A Braulio Brezo
sí le gustaban los niños. Pero le gustaban lo mismo que los cigarrillos (aunque
él jamás fumaba, pese a vivir de ello): solamente de uno en uno, y no todos a
la vez. Y desde luego no contaba con el tremebundo problema de por vida en el
que estaba a punto de meterse cuando aceptó el trabajo eventual de Papa Noel,
en el mismo centro comercial en el cual regentaba su pequeño estanco. El
negocio heredado de su padre (y fundado por su abuelo, cuando el arquitecto que
levantó el moderno centro comercial que ahora lo envolvía aún andaba a gatas)
iba en declive a causa, sobre todo, de la competencia del contrabando de
tabaco. También vendía sellos de correos (igualmente en horas bajas estos),
postales y papel timbrado, como cualquier estanco clásico. Y ahora la ley le
autorizaba a ofrecer al público otras fruslerías como alimentos envasados
básicos y chuches. Pero todo eso no compensaba los gastos de mantenimiento del
negocio, al que acudía menos gente cada vez… Así que el joven estanquero reacio
al tabaquismo, que por entonces rondaba la treintena, terminó optando por el
pluriempleo.
No se sentía
humillado en forma alguna por tener que hacer cualquier trabajo, por duro o mal
pagado que este fuese. Habría hecho cualquier cosa, incluso lanzarse en
parapente desde la montaña más alta (y eso que le daba vértigo hasta ponerse de
puntillas para alcanzar las cajetillas del estante). Cualquier cosa… que no
implicase fumar. Odiaba el humo del tabaco, aunque lo vendiese en persona. Y
aquella vez –por decirlo así– se equivocó de mezcla al liar el cigarrillo... Se
arrepintió pronto de haber aceptado aquel empleo temporal de Santa Claus para
sumar ingresos. Cuyo empleo duró un solo fin de semana, en realidad. Si bien se
habría de convertir en insufriblemente eterno para él, marcando con un dolor
punzante –crudo como un cáncer de pulmón– sus siguientes cuatro décadas de
vida, hasta el mismo umbral de la vejez. Un pinchazo literal continuo, moral
pero físico también…
El cual (en su parte emocional al menos) duró hasta su bocanada última
de aire (sin humo). Pues la huella emotiva –aparte de la física– que aquella
víspera de Nochebuena dejó en él, arraigó para siempre de la manera más tenaz
en su mente y su memoria. Y también en lo profundo de su espíritu, con un
sentimiento a la vez de desahogo y astringencia, liberador pero adictivo,
etéreo pero pastoso, dulce en la nariz pero agrio al paladar y la garganta…
como el tabaco mismo, a fin de cuentas.
Braulio asumía valientemente
cualquier riesgo (salvo el de fumar) fuese o no consciente de él de forma plena.
Pues, pese a ser él un hombre gris de mecha corta, común y ceniciento como tantos
(más parecido a una colilla de cigarro tirada en una sucia acera, que a una coqueta
latita de Virginia Flake en la repisa de la chimenea de un lord), no le faltaba
ánimo ni orgullo para salir adelante en las peores circunstancias. Si bien su
carácter propio era más bien atemperado, como de fumador en pipa. Aunque hay
que repetir: él nunca fumaba. Y eso que se había criado entre estanqueros que
también eran fumadores, y amigos fumadores que acudían a casa de los estanqueros
de merienda. Convirtiendo el hogar de la familia (y también el propio estanco, en
cuya trastienda él hacía a veces la tarea de la escuela cuando niño, pues allí
no había tanto humo como en casa), en lo más parecido a un fumadero turco, de
hecho. Cuando se reunían todos sus parientes y los conocidos de sus parientes de
sexo, oficio, condición y generaciones diferentes, y se uniformizaban finalmente
allí en la pequeña casa (lo mismo que sus ásperas voces) confundidos en una
misma nube tóxica… Allí fumaba hasta el perro. Un enorme terranova con el que
se divertían ofreciéndole alguna que otra calada en un narguile, haciendo que
sus ladridos roncos y su voluminosa silueta de negrísimo pelaje se sumaran al
indistinguible borrón ceniciento del insano vicio colectivo.
