los presentes con tristeza, antes de poner el pie fuera de nuevo.       

«Pero hombre, Arcadio ¡que era un mimo!» –Le regañó Braulio en vano, pues el hostelero (no tan visual él como auditivo) no sabía distinguir bien entre disfraces.

 Más allá de sus manías, Arcadio –como buen dueño de un bar– llevaba dentro un filósofo. Y si estaba inspirado y le daba cuerda alguien, sabía razonar muy bien el motivo oculto de su visceral grima hacia el ruido:

 «Yo crecí en una aldea –le gustaba decir– escuchando el trino suave de los pájaros, el viento en las espigas… y sobre todo el silencio. Dicen que la voz de las sirenas es lo peligroso, que hay que taparse los oídos para que no te empujen al abismo marino… pero el verdadero riesgo es el silencio, pues ese te puede arrastrar al fondo de ti mismo, y eso sí es mortal si no logras manejarlo bien. Por eso la gente hace tanto ruido: para no escuchar su voz interna, y tener que sucumbir entonces al vacío si descubre que esa voz, en realidad, no dice nada… De ahí que algunos se suiciden, porque no soportan el silencio en su cabeza. Otros, en cambio, arman alboroto, para escapar de su hueco interior y de ese vértigo angustioso. El silencio es un abismo amenazante, sí, pero hay que sentarse en su borde y no temerlo. Pues solamente en la morada del silencio (o en su cercanía) fluye el pensamiento bien. Ya que, hasta el poco silencio que escuchamos, suena demasiado fuerte casi siempre, como el de los funerales…o el del odio. Y cuanto más intenso lo sentimos, más nos miente. Por eso los megáfonos tienen forma de embudo: no para que la voz se escuche más, sino para que se oiga solamente lo que interesa a los que gritan…»

» Si supiésemos escuchar bien el silencio, amigo Braulio –Le decía Arcadio al estanquero algunas veces– créeme que hasta la voz más débil, hasta el menor susurro, nos parecería un alarido»





  Arcadio le repitió eso mismo a Braulio en su bar justo el último día del mes de Enero. Cinco semanas después de su trabajo eventual de Santa Claus, cuando el infame retaco le inyectó el micrófono en la oreja con su pistola de astronauta… Y la tortura auditiva persistía aún –y se prolongaría décadas–, a la vez que el negocio del estanco crecía en pérdidas hasta volverse insostenible... Pero un acontecimiento inesperado mejoró las cosas, trayendo a Braulio un bálsamo pasajero para su soledad y definitivo para sus problemas económicos. Estaba en el estanco una mañana tratando de cuadrar las cuentas sin haber tenido ni un cliente, cuando apareció el que él menos se esperaba, un mes después de la vez última… Candela le impidió emitir sonido alguno, como siempre. Anticipándose con una actitud impersonal y esquiva esa vez, pero sin aire alguno de rencor…

 Le pidió ella un impreso timbrado oficial, igual que un mes atrás. Se fue aparte a rellenarlo, en un rincón del mostrador. Braulio, avergonzado y tenso sin saber lo que decir o hacer –seguía él teniendo claro que ella le había pillado espiándola en su día, frente a su propia casa– la vigiló también ahora de soslayo, fingiendo concentrarse él en sus cuentas. Le extraño que ella rellenase el documento demasiado deprisa, y de manera descuidada y azarosa en apariencia. Para rematar lo absurdo, ella pagó y, consciente de que Braulio la espiaba al salir (como también lo fue aquella vez frente al portal), hizo una tosca bola con el papel timbrado que acababa de pagar tras haberlo cubierto abruptamente, y se lo guardó en la manga como si fuera un pañuelo. Por no tirarlo al piso y, sobre todo, con la intención de que él la viera desecharlo y convertirlo (con ese extraño gesto) en algo tan inútil como –en teoría– su presencia en el estanco. Y antes de dar la espalda y “esfumarse” –palabra que no gustaba nada a Braulio, pues sonaba a humo y abandono al mismo tiempo–, Candela miró esta vez al estanquero, suspirando en el último segundo. A él en carne propia, y no a la pipa familiar del escaparate como hacía siempre, tal que si hubiera cambiado el objetivo de su anhelo ahora... Con un brillo enigmático en sus ojos al hacerlo, pero también con un claro aire de súplica en ellos. Luego Candela desapareció veloz como la luz a la que –igual que al fuego– hacía alusión también su nombre.

 Cuando ella se hubo ido, Braulio seguía tan confundido y nervioso que tardó en reaccionar y hacer lo más lógico. Se acercó a la pila de impresos y “difuminó” (palabra también con raíz de humo, pero de uno suave como el de un palito perfumado) la punta de un lápiz sobre el primer pliego del montón. Ella había calcado adrede al escribir, para que él tuviese que desvelar el enigma y ganar tiempo en la huida. Pero dejándole bien claro con ello, de paso, que no sólo sabía que Braulio la había estado espiando frente a casa un mes atrás. Sino que había deducido también su astuto método concreto para enterarse de sus señas. Del cual ella ideó hacer uso ahora igualmente, con timidez y picardía al mismo tiempo.   

 Lo que el lápiz frotado dejó ver fue una frase breve, justo en el espacio del impreso reservado para las reclamaciones: “Escupió en mi llama”. Y Braulio dedujo en un instante que aquella era la forma que Candela tenía de decir que su novio cubano le había roto el corazón… De paso, Braulio entendió aquello como una petición desesperada de consuelo. O así lo creyó ver, con el refuerzo añadido de la mirada desolada de Candela justo antes de hacer mutis… No es que a Braulio le hiciese tampoco una ilusión enorme que su idealizado amor platónico le quisiera de pañuelo nada más, y de segundo plato encima. Pero no dejaba de ser una ocasión óptima para romper con ella el hielo. Y además también pesaba el afán de desahogo de su instinto básico... Así que, en cuanto cerró el estanco, volvió a casa escuchando a su verdugo exigirle uno tras otro los componentes necesarios para construir el espectrómetro de un satélite… Braulio mismo volaba más allá de la exosfera en su cabeza, siguiendo el rastro del meteoro de Candela. Y una vez que aterrizó en casa, meditó la forma adecuada de abordarla a ella sin caer en picado y estrellarse igual que la vez última… Aunque terminó pensando que lo mejor era no calcular tanto, y tirarse sin miedo pero con paracaídas: la otra vez se lanzó a ciegas del todo, pero ahora le animó un guiño evidente…  Así que se volvió a poner su única corbata y se presentó esa misma tarde en casa de Candela. Lo tenía todo para triunfar allí por fin: la convicción y el sentimiento. Y hasta la sutil aprobación de ella para plantarse él en su hogar sin más preámbulos. Solo que esta vez –cosas de la precipitación y de los nervios– a Braulio se le olvidó llevar la pipa…      