Todo ese pasado
asfixiante y claustrofóbico (ahora él vivía a sus anchas en un apartamento de
soltero) le servía a Braulio como excusa por haber fracasado en sus estudios y
tener que malvivir ahora del estanco. Pues, cuando se ponía a estudiar de niño,
el omnipresente humo del tabaco le afectaba a los pulmones (y a sus
calificaciones en gimnasia) causándole asma. Y lo que es peor: le repercutía en
la cabeza, enturbiando su atención incluso más que sus pulmones. Y haciéndole dibujar,
por ejemplo, los triángulos equiláteros como isósceles (aunque tampoco distan
mucho a simple vista); confundir Camerún con Inglaterra en los atlas (si bien
sus mapas también son parecidos); mezclar héroes con villanos en las crónicas
históricas (lo cual, como es sabido, tampoco se distingue fácil); y cometer
brutales errores ortográficos, como el consistente (e imperdonable en un
vástago estanquero) en escribir la palabra “tabaco” con uve… Aunque la palabra
“pipa” la escribía siempre bien. Gracias a que las dos letras “pe” que incluye,
imitan de manera inconfundible y por partida doble la sencilla silueta de dicho
instrumento, tanto en español como en algún que otro idioma más.
Precisamente, y
aunque Braulio Brezo odiaba el humo del tabaco en sí, las pipas de fumar sí que
le gustaban mucho, como también el antiquísimo ceremonial asociado a su
conservación y empleo. Poseía una modesta colección de unas cuarenta, en su
mayor parte heredada también de sus ancestros. Igualmente era una pipa (de
aspecto estándar) la que figuraba dibujada en el cartel que coronaba la entrada
da la tienda. Y en el centro mismo del escaparate, dentro de un bonito estuche
de cedro ribeteado con latón, lucía como adorno y reclamo ya desde los tiempos
de su abuelo, una exclusiva y elegante Davidoff de brezo tratada con chorro de
arena y con veteado en rojo. Digna de envolver en una relajante mezcla tabaquera
de Latakia, Oriental y Virginia, la relajada ociosidad de un príncipe oriental cualquiera
(al menos en aquellos momentos de esplín, nada infrecuentes, en los que dicho
príncipe divaga escupiendo al cielo anillos de humo que opacan las estrellas,
mientras él sueña con suceder a su padre en el trono algún día).
Braulio, que
heredó un estanco en vez de un reino persa (lo cual tampoco es baladí, pues
otros no heredan ni eso), tan sólo soñaba con seguir comiendo cada día y pagar
facturas. Y todo parecía ir bien en un principio aquella tarde. Su propio trono
de imitación de oro y terciopelo, sito en una elevada tarima engalanada con lucecitas
de colores, que parpadeaban en secuencia dibujando un arabesco navideño (el
cual se asemejaba un poco a una voluta de humo de cigarro), resultaba ciertamente
cómodo además de vistoso. El traje de Papa Noel que le facilitaron era de
calidad, no de baratillo, y por suerte coincidía con su talla exactamente.
Hasta la barba postiza resultaba proporcionada y suave, bien trenzada con
auténtico algodón. Y bastante verosímil también esta, evitándole así quedar en
evidencia. Pues como razonaba muy bien Braulio, una barba grande en la
mandíbula (lo mismo que una pipa en la boca o un clásico bombín en la cabeza, o
incluso todo ello combinado), cuando no aporta prestancia, le hace parecer a uno
ridículo sin más, no hay término medio en eso…
Sin embargo,
aunque resultaba más que digno, el tupido conjunto del disfraz de Santa Claus sí
que le causaba algo de bochorno a Braulio Brezo. Pero un bochorno de calor, no
de vergüenza. Tampoco llegaba a asfixiarle –como el tabaco cuando le causaba asma
de niño– pero se hacía un poco incómodo a la larga. Sobre todo con el agravante
de la calefacción del centro comercial, que habían puesto al máximo para que la
gente derrochase allí su paga extra navideña más a gusto, olvidando el invernal
frío de afuera.
En todo caso,
Braulio se terminó adaptando razonablemente bien a la vestimenta y a su papel
de genio de Pascua dadivoso. Y a la larga hilera de chiquillos que esperaban
pacientemente su turno, antes de confesarle a Braulio uno por uno sus deseos íntimos
más plenamente materiales, a cambio de haberse portado ellos relativamente bien
en lo externo. Al fin y al cabo ninguno de ellos era un querubín del todo, pero
tampoco el mismo diablo, siendo justos. Aunque más de uno sí tenía trazas ya de ángel
caído, tanto físicas como de carácter. Pero incluso esos, le pedían al triste
Papá Noel salido del estanco (que solo había visto Groenlandia en los sellos
que vendía), únicamente los juguetes bélicos normales que veían en la televisión.