 Ella le recibió bien y no le importó la ausencia del regalo que, en todo caso, no esperaba. Y como Braulio sí supo prever, se dedicó toda la visita a echar pestes de su novio cubano, que la había venido a ver en Navidad con la excusa de buscar un trabajo temporal cerca de ella, como paso previo para establecerse del todo y vivir juntos. Pero al final, solo había sido una estrategia para sacarle dinero y burlarse de ella –según Candela le explicó muy melodramática–, antes de regresar tan pancho a su país dejándola tirada… Candela no hablaba muy claro tampoco, pero Braulio dedujo que la crisis de pareja sí era seria. Y cuando ella se calmó algo y dejó la llantina, Braulio le contó sus propios problemas con el estanco en crisis… Y eso fue todo. Tomaron un café y luego se subieron al mismo autobús, para afrontar el turno de tarde en el centro comercial: él en el estanco y ella en la peluquería. Quedaron para pasar el día siguiente entero juntos. Era domingo y lo disfrutaron al máximo. Comieron en un kebab, fueron al cine y finalmente, cuando él la invitó a su propia casa, Candela le demostró a Braulio allí mismo –y eso que supuestamente él era el experto– cómo se debía emplear la pipa que esta vez él no olvidó obsequiarle. Y de hecho Braulio quedó muy impactado con la destreza de Candela a la hora de usar la pipa de él haciendo que ardiese bien pese a estar húmeda. Y sobre todo con su insólita pericia –que él nunca hubiera imaginado– para gozar en sí misma el instrumento (una vez ya suyo y bien cargado), consiguiendo absorber y expulsar humo del mismo usando para ello su segunda boca…

 Ella fumó después de haber fumado, relajadamente. Y a Braulio, no menos satisfecho, pareció no importarle el humo de ella en absoluto, cuando él logró fumar después de mucho tiempo… El geniecillo del micrófono minúsculo apenas estorbó el encuentro un par de veces, con el único efecto de aumentar algo los gritos. Y Braulio casi le perdonó sus insufribles molestias esa vez. Aunque el maldito no tardó en recordarle bien quién era, cuando multiplicó sus agresiones durante toda la semana, hasta el siguiente domingo en el que los amantes (del tabaco) volvieron a reunirse para aspirar el cálido elixir, en casa de ella esta vez… Y así estuvieron Candela y Braulio un mes entero, de nido en nido probando toda clase de mixturas. Aunque la mejor era la de ella misma, Candela, sin dudarlo: su fragante piel de burley que olía a madera y chocolate al mismo tiempo. Y en cuyo contacto la pipa que tan amablemente le obsequió su amante, adquirió un lustre distinto. Y, lo mismo que a su antiguo dueño Braulio y su piel propia –por no hablar de su más íntimo instrumento–, también se le adhirió a la pipa Davidoff un nuevo aroma más vívido y más denso, del que jamás se llegaría a desprender.        

 Pero al final el viento arrastró el humo que no logró apagar la lluvia de unas lágrimas… Una mañana Braulio trabajaba en la trastienda del estanco en grave crisis, muy absorto inventariando el almacén pensando ya en cerrar. Creyó escuchar el sonido de un papel al arrugarse, y después los suaves pasos de un cliente haciendo mutis –cosa rara, pues allí ya no entraba un alma–. Se asomó con parsimonia él y no había nadie ya. Solo la elegante pipa Davidoff dentro de su estuche, coronando una pila de impresos en un rincón del mostrador. Braulio raspó, intrigado, el primer timbre oficial con un lápiz, justo en un recuadro amplio reservado para las sugerencias. Y leyó en él lo siguiente:

      «Donde hubo fuego, quedan brasas, dicen.
      Pero yo no soy brasa: soy Candela, y sigo ardiendo.
      Devuelve la pipa a su lugar, papito. Yo volveré al mío.
     Te ayudará, créeme. Ahora tiene mi embrujo».

 Braulio dedujo al instante que el sutil aroma de un habano seguía atrayendo a Candela desde el otro lado del océano, y había decidido cruzarlo ella en pos de él, perdonándole sus faltas... De hecho, Braulio ya nunca volvió a verla. Y esa soledad le dejó triste sin duda. Pero aliviado también, al mismo tiempo. Pues Braulio amaba la sencillez antes que nada, y una relación de pareja nunca es algo simple… No obstante la presencia de Candela –incluso ausente– era adictiva, igual que un cigarrillo. Sobre todo una vez que uno había tenido la suerte de probarla en sus labios… A Braulio le encenagaba el alma el alquitrán de la ausencia, sí, pero terminó por superar eso. Con doliente resignación, como hacía con la presencia perenne en su oreja. Y al devolver a su sitio en el escaparate la pipa que ella había limpiado bien antes de entregársela, Braulio notó en ella, pese a estar vacía e impoluta, el intenso aroma del burley tostado al fuego de Candela –el cual también impregnaba la piel de él con persistencia, por más que se duchase–.

 Y no sólo Braulio advirtió el envolvente efluvio de esa fragancia en la pipa. Pues en adelante los curiosos se fueron acercando al escaparate del estanco en un buen número –sobre todo los hombres– sin saber muy bien por qué. Como atraídos por el influjo de la pipa expuesta, de algún modo. Y muchos entraron luego dentro a comprar tabaco, en adelante, narcotizados al parecer por una repentina adicción a aquel aroma… Tanto fue así que Braulio se recobró enseguida de las pérdidas con la nueva clientela inesperada. Y no es que le gustase crear adictos a su propia mercancía. Pero igualmente todos los fumadores que acudían a su estanco a husmear ahora la esencia de Candela allí, estaban enganchados ya a la nicotina previamente, más allá de un (limpio) aroma concreto. Y no había diferencia si le compraban el tabaco a él o a otro estanquero (salvo en su cuenta personal de ingresos, claro).

                                                                                 *   *   *

 En pocos meses el estanco de Braulio volvió a ser un negocio boyante, incluso, congregando en exclusiva de forma gradual a todos los fumadores del distrito... Y eso no le volvió rico, pero Braulio pudo vivir holgadamente en el futuro sin más preocupaciones económicas. Hasta que se jubiló de forma voluntaria y cerró definitivamente el establecimiento familiar que ya no pudo heredar nadie, pues Braulio nunca tuvo hijos.

 Mucho antes de eso y a la vez que crecía su negocio, fue haciendo lo propio el diablillo humano atrincherado en su oreja. Pasó al final un año completo desde su desencuentro con Braulio, cuando el estanquero se vio forzado a ejercer como Papa Noel para ganarse un sobresueldo. Pero ya no precisaba hacer eso ahora, gracias a que su estanco terminó esquivando la bancarrota con holgura. Debido al poderoso efluvio caribeño de Candela impregnado en una pipa que ya no volvió a abandonar jamás el escaparate del deseo… como Braulio mismo, quien se quedó soltero siempre, aunque se permitió algún que otro escarceo.


 Y de nuevo en víspera de Navidad, el alevín de ingeniero aeroespacial –que no cesó de atormentar a Braulio Brezo un solo día en esos doce meses con sus reclamos rebuscados– dejó escuchar su voz en lo más profundo del castigado oído del solterón estanquero. Y por vez primera lo hizo sin el chillido de un reclamo escueto (aunque punzante) como tal, en un principio.  Sino como un paréntesis en forma de inquietante declaración de intenciones, en un tono de voz más atemperado. Antes de continuar, eso sí, día tras día, mes tras mes y año tras año torturando a Braulio con sus chillidos exigentes de siempre. Durante décadas incluso, hasta que éste fue ya viejo y bajó definitivamente la persiana de metal de su negocio. Una vez que hubo rescatado del escaparate de cristal –para guardarla de recuerdo– la misma pipa familiar que, al contrario que Braulio en persona, no perdió un ápice de su bruñido brillo ni su aroma en todo ese largo tiempo…
  
«Escucha –Le dijo a Braulio en la oreja la fría voz infantil, un año exacto después de haberla tenido que sufrir por vez primera–: no sé quién eres, ni tu nombre, ni dónde vives ni a qué te dedicas realmente. Pero ahora sé que no puedes ser Papá Noel… de todos modos, me seguiré divirtiendo a tu costa mientras viva, no lo dudes. O al menos, hasta que me consigas todo lo que pido» –sentenció con una cruel serenidad. Y culminó con el alarido de un enésimo reclamo tecnológico, tan sólo un minuto después de haber dictado su condena. Y ello cuando Braulio –que se había tomado muy en serio la advertencia– pensaba ya que, de lo malo, se había librado de quedarse sordo hasta el próximo ciclo de veinte minutos: « ¡Quiero un contador Geiger!» –Le espetó a traición su torturador abominable, poniendo toda su fuerza pulmonar en ello. Dejándole un zumbido de fondo en el oído a Braulio similar al que producía el aparato que le solicitaba, y que al infortunado estanquero le duró los diecinueve minutos siguientes hasta una nueva agresión auditiva... 
    
 Ahora que su economía iba mejor, Braulio había acudido a varios médicos de pago, con la última esperanza de que alguno de ellos solucionase su problema ya que no lo había hecho el del seguro. Pero ningún experto otorrino logró hallar cuerpo extraño alguno en su oído, ni por medio de las más sofisticadas pruebas, y le remitieron todos a un sicólogo… Así que Braulio se resignó definitivamente a ser la víctima fácil del tirano infantil que había dejado bien claro que jamás le daría tregua. A veces, Braulio se rendía y le hablaba a su torturador en plena desesperación, rogándole tiempo para conseguir el sofisticado instrumental que él le pedía –y que ni sabía cómo conseguir o pagar, en realidad–. Pero eso más bien era un desahogo de él hablando solo, pues desde el principio Braulio había tenido bien claro que el chiquillo no podía oírle. Aunque bien podría haberle inyectado un micrófono, lo mismo que le puso un altavoz. Pero probablemente el monstruito evitó eso para hacer más sofisticada la tortura (razonaba Braulio), añadiendo a la distancia física entre ambos también la emocional, para crear así un muro infranqueable…   

 Eso llevaba a Braulio a pensar en los creyentes de las diversas religiones. Condenados estos como él a no poder obedecer mil exigencias morales imposibles de sus dioses y, para colmo, sin acceso alguno a quien se las trataba de imponer que les permitiera hacerse oír por él y negociar de alguna forma su destino… Y quizá ese era también otro motivo por el que el astuto diosecillo científico infantil escarmentado, no le había dado a él la opción de defenderse con palabras: para no tener que sufrir él, en contrapartida, las estériles súplicas y promesas de Braulio. Muy capacitado este para hablar con retórica sensatez de cualquier cosa, como persona mayor que era. Pero también tan limitado como todos los adultos a la hora de plasmar en hechos sus palabras…  

 Aunque el científico precoz de la pistola de astronauta acabó por convertirse en paradójico adulto él también, con el correr del tiempo. Sin dejar por ello de pedir a Braulio cosas imposibles con su boca puesta en un micrófono. A sabiendas de que Braulio (que ni era un Papa Noel ni un genio de la lámpara tampoco) nunca habría podido conseguírselas, incluso en caso de que él mismo le hubiese dado al pobre estanquero la opción de contactar de una manera más directa (y más humana) en cualquier parte y hablar ambos de eso... Lo único que cambió a oídos de Braulio en la torturante voz maldita del micrófono, fue el tono: se fue haciendo más grave con los años –por natural evolución biológica del niño– y algo más serena también. Las peticiones meramente retóricas –que, a la larga, según fue creciendo el demandante, ya no esperaban ser cumplidas de verdad– siguieron siendo tecnológicas en su mayoría. Pero, según iba madurando quien las formulaba únicamente para divertirse importunando al estanquero, se volvían algo más cabales. Y a veces incluían demandas emocionales, incluso. Más difíciles aún de saciar estas que las relacionadas con la actividad científica…

El mismo día en el que el monstruito cumplió los quince años, casi hizo estallar la cabeza de Braulio con su manera particular de celebrar esa efeméride:

¡Quiero un amplificador nuevo! –Gritó con fuerza, pero no de forma tan radicalmente ensordecedora como el estridente riff de heavy metal que hizo sonar acto seguido en su guitarra eléctrica. A través del supuesto bafle viejo para el que exigía un remplazo, que pegó antes al micrófono con el ánimo nefando (al parecer) de taladrar el tímpano de Braulio de una vez por todas, sumando el golpe acústico al agudísimo acople que se produjo de rebote… Fracasó en su hipotético intento destructivo, pero marcó a su víctima con la impronta de un molesto zumbido que se prolongó durante horas, sumado a un severo dolor de cabeza igual de largo. Aunque Braulio hubiera agradecido de verdad que el ya adolescente engendro del demonio le hubiese dejado sordo definitivamente. Para descansar por fin de él y no tener que soportar ya ni un día más su irritante voz en el oído…   

 No logró Braulio eso tampoco. Y según el violento emulador de Eddie Van Halen iba cumpliendo años y décadas, Braulio pudo ser testigo en cierto modo (a su pesar) de su progresiva evolución biográfica, según la iba intuyendo. Cuando el cargante cafre superdotado tecnológico fue a la universidad, se llevó consigo a su cuarto de estudiante el sistema portátil de transmisión inalámbrica de voz con el que torturaba cada día a Braulio –en realidad, lo acarreaba con él siempre en todos sus traslados–. A veces, algún que otro compañero de residencia estudiantil se colaba ante el micrófono y molestaba a Braulio con obscenidades o insultos gratuitos… En una ocasión, cuando su verdugo ya debía estar cerca de obtener la licenciatura como ingeniero aeronáutico, Braulio pasó una noche entera en vela soportando los sobeteos, gemidos y jadeos de sus escarceos sexuales con una compañera de estudios. Y ello debido a que el rifirrafe pasional de ambos activó por accidente el micrófono, justo un día en que el don juan aspirante a explorador marciano había planeado no encenderlo –aunque por intimidad propia y no por altruismo– dándole a Braulio un respiro… Y aquello, además de perturbarle el descanso, despertó también en Braulio las brasas de su deseo dormido, sin tener él ya una “candela” a mano –salvo la de su mano– que los pudiese convertir en una llama…

 « ¡Quiero otra beca de investigación! ¡Esta no cubre una mierda!» –Escuchó un día Braulio, poco después del escarceo. Y esa misma exigencia (muy lejos de la atribución del estanquero y de su economía de ciudadano medio, como casi todas las que recibía) se repitió bastante en los siguientes meses. Hasta que al superdotado estudioso pareció irle mejor, tal como se fue trasluciendo en adelante en el tono jovialmente optimista de los reclamos con los que se divertía a su costa, atormentándole con cualquier excusa…