En vez de otros caprichos gravemente peligrosos para ellos y para los adultos, como
por ejemplo explosivos o armas de fuego auténticas, de las que matan de verdad.
O peor aún que eso: libros de cuentos infantiles políticamente incorrectos. Sin
censura previa pedagógica con la que tratar de proteger a los infantes del relativo
peligro (ajeno y propio) de una imaginación realmente libre. Comprimiendo dicha
fantasía, así, lo más posible, de forma preventiva en la cazoleta de su cráneo.
Con el fin de evitar que cualquier chispa inesperada encendiese su energía más
salvaje, sin control adulto previo (lo cual no es tan terrible). O bien que su
mente, aún sin formar, se dispersase para siempre en el aire diluida
inútilmente en volutas caprichosas (lo cual sí que es un riesgo cierto, pero en
el que también pueden caer los adultos por exceso de idealismo, sin embargo).
Braulio veía a
los chiquillos aproximarse al trono navideño lentamente, más tímidos que
ansiosos. Con sus cabezas más grandes que el cuerpo –según su natural anatomía
infantil– igual que una ordenada hilera
de fósforos. La fogosa ansiedad que ardía en la mirada de algunos de ellos,
delataba que se consumirían demasiado deprisa en su futuro adulto, pero con un
chasquido especialmente luminoso. La opaca timidez en otros ojos, hacía
imaginar una combustión más lenta y tenue en el futuro, pero más cálida
también. Otros críos se mostraban neutros de carácter, y era difícil saber cómo
arderían. O si llegarían a encenderse alguna vez siquiera. O si acabarían
inutilizados por la humedad o, peor aún, ardiendo por accidente todos juntos en
un violento fogonazo… El propio Braulio (quien, como tanta gente, llevaba un
tímido héroe dentro) siempre se había dicho a sí mismo que, si él fuese una
cerilla y tuviese que encenderse y consumirse en un chispazo, le gustaría que
ocurriese como en la conocida alegoría que se menciona a veces: la de ese
fósforo que se separa adrede de la hilera lo bastante para sacrificarse ardiendo
él solo, evitando una masacre en cadena…
Según avanzaba
aquella tarde previa a Nochebuena, la procesión infantil iba en aumento. Los
niños más mayores acudían al trono de Braulio solos y por su propio pie (aunque
con los padres vigilando a prudencial distancia). Y los menores iban de la mano
o en brazos de sus progenitores. Braulio pensó que nunca había tenido tanto
público, era curioso. Los clientes de su estanco eran fieles pero escasos, y
les conocía por su nombre incluso (sin tener que preguntárselo, como ahora a
los chiquillos fingiendo ser Papa Noel). Se dejaban ellos caer siempre de forma
salteada y de cuando en cuando en su local (nunca en fila estricta ni todos en un
grupo), para gastar unas monedas comprando un mísero paquete de mentolados o un
sobre postal o cualquier otra nadería, sin ayudar con ello gran cosa al
sostenimiento del negocio…. De pronto, Braulio Brezo se imaginó aquella enorme cola
de mocosos cruzando el umbral de su tienda en un día cualquiera, y no ante
el falso trono en Navidad. Aunque igualmente ejercería de Papa Noel con ellos en
la fantasía de esa hipótesis (si bien lo haría como él mismo: el anónimo estanquero
Braulio, y en ropa normal de calle y sin barba postiza), y les daría obsequios
a todos. Formarían ellos una fila ante el viejo mostrador de madera del
estanco, y él les iría atendiendo amablemente uno por uno. A los pequeños les despacharía
con un chicle o un caramelo y una carantoña (como hacía como Papá Noel también).
Y a cada uno de los más mayores le regalaría una de las bonitas pipas de fumar
de su colección, hasta acabar con las cuarenta (eso, como Santa Claus, no podía
hacerlo).