 Cuando el geniecillo embrión de aventurero aeroespacial ya debía ser un científico profesional de veras, convertido en todo un hombre superada su treintena, Braulio (que ya era él un cincuentón a esas alturas) se tomaba relajadamente un café tibio en el bar sin ruido de Arcadio (cuya edad propia era poco más joven que la del estanquero). En el noticiero que mostraba el televisor y durante una transmisión en vivo (con el volumen quitado como siempre), se veía la muda imagen de un sofisticado y carísimo cohete tripulado en su torre de lanzamiento. El cual (visto por fuera, al menos) tenía el aspecto de un vulgar cigarro inmenso prendido en su punta, en realidad. La enorme nave cilíndrica despegaba en completo silencio en la pantalla, envuelta en una densa humareda por la ignición del combustible (y no la del tabaco) que la hizo desaparecer del todo durante unos instantes... Más que fruto de una racional tecnología, aquello parecía magia, como bien subrayó Arcadio. Pues una vez que se fue el humo de la torre, el cohete ya no estaba ahí… Lo que no desapareció esa vez (ni lo había hecho antes jamás, una vez cumplidas ya más de dos décadas y superado ya, así, el ecuador del dilatadísimo suplicio forzoso contra Braulio) fue el sonido maldito que colonizó su oreja. Y esta vez Braulio, de forma simultánea y paralela a la silente imagen del cohete en la pantalla del bar, no escuchó una voz humana en su órgano auditivo, sino el profundo estruendo vibratorio del propio despegue de la astronave, que el televisor sin audio negaba a su otro oído. Él atribuyó de forma errónea aquel fenómeno acústico asimétrico a que, seguramente, su diario torturador acústico debía estar viendo en la televisión lo mismo que él cuando activó el micrófono (todo el planeta lo hacía en ese instante, en realidad, pues se trataba de un acontecimiento histórico). Así que Braulio razonó que, con su malicia habitual, el troll sonoro había tenido la ocurrencia de subir hasta el mayor tope posible el volumen de su receptor televisivo, para torturarle a él con ese estrépito (de forma inversa a lo que Arcadio hacía con su propia pantalla del bar, dejándola en total silencio él).

 Pero Braulio ignoraba (aunque su teoría era plausible) que el embrión de astronauta había eclosionado finalmente de forma tan subrepticia para él, que no tuvo la intuición de atar los cabos que enlazaban lo que pasaba dentro de su cabeza (o de su oreja) con el mundo externo… De modo que el sonido que percibió de su verdugo no era el de un televisor como él creía. Sino el del propio cohete espacial dentro del cual viajaba éste en persona rumbo a Marte, cumpliendo al fin con su heroica ambición de niño…      






 Y ni siquiera en ese larguísimo trayecto entre dos planetas distantes entre sí casi sesenta millones de kilómetros en su posición de perihelio (la más corta), y durante una expedición que terminó por prolongarse tres años finalmente (entre la ida, la estancia breve en el destino para hacer experimentos y tomar muestras, y la vuelta a casa), dejó el estanquero Braulio de sufrir la penitencia perenne auditiva con sus reclamos imposibles... Si acaso se volvió algo más irregular dicho castigo, con periodos de enigmático silencio que, como mucho, se llegaban a prolongar dos o tres días, dejándole un respiro a Braulio al menos. Una vez, a cuatro meses exactos del despegue del cohete, la voz habló al oído de Braulio en un tono humilde y cordial por vez primera. Como si a quien la emitía le empezasen a dominar el miedo y la nostalgia, flotando en tierra de nadie en el gélido vacío sideral en pleno viaje de ida todavía. Aunque Braulio ni siquiera sospechaba dónde se encontraba realmente quien, de forma excepcional, se dirigió a él con sutileza:
  
«No sé si sigues escuchándome, estoy lejos –dijo en tono quedo, como ahorrando energía– aunque rediseñé el sistema de emisión para que continúe activo hasta en la mayor distancia, si es que el receptor funciona aún» –explicó. Y añadió su petición enésima, con un acento lúgubre–: «quiero volver a casa vivo».

  Braulio no supo comprender bien esa súplica. Pues, en su inopia de hombre sencillo y provinciano, seguía él sin relacionar al antiguo y voluntarioso (en un sentido doble) monstruito de diez años y su pistola de juguete (el cual soñaba antaño con ser un astronauta auténtico, como tantos otros niños), con el genuino explorador espacial adulto en el que acabó por convertirse a fin de cuentas. El cual luchaba ahora por sobrevivir a una arriesgadísima aventura y hacer historia al mismo tiempo. Sus comunicaciones empezaron a llegar de forma intermitente a Braulio pero con un patrón continuo, como las caladas a un habano. Sin que Braulio, a quien sólo preocupaba no sufrirlas, se molestase en razonar por qué… Y al año justo de su partida envuelta en humo en un cohete, la voz sonó muy transparente en cambio en la oreja del estanquero. Preñada de contenida emoción al dirigirse a su víctima con una abierta empatía desde la cabina de la nave:

 «Es hermoso lo que estoy viendo ahora mismo –dijo–. Muy hermoso. Ojalá pudieras verlo tú también»– 

 Fueron las palabras exactas, que Braulio le volvió a escuchar dirigirle de nuevo pocos años después, repetidas entonces de manera literal (hasta en el sincero sentimiento) en un contexto diferente. Cuando el héroe astronáutico que culminó su hazaña legendaria sano y salvo y con éxito al final, y regresó en su día al hogar terrestre sin graves contratiempos, se casó después en tierra firme y tuvo por primera vez en brazos a su hijo…    

 Y luego de esa tregua amable, el enemigo mortal del estanquero volvió a la carga con sus alaridos agresivos. Cuando le empezó a pesar la fama por su logro histórico, y Braulio (desconociendo ese motivo) le escuchó gritar más de una vez: «No aguanto más tanta atención, ¡quiero estar solo!». Y sobre todo cuando su convencional obligación de padre y esposo hogareño se le hizo mucho más cuesta arriba al parecer que la sofisticada labor como astronauta en el espacio:

« ¿Cómo demonios se pone este pañal? ¡Quiero una niñera!» –Le martilló a Braulio el oído al gritar eso, cierta vez. Y en adelante notó su voz más tensa progresivamente, como si el estrés y la amargura le hicieran mella de algún modo al padre primerizo. Un día, la voz se puso ante el micrófono para espetarle una exigencia absurda cualquiera de las suyas. Pero algo la interrumpió de golpe:

«Quiero un… –Le empezó a decir a Braulio, cuando una voz femenina airada invadió su espacio al parecer entonces y le cortó en seco, con su exigencia propia sin saber que la escuchaban: ¿Es que nunca vas a hacerme caso a mí ni al niño? ¡Deja ya de estar con tus juguetes todo el día, pareces un crío de diez años, estoy harta! –Le espetó, irónicamente, al viajero estelar que odiaba los juguetes, devolviéndole a la tierra en un segundo–: ¡Quiero el divorcio! –Gritó, como colofón cruel. Y se hizo un mortal silencio de repente, que duró luego algunos días:

«Quiero un abogado. Uno bueno»Escuchó poco después Braulio, cuando la voz rompió el silencio largo sin gritarle, en tono de derrota.

 Y no mucho tiempo después de aquella crisis doméstica, el divorcio del héroe aeroespacial apareció como hecho cierto en el letrero parpadeante de un programa de cotilleos en el televisor mudo de Arcadio. Éste se sonrió con sarcasmo al verlo, y murmuró pensando en alto: «No me extraña que le mandaran al carajo, a ver quién soporta a ese imbécil engreído» –Criticó, así, con dureza, al célebre astronauta, conocido también de forma pública (pese a ser muy admirado como héroe) por su fama de egocéntrico y altivo. Y luego se dirigió al anónimo estanquero cincuentón, que esperaba su café en la barra cabizbajo, ensimismado en su melancolía:

– ¿Puedo hacerte una pregunta personal, Braulio?– Dijo Arcadio al servírselo en una taza de madera, tan silenciosa esta como la cucharilla y el platillo hechos de material idéntico.  

–Sí, claro. Hay confianzaEl otro levantó los ojos, dando el primer sorbo.

– ¿Por qué nunca te casaste?– Fue al grano con el estanquero. Y Braulio no lo pensó mucho:

–Bueno, la verdad es que soy malo reteniendo a las mujeres. Ninguna me ha durado demasiado tiempo. Creo que no sé mantener la llama bien… –Se encogió de hombros con una triste sonrisa. Y, en el espacio oscuro de su alma, brilló el destello de Candela entonces (lejana ella como Marte), minúsculo y sutil como una punta de alfiler… Pero Braulio se recompuso enseguida, y le devolvió a su amigo la pregunta: « ¿Por qué no te casaste tú?» –dijo. Y el otro meditó un momento antes de hablar:

–Bueno –dijo Arcadio al fintú sabes bien que yo odio el ruido. Y yo no soy perfecto, claro. Entiendo que una mujer pueda enojarse conmigo con razón alguna vez, y hasta levantarme algo la voz incluso, aunque odio eso… Ya me ha sucedido antes, son cosas que pasan –explicó–. Pero francamente, casarse ya es mucha presión, creo yo... Lo cierto es que no podría soportar tener a alguien gritándome en la oreja todo el santo día, debe ser horrible eso. No sé si me explico…   
       
–Te entiendo bien. Demasiado bien– Braulio enlazó él sus dos orejas propias en una amplia sonrisa como la del gato de Cheshire, preso de un melancólico sarcasmo irreprimible.

                                                                              
                                                                                    *   *   *      


 Y con el peso amargo de toda la soledad de todos, el tiempo se consumió de forma lenta pero implacable al arder: girando en circular vaivén sobre sí mismo, en parte, pero avanzando también en línea recta, igual que una brasa compacta aunque con regueros azarosos, como sucede con la punta de un largo puro habano al encenderlo. Braulio se retiró y echó el cierre metálico al estanco familiar para siempre un buen día. De golpe y sin pensarlo mucho, para no hacer el dolor más grande. Como quien le da un buen tajo, en seco, a la punta roma del habano de la nostalgia usando un cortapuros... Pero sin que la incesante voz en su oído le diese tregua a Braulio todavía, a punto de cumplirse cuatro décadas desde que decidió invadirle con su clamor perenne. Y para celebrar ese (relativo) descanso de la jubilación, Braulio acudió al bar de Arcadio, quien ya pensaba también en cerrar pronto él su negocio:

Me ha llevado media vida, pero ya entendí por fin por qué me angustia tanto el ruido, Braulio –le confesó su amigo entonces. Estaba equivocado: lo peor no es el ruido que la gente hace con las cosas. Lo peor es el estruendo que sale de las cosas mismas –explicóaunque estén quietas.

»Verás: cuando era crío –continuó– y vivía en el campo, había allí mil cosas: animales, plantas, y aperos de labranza. Pero casi todo estaba al aire libre y te lo encontrabas poco a poco, cuando avanzabas tú mismo a tu ritmo y de veras te hacía falta y aprendías a usarlo. Al final conocías todo por su nombre, en un espacio abierto. Era todo inmutable, previsible y no fallaba. Todo tenía significado allí, además. Y poseía una vida latente más allá de la materia, hasta las piedras –Explicó Arcadio. Y además te hablaba en un susurro, si de verdad querías oírlo. Yo sí lo deseaba y disfrutaba mucho eso. Y me terminé volviendo tan sensible al lenguaje de las cosas simples, que cuando crecí y tuve que venirme a la ciudad para encontrar trabajo (debido a la crisis agrícola), me encontré de pronto encerrado dentro de un avispero infame. Fue como sufrir de golpe un chaparrón violento de voces inconexas, una granizada abusiva y sin alma…»

»Había tantas cosas huecas en esta ciudad (y tan complejamente rebuscadas) hablándome al mismo tiempo desde todos los rincones y en un espacio tan estrecho, que casi me volví loco tratando de escucharlas todas a la vez –explicó Arcadio, haciendo la mímica alusiva de taparse ambos oídos con las manos–. Así que terminé por preferir que no me hablaran. Y me hice inmune a ellas, aunque seguí sintiendo su presión sorda en mi cabeza... y todavía noto ese vacío fuertemente, créeme –subrayó–. Si alguna vez vienes al bar, Braulio, y me encuentras en el suelo muerto y sin rastro de sangre, no creas que sufrí un infarto: será porque me aplastó el silencio»        
   
 Braulio cumplió al final setenta años en pie, a un paso ya de la vejez y sin haber podido él jamás aislarse de la irritante voz que le envolvía sin apenas tregua desde hacía ya cuarenta años. Hasta que un buen día cesó definitivamente. Poco antes de eso, quedó callada como aviso para la incredulidad de Brauliodurante treinta días seguidos, desde finales de Noviembre. Y a Braulio aquel silencio prolongado (que estaba a punto de ser definitivo) casi le aplastó también con su peso ambiguo. No es que echase de menos que le taladrasen el oído, pero aquella brusca paz silente lograda después de tanto tiempo generó en él un vértigo angustioso. Un vacío mortal que le hizo intuir, de paso, la propia decadencia física y emocional de su verdugo. Quien, a juzgar por su jadeante y áspero timbre de voz la única (y ya última) vez que Braulio le escuchó en su oreja después de un mes entero de intrigante ausencia, debía encontrarse gravemente enfermo. Ocurrió justo un 23 de Diciembre, cuarenta años exactos después de la primera vez que se cruzaron sus vidas paralelas en el trono de Papa Noel del centro comercial una ya muy lejana víspera de Nochebuena. El geniecillo precoz de la ficticia pistola de astronauta (que logró convertirse en un heroico explorador espacial de Marte auténtico) tenía entonces diez tiernos años solamente. Y ahora, cuando Braulio era ya casi un anciano, el astronauta retirado y cincuentón enfermo, se dejó oír en su oreja por vez última. Y de forma conciliadora aunque lacónica y muy breve, en un ambiente obvio de hospital que delató el sonido de fondo de un monitor cardiaco: «Feliz Navidad. Eso es todo» Dijo a Braulio, con una voz opaca y levemente jadeante. Y tras eso, cerró para siempre su micrófono… 
    