De forma previa
a la solemne entrega, les explicaría con detalle a los afortunados mozalbetes el
minucioso proceso de cargar la pipa con la cantidad exacta de tabaco, ni un
gramo más ni un gramo menos. Encenderla luego delicadamente con una cerilla o
un mechero especial (no uno común) y mantenerla prendida con una brasa uniforme
y constante, tarea nada fácil y que requería cierto entrenamiento. Luego, les obsequiaría
al fin el instrumento, a condición de que no lo utilizasen de verdad (aunque
practicasen su complejo encendido alguna vez, sin aspirar el humo), hasta que por
fin fueran adultos. Y para garantizar que ellos cumpliesen su promesa y no se
corrompiesen como adictos al tabaco antes de tiempo, le entregaría únicamente a
cada uno media onza de tabaco y cuatro fósforos (además de la pipa), lo cual
era suficiente para hacer algunas pruebas…
En esos utópicos
ensueños andaba, cuando apareció su pesadilla. Le llegó el momento a él,
por fin. Al auténtico Satanás (él
sí lo era). Al Enemigo. Al Hereje. Al Leviatán. A la Némesis. Al legítimo Enviado
del Averno. O al menos aquel raro chiquillo (de insólito carácter pero aspecto
normal) al que le tocaba el turno ahora, sí que estaba destinado a convertirse
en todo eso para el desprevenido estanquero, que no tenía ni la menor idea de
lo que se le venía encima…
Y no es que el
crío hiciese acto de presencia envuelto en venenoso azufre, ni siquiera en la densa
fumarola de un habano. Pero Braulio Brezo sí estaba condenado a convertirse él
en algo así como un pollo humeante en el horno a su merced. Relleno de hebras
de algodón en vez de trufas (desde las polainas hasta la borla del gorro) para
parecer más gordo en su disfraz de jovial genio bondadoso. Antes de ser
sacrificado sin miramiento alguno en la parrilla de su trono de opereta
navideña, a manos de aquel mocoso infame que estaba a punto de amargar su vida
por completo…
Primero se
acercó el padre, un hombre alto y corpulento de pelo engominado y envuelto en
un largo y elegante abrigo. El cual se adelantó a su vástago para tratar de
advertir a Braulio seriamente:
–Escuche con atención –Le dijo en confidencia al
estanquero disfrazado, intentando ser discreto–: disimule usted, finja, mienta,
invéntese lo que usted quiera, yo le apoyo. Pero no le lleve la contraria por
nada del mundo, ¿ha comprendido?: no-le-lleve-la-contraria –Desgranó así el grave
aviso, que Braulio cometió el tremendo error de despreciar.
– ¿De qué está hablando, hombre? –El estanquero se
tomó a chufa la inaudita solemnidad de la advertencia que, en su descargo, era muy
chocante y poco verosímil en aquel contexto festivo y distendido. De hecho,
tampoco la entendió muy bien con el barullo del ambiente infantil, aunque sí captó
el tono agorero… Enseguida se centró en el chiquillo de unos diez años de edad,
que se plantó ante Braulio cuando su padre le dio paso. Vestido también él con
un bonito abrigo cortado a medida, rematado (cosa extraña en un niño moderno)
por el coqueto adorno de una pequeña violeta en el ojal… En la mano sí llevaba
un elemento infantil contemporáneo: una pistola de juguete de astronauta. Una de
esas de diseño recargado que, cuando aprietas el gatillo, producen un destello
rojo parpadeante, zumban como un láser de película y crujen con un sonido de
carraca imitando munición, todo a la vez.
Su cabello era
claro, lacio y repeinado lo mismo que el del padre, quien se mantuvo en un
segundo plano en adelante, en un tenso silencio. No había nada amenazante en su
presencia, ni rastro turbio alguno en su mirada o sus modales, aunque su
gestualidad era algo seria. Parecía un niño más, al fin, aunque de aspecto endomingado
y algo antiguo. Antes que nada, se dejó hacer (con el rostro inexpresivo) la
foto de rigor como recuerdo junto a Papá Noel. Y cuando Braulio –que notó su
ánimo adusto– le preguntó luego cómo
se llamaba siguiendo la rutina establecida, su respuesta dejó claro que no era
un niño común después de todo:
–Mi nombre es irrelevante –respondió, tan seco–: solo
importa mi trabajo científico –sentenció, y empezó a hablar de corrido como si
tal cosa:
»No
acabo de comprender bien cómo se financia usted, ni la estrategia para manejar
su enorme stock con una eficiencia y rapidez tan productivas –dijo–. Pero confío en mi padre y entiendo que usted
es poderoso… Digamos que puede acceder a cualquier recurso fácilmente y
distribuirlo en tiempo récord, y eso es justo lo que necesito yo. Usted tiene los
medios y yo las ideas… podríamos ser socios, digamos. Quiero contar con su
mecenazgo, por eso estoy aquí. Aunque entiendo que usted no me conoce y una
inversión a ciegas es riesgosa. Pero le garantizo que le retribuiré con creces
una vez que triunfe mi proyecto…
– ¿Tu proyecto? –Braulio no daba crédito, asombrado
con la locuaz autoconfianza del chiquillo y su retórico discurso.