 La noticia del deceso del célebre astronauta en el noticiero, cubrió la pantalla muda de Arcadio al día siguiente. Ilustrada con una juvenil estampa del finado envuelto en un mono de piloto que le quedaba como un guante. Él se pavoneaba en la imagen dándose aires de importancia, posando muy ufano frente a un caza militar. Llevaba el reluciente casco de aviador bajo el brazo, y sonreía con una fría malicia bajo su flequillo repeinado y perfecto… Braulio miraba aquella relamida escena pensativo, mientras tomaba su café gozando de una paz completa al fin en su cabeza. Aunque sin haber llegado nunca hasta la fecha a relacionar al insigne y laureado héroe nacional ya fallecido con el infame cafre que se empeñó en perturbar su estabilidad emocional y su descanso de una forma absurda y abusiva, durante nada menos que cuarenta años. Con el único y morboso afán al hacer eso (pues Braulio no concebía otro distinto) de divertirse a costa suya solamente:

 –Míralo: muy insigne y meritorio y todo eso –dijo Arcadio, con los ojos él también en la pantalla–. Pero el tío era un cabrón pagado de sí mismo, no hay más que verle: un egocéntrico. Ni  la familia lo aguantaba. Su único hijo no le dirigía la palabra y su esposa le mandó a la mierda… Todo el mundo lo dice, además, no soy yo solo: era un soberbio. “Que se lleve tanta paz como dejó”, esa es la verdad… Además, no me gustan los cohetes –rubricó–: hacen mucho ruido.

– ¿Cómo has dicho?: repite eso –Braulio se estremeció en su taburete en la barra, con una intuición brusca.    

–Que no me gustan los cohetes… Por el ruido, ya sabes… –Arcadio no le entendió bien.

–No, lo que dijiste justo antes –Le corrigió su amigo.

–Ah… dije: “Que se lleve tanta paz como dejó”. Es una frase hecha ¿ocurre algo?

–Dame el periódico– Le señaló dicho objeto, que descansaba doblado en un extremo de la barra del bar. Arcadio se lo alcanzó y luego se fue aparte a limpiar vasos de madera, intrigado, mientras Braulio pasaba páginas ansioso. Todo el diario estaba lleno de artículos glosando la vida y milagros del astronauta fallecido, adornados con profusión de fotografías. La mayoría escritos en tono elogioso y elegíaco a la vez. Subrayando en tono amargo los logros científicos del tristemente fallecido héroe de la nación que también lo era local, un hijo predilecto de la ciudad en la que nació y se crio antes de emigrar para formarse y desarrollar su vocación en otros lares… Braulio y Arcadio, en cambio, no habían sacado nunca de allí los pies por demasiado tiempo. Y, observado ahora de reojo por el escamado hostelero, el estanquero jubilado sintió que le tragaba la tierra bajo sus zapatos. Cuando, entre las instantáneas que reproducía el periódico para glosar la biografía del finado, apareció la de un repeinado chiquillo de diez años envuelto en un largo abrigo clásico, con una pistola de juguete en la mano y una violeta en el ojal. Mirando con total frialdad al objetivo junto a un trono de Papá Noel…      

  Casi al final del periódico, venía una enorme esquela mortuoria que ocupaba una plana entera. Encargada y escrita antes de morir por el propio astronauta, en un desopilante tono de sarcástico humor negro:




«Fallecí ayer, por eso mi esquela se publica hoy.
Si lo hiciese mañana, sería ilógico.
Aunque, una vez muerto, ya me da lo mismo llegar tarde o perder tiempo.
Lo que sí he dejado claro es que sé cómo llegar lejos…

Tal como sospechan, me temía lo peor.
Lo vi muy chungo y me adelanté a la muerte, soy así de rápido.
Y como ya han notado, uso la primera persona, cosa rara en una esquela:
Siempre odié que los demás hablen de mí como si no estuviera… aunque no esté.

Mis allegados no ruegan oración alguna por mi alma:
Son ateos como yo (algunos sin saberlo) y nos detestamos mutuamente.
Y si yo tuviese alma, ya la habrían vendido a un museo a estas alturas, los cabrones.

Por ser avariciosos, les desheredé a todos, que se jodan.
Y dejé mis bienes a la ciencia,
A la que consagré todo mi esfuerzo.
También doné mis órganos sanos,
Y podría haber dado la orden de incinerar el resto, claro,
Y lanzar mis cenizas al espacio, o algo así…
Pero soy un puto narcisista, como es sabido, y un mausoleo mola más.

«Carpe diem», que traducido significa…
Si no entienden ni eso, mejor será que aprendan, no se lo diré.
Tampoco es tan difícil, no sean vagos, más estudié yo.

 P.D:
No lleven flores a mi tumba, ordené tirarlas todas.
Sí me gustan las flores, pero quiero que mi lápida esté limpia.
Y no es superstición: tengo un buen motivo para ello».


 Braulio quedó impactado al comprender todo de golpe. No sabía qué pensar ni qué sentir, de pronto. Tenía un nudo en la garganta y necesitaba tomar aire. Pagó su café y salió del bar deprisa, dispuesto a perderse entre la gente. ¿Qué sentido había tenido todo aquello? Al menos ahora sí estaba seguro de que la voz maldita no volvería a molestarle, cuando comprendió quién era de verdad el que le había estado torturando (un individuo célebre, al que tuvo siempre a tiro en la pantalla muda, sin saberlo), y asumió que ya no podría hacerlo más. No quiso celebrar el hecho descorchando una botella de champán, para evitar que el ruido brusco del tapón resucitase al monstruo en su oído... pero tuvo claro que por fin podría descansar de él. Salvo que alguien quisiera remplazar ahora a su enemigo en el micrófono, pues el altavoz perfectamente oculto en su oreja seguía funcionando… Pero un relevo tampoco sería lógico, pensó Braulio (¿relevo de quién, y para qué?). Y además, no se ayudaría mucho a sí mismo poniéndose paranoico justo ahora, cuando ya era libre al fin. Aunque… ¿de veras era libre, por no estar atado ya a una voz? –Pensó Braulio, confundido entre la multitud–. Siempre había tenido también, de fondo, la otra voz de su conciencia, como todo el mundo. Y cuando esta se desvanecía alguna vez, no por ello Braulio se había sentido más (ni menos) fuerte, ni había actuado con mayor (ni menor) sabiduría, tampoco…  Se preguntaba si existía algún tipo de coherencia siquiera en todo aquel absurdo, que se prolongó cuarenta años. Quizá, como decía Arcadio, el silencio le podía derribar a uno cuando no lograba asimilarlo bien. Y Braulio se estremeció ahora al pensar eso, perdido entre el bullicio de la gente en plena vorágine comercial navideña. Y sintió de pronto un aterrador hueco gélido en su oído que le repercutió hasta el alma…

 Tardó un año completo en habituarse a aquel mortal vacío repentino en su oreja (y en su mente y su espíritu, de paso) que le produjo pesadillas, incluso, hasta que pudo superarlo. Una vez soñó que era él mismo, Braulio, el auténtico explorador espacial. Caminaba por el fondo de un inmenso cañón marciano con la etérea facilidad de la gravedad leve, pero envuelto por doquier en un peligroso polvo tóxico rojizo. De pronto, un descomunal pájaro similar a un ave fénix, más ligero que él aún, salía de la nada y le atrapaba con sus garras fácilmente, como si fuese un roedor cualquiera. Le llevaba a lo alto del cañón donde tenía su nido, dispuesto a alimentar con él a sus gigantescos polluelos. Uno de ellos abrió el pico desmesuradamente para recibir el alimento. Y en ese instante cambió la perspectiva, y fue Braulio la cría que desencajaba la boca por el hambre. Y lo que le ofrecían era un simple insecto, aunque tampoco uno cualquiera: su cuerpo era el de un gusano de seda corriente, pero poseía la cabeza humana de un astronauta (de rostro indistinguible con el casco puesto), que se retorcía desesperadamente, poseído por el pánico de que él le devorara… Braulio se despertó sudando y con dolor en la mandíbula. Y al día siguiente soñó que una mariposa salía de su oreja lentamente. Se desplegaba, primero, a un parsimonioso ritmo, como si el pabellón auditivo de Braulio fuese una crisálida. Y emprendía luego el vuelo en libertad, batiendo al sol sus alas de color violeta. Y ya no soñó más.