–Sí: mi proyecto –subrayó el otro tan sereno, sin
despeinar su flequillo perfecto–; tengo pensado ser el primer niño humano en
pisar Marte. Mejor dicho, el primer hombre. Porque cuando obtenga suficientes
recursos materiales y concluya mi ardua investigación y mi exhaustivo trabajo
aeroespacial, ya seré adulto, obviamente… Por eso cuento ahora con usted: porque en
vista del nulo apoyo de este gobierno a la ciencia, si espero algún tipo de
ayuda oficial, entonces sí que me haré viejo...
–Mira, en eso del gobierno tienes razón –Braulio
secundó el sarcasmo, aunque pasmado todavía–; pero no sé qué es lo que esperas
de mí exactamen…
–Aquí tiene una lista con todo el material que
necesito –El pequeño científico le interrumpió con brusquedad, sin perder
tiempo–. Para empezar, claro. Es sólo para el primer motor de mi cohete, luego iremos
ampliando –Le extendió el papel que sacó de un bolsillo de su impecable abrigo,
y que él aceptó sin dar crédito aún. Braulio le echó un vistazo al pliego con
una mueca escéptica, de hecho:
–Vamos a ver –Braulio leyó en voz alta únicamente los
primeros elementos del listado enorme, solo por encima–: «Varilla de pulverización. Transformador de ignición.
Rodetes de turbina. Garganta de tobera. Inversor de empuje. Eje de turbina de alta presión. Compresor de flujo axial de
tres etapas… » –Contuvo
la ironía en lo posible, y enseguida dejó de leer la retahíla interminable de
elementos tecnológicos. Miró al chiquillo con una condescendencia compasiva y
trató de ser didáctico con él–: «A ver chaval: esto son muchas cosas y además son muy
difíciles –le instruyó–. ¿Por qué no puedes pedir juguetes, como los demás
niños?»
–Insisto: lo de esa lista forma parte de un proyecto
aeroespacial muy serio, no me menosprecie –Subrayó el jovencísimo científico, en
tono severo y frunciendo el ceño, ofendido–. Son todos elementos estrictamente
necesarios, no hay ningún capricho estético. Además, es cierto que sólo tengo
diez años de edad, sí. Digamos que no rechazo los regalos, aunque los considero
una inversión a largo plazo en mi compleja labor técnica. Pero no me interesan
en absoluto los juguetes, no se equivoque…
–Ajá… ¿y eso, entonces? –Braulio creyó pillarle en un
renuncio, señalando, con astucia, su pistola de astronauta de plástico.
–Le he dicho que adolezco de recursos suficientes, me
tengo que apañar con lo que puedo –El chiquillo no se amilanó–. La pistola es sólo
una maqueta, una base sobre la que trabajar. Es otro de mis proyectos: la estoy
adaptando poco a poco con piezas reales de metal, y no es sencillo, créame…
Cuando acabe con ella, será un arma laser auténtica –sentenció, con gravedad
solemne.
Braulio quedó
absorto un momento, mudo y confundido con la inaudita dignidad y madurez precoz
de aquel pequeño. Pero la inercia de su propio pragmatismo adulto le hizo
reaccionar, y recobró su compostura escéptica. Así que sujetó al embrión de
Neil Armstrong por el hombro suavemente –después de regresarle él mismo la
lista de papel, doblada, a su bolsillo– y lo acercó un poquito más a sí mismo. Como
dispuesto a darle un sermón paternalista, muy seguro de sí apostado en su trono
de Papá Noel. Al verle la intención, el padre, que espiaba preocupado la charla, se alarmó
angustiadísimo, temiendo lo peor. Y le indicó a Braulio por mímica que ni se le
ocurriera aleccionar así a su hijo. Braulio le devolvió un gesto de sosiego, como
diciendo: “tranquilo, yo tengo el control”. Y el padre se llevó la palma de la mano
a la frente, sacudiendo la cabeza como dando todo por perdido…
–Te voy a explicar algo –Braulio Brezo trató de sonar firme
y sensible a la vez–: cuando yo tenía tu edad también quería muchas cosas,
¿sabes? Pero al ir creciendo, me di cuenta de que no se puede tener todo lo que
uno desea. Y, además, también se puede ser feliz con poco, ¿comprendes? Mira,
te contaré un secreto que quizá entiendas algún día. O quizás no, pues ni siquiera
muchos adultos lo asimilan bien –Braulio se encogió en el trono agachando la
cabeza en su confidencia, para estar más a la altura del chiquillo que le
escuchaba atento, pero inquietantemente inexpresivo–: “Los mejores regalos
siempre son los más sencillos” –sentenció Braulio, y lo volvió a repetir muy
lentamente, para que calara bien en la conciencia del muchacho–: los mejores regalos son los más sencillos…
¿Qué te parece?
El pequeño
científico miró la cándida sonrisa con la que Braulio dio fin a la diatriba. Y
luego buscó con la mirada a su padre, que acababa de entreabrir los dedos que
tapaban su rostro, para espiar con la esperanza de que no ocurriera una
catástrofe después de todo... Simplemente el hombre se quedó expectante, igual
que Braulio. Y lo mismo que el público de niños y adultos que asistía con
curiosidad a aquella inusual escena, esperando todos con intriga el resultado,
en un silencio tenso.
Por un segundo,
el mocoso aspirante a explorador marciano pareció reflexionar cabalmente en sus
adentros acerca de las sabias palabras dichas por el estanquero... Pero
enseguida frunció el ceño, con un gesto de iracunda decepción al asumir que el
Papa Noel del centro comercial no estaba en absoluto dispuesto a prestarle
ayuda en sus ambiciosos planes de astronauta:
–¡¡Quiero mis regalos!! –Gritó con toda su fuerza
pulmonar preso de una visceral rabieta repentina, que dejó helados a todos,
Braulio incluido. Y sin dar tiempo a que este último pudiera reaccionar, le
plantó por sorpresa la punta de su rocambolesca pistola de astronauta en el
oído. Apretó el gatillo, y una bombilla parpadeó con su rojizo resplandor
centelleante. Simultáneamente, el chip convencional de aquel juguete barato hizo
sonar el hueco efecto de sonido de un láser de ciencia ficción futurista,
paradójicamente mezclado con otro que fingía la munición convencional de una
canana de balas de ametralladora…
Braulio dio un
salto en su asiento. Y gritó por la sorpresa más que por el ruido, que sí que le
dejó un leve zumbido en la oreja, que se disipó enseguida. El agresivo
monstruito huyó con su pistola, hecho una furia. Y tras él corrió su padre,
luego de haberle soltado a Braulio (todavía aturdido este por el inesperado
ataque) un escueto: “Lo siento, se lo advertí”, antes de desaparecer
definitivamente tras su vástago.
Eso fue todo,
aunque a la larga resultó mucho más grave... Braulio siguió atendiendo uno a
uno a todos los niños de la cola amablemente, recuperado enseguida del susto. Y
cuando acabó su turno de Papa Noel tres horas después, se dirigió al estanco
(que había cerrado esa tarde para ejercer su pluriempleo) y se cambió de ropa
allí. Antes de bajar de nuevo la persiana metálica, miró la valiosa pipa
Davidoff del escaparate, como siempre hacía al abandonar su tienda (si la vieja
pipa seguía ahí, todo marcharía bien y en orden en su vida, pensaba). Y ya
vestido de paisano, entregó el disfraz de Papa Noel perfectamente doblado en
una bolsa al mismo ujier del centro comercial que se lo facilitó primero. Cuando
dejó atrás las grandes puertas correderas del enorme centro comercial
climatizado y profusamente iluminado, se encontró de golpe con una noche oscura
y gélida de invierno, y sintió un pitido agudo en el oído. El cual atribuyó al
cambio de presión en plena calle, o quizás al chillón bucle de música de
villancicos que tuvo que soportar sentado en su trono de Papa Noel durante
horas sin poder moverse… Ya no se acordaba del chiquillo endomingado y
repeinado y su pistola de astronauta. Así que no se le ocurrió relacionarle con
el pinchazo en su oreja que, de todos modos, duró sólo unos segundos…
Una vez en su
apartamento de soltero, se preparó una ensalada como cena. Vio un rato la tele
y se echó a dormir temprano. Estaba agotado tras la dura jornada envuelto en un
disfraz que transpiraba mal, escuchando monótonas peticiones de juguetes de
plástico e interesadas promesas de buen comportamiento. En el duermevela a
punto de quedarse rendido, le pareció oír un susurro que le molestó ligeramente
y le obligó a girarse en el colchón como reflejo:
–«Quiero mis regalos…» –Creyó
escuchar, aunque no era muy consciente al estar casi dormido. Y tras acomodarse
mejor, se repitió el mismo bisbiseo: –«Quiero mis regalos…». En ese punto Braulio abrió los ojos
del todo, y estuvo convencido de haberlo escuchado bien, de veras y no en
sueños. No tuvo tiempo de asimilar la situación, cuando la voz sutil se
convirtió en un inesperado alarido estridente la tercera vez, haciéndole dar un
salto en la cama:
–«¡¡Quiero mis regalos!!» –El brutal grito le taladró el oído, causándole un
dolor insoportable, además. Era obvio que Braulio estaba en casa solo. Y como
no se podía haber vuelto esquizofrénico de un día para otro, ni había consumido
ningún tipo de droga (y él las despreciaba todas, no solo el tabaco), era muy
evidente que aquella voz infantil, primero suave y luego estentórea, había
surgido del hueco físico de su oído y no de su cansancio o su imaginación
enferma. Trató de calmarse, pues el corazón se le desbocó con la impresión repentina,
que le desveló por completo. Además temblaba fuerte, así que se levantó al baño
a lavarse la cara para despejarse y ubicarse un poco. Miró su rostro ojeroso en
el espejo, y la voz volvió a hacerse oír con fuerza: – «¡¡Quiero mis regalos!!»