                                                                                     *   *   *

 Aquel año de pacífico pero gélido silencio, no condujo a Braulio a la locura, pero si agravó su soledad bastante. Aunque también le sirvió (sumado a la reflexiva serenidad que, en teoría, aporta el hecho de alcanzar una edad avanzada), para entender mejor algunas cosas de sí mismo y de las demás personas que se había topado en su larga vida. Una vez que por fin se hubo librado de lidiar con la agresiva voz perenne que le saturaba la cabeza, además, y pudo pensar más fría y libremente entonces… Entendió, así, que su imposible amor, Candela (con la que, al menos, había logrado tener una aventura) prefirió arder en un segundo como un fósforo en otros brazos más fogosos (aunque también más inconstantes), antes que consumirse poco a poco en la tímida tibieza de los suyos. Que sí que eran más fieles, pero jamás la habrían podido hacer feliz… En todo caso, ella le marcó a Braulio la piel con su perfume por siempre. Pero él terminó por confesarse a sí mismo que, aunque la seguía amando a ella de manera utópica como idealizada efigie todavía, la inmarcesible impronta del aroma a tabaco de burley de Candela en la piel de Braulio, no tenía eco en los labios de éste, en concreto. Pues cuando Braulio (que los había soñado antes mil veces) probó al fin los de ella, estos le supieron a poco, como si los filtrase el desengaño. Y no dejaron el sello de su vitola en él, a fin de cuentas…   

 De su amigo Arcadio asumió que, aunque él odiaba el ruido de verdad, usaba eso como excusa para taparse él los oídos y no tener que escuchar sus propios pasos. Por temor a darse cuenta demasiado tarde de que se había equivocado de camino. Sobre todo cuando dejó el entorno rural donde creció para emigrar a la ciudad, en la que jamás podría encajar bien por más que lo intentase.    

 Con respecto al astronauta que llevaba ya un año fallecido y enterrado, Braulio comprendió algo tarde que (quizá) ni siquiera había tenido este muy claro que Braulio le escuchase, a la larga. Pese a lo avanzado del indetectable dispositivo tecnológico que introdujo en él, cuando el viajero espacial aún era un simple (aunque superdotado) infante. Y sobre todo según fueron pasando las décadas, sin haber sometido a su víctima (que ella supiera, al menos) a ningún mantenimiento ni revisión del antiguo altavoz minúsculo en su oído. Braulio terminó por razonar que, al igual que él mismo hacía algunas veces por mera frustración, cuando la impotencia le llevaba a maldecir en vano a puro grito a su caprichoso victimario, el cual ni podía ni al parecer quería oírle a él (ni hizo jamás intento alguno por comunicarse de forma seria con Braulio a fin de cuentas en cuarenta años), quizás también el astronauta (cuando aún vivía este) le hablaba al ermitaño estanquero Braulio usando su micrófono sin la impresión de ser oído, en realidad, como quien habla a una pared y por vulgar inercia maniática. Entregándose a sí mismo a un morboso juego melancólico con el que desahogar él su propia soledad de ensimismado ratón de laboratorio. Hablando en solitario a fin de cuentas por mecánica rutina. Con la misma frivolidad lúdica de quien tira piedras a un estanque para ver las ondas que se forman, pero sin intención alguna de tocarlas. Elevando reclamos rebuscados (para no comprometerse seriamente) a un dudoso interlocutor lejano en el espacio y en el tiempo, el cual (si es que seguía vivo y le podía oír siquiera) no tenía opción real de responderle.             

 Fuera como fuese, al final Braulio ya había logrado perdonar a su verdugo doce meses después de su fallecimiento. Encontró al fin la paz dentro pero fuera también de su cabeza. Llevaba tiempo rumiando una idea, desde que leyó la sarcástica esquela escrita en el periódico por el propio científico y explorador finado un año atrás… Y cuando Braulio tuvo la cabeza fría y el coraje suficiente para ponerla al fin en práctica, decidió asomarse al bar de siempre para comentársela a su amigo, aunque supuso que a él no iba a gustarle... Pero se encontró con el negocio clausurado antes de tiempo (aunque Arcadio sí le habló de jubilarse), sin despedida ni previo aviso alguno por parte de la única persona con la que Braulio tenía cierta confianza para explayarse libremente… Sin duda, había sido un impulso improvisado el de su amigo, pero firme. En la puerta del bar figuraba un escueto cartel. Y Braulio lo leyó frustrado al comprender que, ahora sí, se había quedado solo por completo… Pero también se sintió muy satisfecho por su camarada. Al ser consciente de que Arcadio, que desapareció de forma silenciosa ahora, había tomado al fin la decisión correcta para reconciliarse con el ruido sin sucumbir del todo a él:

«Cerrado sin orden judicial y para siempre, por exceso de silencio.
Regresé a escuchar el canto de los pájaros».

 Braulio tuvo el raro impulso de pegar la oreja a la puerta cerrada del bar con el cartel, para escuchar él lo que había dentro. Y, aterrado, sintió entonces la succión de un agujero negro (o más bien, blanco) de silencio puro… La misma puerta impidió que aquel abismo hueco le absorbiera. Y Braulio dejó atrás el local, con cierto alivio y con tristeza al mismo tiempo… Compró un sencillo ramillete de violetas en una floristería cercana. Tomó un autobús con rumbo a las afueras. Y se plantó con el pequeño ramo frente a la puerta enrejada de la mansión familiar del insigne explorador de Marte…
     
  En la parte trasera del clásico edificio, estaba el cementerio privado familiar con el mausoleo del héroe. Le llevó hasta allí el jardinero de la vasta propiedad, que primero abrió la verja principal del caserón, extrañado cuando Braulio llamó al timbre y le pidió visitar la tumba, humildemente:

–Al principio se formaban colas –Le explico a Braulio el jardinero, mientras le conducía a través del bello laberinto de un jardín de parterres recargado de todo tipo de flores–. Por aquello del duelo nacional, ya sabe... Vinieron muchas personalidades y políticos de todas partes… pero ya nadie aparece por su tumba. Ni siquiera los turistas, que prefieren hacerse fotos frente al memorial escultórico que le erigieron en el centro de la ciudad, ya sabe cuál… Él rompió con su familia, además, y tampoco tenía amigos –Le hizo, en adelante, a Braulio, una semblanza personal improvisada del científico–. No era un mal hombre, en mi opinión. Pero vivía en su mundo, y le costaba demasiado abrirse a las personas y expresar lo que sentía –explicó–; esa era una impotencia íntima suya, una frustración insuperable que la gente interpretaba como soberbia erróneamente, a mi entender, aunque su carácter no era fácil… Para mí él sí era bueno, desde luego. Siempre tuve trabajo y me pagó bien –Le disculpó de esa manera–. Pero la verdad, era demasiado demandante… me obligaba a hacer de secretario suyo todo el tiempo, y yo soy sólo el jardinero, hágase cargo…. Todo el día me agobiaba con reclamos muy difíciles, a veces a los gritos: “¡Quiero esto, quiero lo otro, quiero eso también!”, y lo cierto es que era horrible sufrir esa exigencia continua. Todavía me parece escuchar su voz en el oído, no sé si me entiende… –Braulio asintió, sonriendo con melancólica ironía. Y el jardinero le dejó en la misma puerta del suntuoso mausoleo en forma de capilla barroca, al final del jardín. Abrió el portón de metal para Braulio y se quedó mirando su ramillete de violetas: «La orden es que no haya flores en su tumba, aunque él amaba las flores. Lo único que le obsesionaba fuera de su trabajo, era que el jardín luciese bien. Nunca entendí esa prohibición tan paradójica… Antes iban todas al contenedor, sin más –Señaló uno grande a pocos metros, repleto de hojas secas–. Toneladas de ramos y coronas, créame. Directamente a la pira, aunque vinieran de un ministro... Pero usted haga lo que quiera –Le concedió ese privilegio a Braulio, con un guiño–. Por un ramito minúsculo da igual. Al fin y al cabo ya no viene nadie aquí. Y además, a él le encantaban las violetas…  

 El jardinero se despidió y le dejó solo. Braulio le dio las gracias y accedió despacio a la capilla con el ramillete, luego de espantar con su mano libre un abejorro que le zumbó en la oreja justo en el umbral, antes de entrar... La decoración interior no era tan recargada como la externa. En el mismo centro, debajo de una cúpula, estaba la tumba del célebre astronauta. En forma de pirámide truncada esta, pero casi plana, sin apenas sobresalir del suelo. Rodeándola, a su cabecera, había un enorme tríptico de mármol, en el que se glosaban en relieve (en letras mayúsculas de oro) todos los méritos del héroe uno por uno: sus excepcionales logros académicos y científicos, sus hitos como explorador de otros planetas, sus infinidad de premios y reconocimientos oficiales…

 Braulio leyó aquello entre admirado e incómodo. Por un lado, le hizo sentirse poca cosa: ¿quién era él mismo –pensó Braulio– sino un vulgar y anónimo estaquero jubilado, que agotaría pronto sin pena ni gloria su estancia en el planeta, sin haber brillado en él ni haber pisado otro distinto, desde luego? ¿Dónde estaban sus propios triunfos y medallas?  Se sintió casi un gusano, como el de aquel sueño que tuvo. Y sin esperanza alguna ya de abrir sus alas de mariposa a esas alturas de la vida, tampoco… Aunque por otro lado, le consoló pensar que el astronauta (pese a todo su relumbrón y sus laureles) había sido siempre un hombre tan solitario y ermitaño como él mismo, al fin y al cabo. Y en cierto modo (incluso literal, gracias a un micrófono) habían llevado vidas paralelas también ambos… De hecho, Braulio terminó barriendo para casa, a fin de cuentas. Cuando razonó que, después de todo, él mismo había afrontado su vida propia lo mejor posible, sacándole el mayor partido a sus pocos medios materiales y su limitada inteligencia. Sin dañar a nadie gravemente y sin rendirse nunca ante los obstáculos que el destino decidió imponerle. Como cuando tuvo que aceptar un pluriempleo de Papá Noel (ya hacía tanto tiempo…) para ayudar con las facturas, y con el estanco a punto de cerrar. Y se condenó con ello a sí mismo, entonces, a sufrir estoicamente y sin reposo el arbitrario suplicio auditivo al que le sometió durante décadas quien descansaba ahora, inofensivo y silencioso, en una tumba a sus pies…           

  Mientras repasaba con la mirada por vez última la intimidante sucesión de méritos esculpidos en el tríptico de mármol antes de irse, Braulio decidió apuntalar su propio orgullo más aún. Y acabó por concluir que, si bien él y el astronauta se parecían hasta un punto, había una diferencia irreductible entre los dos que inclinaba definitivamente la balanza en su favor propio. Y esa consistía en que él mismo, Braulio, pese a ser un hombre gris, apocado y anónimo, sin más mérito heroico en su currículum que el de haber sobrevivido sin corromperse demasiado, había sido siempre (y seguía siendo en el presente) un hombre humilde ante todo. Sencillo y amante de la simplicidad en cada faceta de su vida. Sin afán alguno de figurar y sin creerse más que nadie. Incapaz, por tanto, de encargar él para su tumba (que, en su caso, sería un simple nicho del montón, en vez de un pretencioso mausoleo) semejante panegírico laudatorio escrito en mármol. Pensado éste por el huraño científico espacial en persona (pues era obvio que había sido encargo suyo, tal como insinuó en su esquela) únicamente para intentar epatar después de muerto, con la más zafia soberbia, a quienes fue incapaz de embelesar en vida como ser humano, más allá de sus obvios méritos externos.

 Con esa inmisericorde reflexión, Braulio se sintió reivindicado y aliviado por completo. Sonrió con sarcasmo, decepcionado y liberado al mismo tiempo. Y llegó a pensar en su fallecido verdugo con cierta compasión condescendiente, al cabo. Miró el pequeño ramo de violetas que le estorbaba ya en la mano, con la frustración de haberse dado aquel largo paseo hasta el extrarradio para nada... Y decidió irse sin más del mausoleo (que terminó por concebir como un monumento a la arrogancia), y tirar el ramillete en el contenedor a la salida. Se encaminó a la puerta, dando la espalda a la tumba con indiferencia. Pero algo le detuvo entonces, y volvió sobre sus pasos…

 De tanto mirar absorto al llamativo tríptico frontal, con sus letras doradas, no había hecho lo más obvio: fijarse bien en la propia losa piramidal de la tumba a ras de suelo. Observó entonces que en la losa desnuda había una pequeña inscripción breve, en la que no había reparado. Y al mirar abajo y leerla, le estremeció un brutal escalofrío:

«Quiero ser tu amigo» –Fue la última petición inesperada que su verdugo guardaba para él, grabada en piedra. Rematada, debajo de las letras, por la silueta de una pistola de astronauta de juguete.

 Braulio Brezo se quedó mirando el impactante mensaje de ultratumba un minuto, preso de un remolino atroz de sentimientos encontrados… Pero la serenidad se impuso pronto en él, cuando comprendió al fin. Una dulce sonrisa iluminó entonces su rostro, que se llenó de paz. A la vez que recordaba de manera nítida sus propias palabras dichas a un chiquillo soñador hacía mucho tiempo:  

«Efectivamente –pensó Braulio para sí– los mejores regalos son los más sencillos». 

Y entonces, como humilde ofrenda propia, depositó el pequeño ramo de violetas sobre la tumba con delicadeza.



 
      
           





© Bonifacio Álvarez