Y así continuó
toda la noche cuando volvió a su cama. Con intervalos de silencio de no más de treinta
minutos. Una tregua maliciosamente calculada para desvelarle de nuevo cada vez
que estaba a punto de conciliar un sueño profundo, ingenuamente confiado en que
cesase la tortura. Era la mañana de Nochebuena y el centro comercial abría sólo
hasta el mediodía. Él no tenía previsto hacer lo propio con el estanco,
pensando en descansar el día entero. Pero se encontró tan desvelado y aturdido,
que decidió trabajar esa media jornada para distraerse de la periódica
cantinela en su oído, con la esperanza de que cesara por fin...
* * *
Muy al
contrario, la frecuencia del fenómeno auditivo aumentó a una vez cada veinte
minutos (y no treinta) ya en plena mañana. Cuando, al parecer, el monstruito de
la pistola de plástico, que volvió de pronto (y para siempre) a la memoria de
Braulio, apartó del micrófono la grabación nocturna en bucle de su voz pidiendo
“sus regalos”, y optó por dedicarle una petición tras otra con su voz fresca y en
vivo. Proyectados todos sus reclamos a través del microscópico altavoz que el
maldito había inyectado con la pistola de juguete en el oído del pobre
estanquero (no podía haber explicación mejor que esa), cuando este ninguneó sus
peticiones aposentado en el trono de Papa Noel el día anterior... La exigencia
de regalos genérica, se fue haciendo más concreta y variada ahora (y lo haría
aún más en el futuro). Aunque casi siempre expresaba peticiones tecnológicas,
que taladraron su cabeza esa mañana desde la cama a la mesa de desayuno. De la
mesa al autobús, después. De éste al semáforo frente a los grandes almacenes,
luego. Y finalmente del semáforo al estanco familiar, en el cual se refugió
intentando asimilar la situación grotesca:
« – ¡Quiero un
relé electromecánico! –Escuchó con fuerza Braulio al alzar la persiana
metálica, cuyo brusco ruido no tapó el chillido infantil.
»– ¡Quiero un termopar de iridio! –Sintió que le taladraban el oído al percibir esa
exigencia luego, una vez ya dentro del local...
Se le había
pasado por la saturada cabeza acudir a un médico de guardia (la cita con el
suyo tardaban varios días en dársela en el seguro), pero temió que no le
hicieran caso o le derivasen a un siquiatra si contaba que “escuchaba voces”.
De cualquier modo, le retendrían mucho tiempo, sobre todo si él mismo exigía
una radiografía del oído para localizar el cuerpo extraño… Además, estaba
demasiado exhausto tras pasar la noche en vela, como para sentarse en una sala
de espera durante horas y soportar después cualquier examen minucioso, si es
que le tomaban en serio y se lo hacían. Ante todo, quiso fingir normalidad ahora
y ganar tiempo. Aunque sí concertó una cita con su médico de siempre (con el
que tenía confianza) desde el propio ordenador del estanco. De paso, como cada
mañana hacía, buscó un sello imposible en Internet, por melancólica rutina… Y aunque
él no coleccionaba eso, el corazón le dio un vuelco igual de fuerte que cuando
la voz maldita le asaltó de noche rompiendo su descanso. Pero en forma de
bendición, en cambio, cuando el sello apareció allí a su alcance en la
pantalla. Sin precio de salida en una subasta pública en la que, de manera
insólita, no había participado nadie todavía, aunque faltaban sólo dos minutos
para que concluyera...
Aquel sello postal
era muy difícil de encontrar, aunque en sí era muy sencillo. Escaso pero
simple, como todo lo valioso en la vida en realidad, según pensaba Braulio. Y
su mayor valor, fuera del material, era el poder que Braulio (que coleccionaba
pipas y no estampillas) le otorgaba en su imaginación. Envuelto él en el
ensueño de convertirlo en una llave infalible con la que conquistar de golpe el
corazón de su amor platónico: Candela.
El mismo nombre
de ella era la chispa que encendía la ilusión más pura del solterón Braulio y
su deseo más volcánico, también. Ella era tierna y con carácter. Arisca a veces
y, a la vez, de sentimientos muy sinceros. Devoradora al desatarse, pero cálida
en la cercanía… como el fuego. Era dominicana, y tenía en sí toda la fuerza de
un huracán caribeño, pero también la cristalina suavidad del oleaje en Boca
Chica… Odiaba los adornos, pese a ser mujer latina: ella prefería lo sencillo,
igual que quien la amaba ocultamente... Sí se maquillaba, pero con un toque muy
simple de color (le bastaba el terso bronce de su raza). Sí se perfumaba, pero
con un fresco perfume de naranja (su piel lavada olía a chocolate, como las
hojas de burley que inhalaba en su relajo).
Era, al fin, la
mujer perfecta para el estanquero… aunque fumaba. Pero a ella él se lo
perdonaba todo porque, además, lo hacía en pipa únicamente.
Candela sí coleccionaba
sellos, de los que poseía una colección pequeña, tan modesta como la de Braulio
y sus pipas. Así que cuando ella acudió al estanco cierta vez (así la había
conocido, como clienta, un año exacto atrás) con la intención de comprar una
serie básica y común para enviar postales a su familia en ultramar la Navidad
pasada, Candela había mencionado aquel valioso sello como si fuese una
aspiración utópica. Se trataba de un Mauricio azul de dos peniques, bien
dentado y centrado y sin circular. Era el sueño de cualquier coleccionista en
todo caso y, desde luego, estaba muy lejos del alcance del sueldo de peluquera
de Candela (pues ese era su oficio, que ejercía en un salón de belleza del
propio centro comercial, muy próximo al estanco).
Braulio llevaba
desde entonces (es decir, justo un año entero) buscando la rara estampita azul
en Internet. Con cierta esperanza ingenua de encontrarla disponible. Pero por
simple juego sobre todo, a fin de cuentas, pues él tampoco aspiraba a pagar un
sello tan carísimo en caso de encontrarlo siquiera... Y ahora, de repente, gozaba
la –así pensó– inmensa suerte de tenerlo a su alcance de manera inesperada. Como mágico
elixir (así quería creerlo) para que la peluquera caribeña cayera en sus brazos
sin más, si él lo conseguía muy barato y se lo obsequiaba luego... Lo tenía a
sólo dos minutos en el tiempo, y por la puja mínima de un euro para romper toda
distancia con la mujer de sus sueños, por fin. La cual trabajaba en un local
vecino al suyo, aunque, hundido en la impotencia de su timidez con las mujeres,
para Braulio ella sí vivía en el Caribe…
La suerte
parecía sonreírle justo ahora, cuando se refugió en el estanco (y eso sí era
iluso) tratando de escapar de la punzante y tenaz voz infantil de la que no
podía huir en cualquier caso, pues la llevaba y llevaría siempre consigo en su
cuerpo y también en su cabeza. Como a la ardiente Candela, a la que amaba en
secreto, y cuya seductora estampa que de cuando en cuando se dejaba ver por el
estanco con su caminar sinuoso y elegante, animaba a Braulio a seguir viviendo él
cada día. Y a continuar moviendo sus pies propios, tan sólo con la latente
ilusión de poder vivir con ella en un futuro utópico… Así que no lo pensó más:
no entendía por qué el destino (que castigaba con estridencia su oído de
repente, de un día para otro) le premiaba al mismo tiempo con aquella fácil oportunidad
de ser feliz frente a sus ojos, de forma igualmente arbitraria y caprichosa. Ella
le amaría –pensó– por conseguirle aquel sello excepcional, y llegar a
contemplarlo y tenerlo en su álbum por un tiempo... Y si después lo revendían a
algún coleccionista acaudalado a un alto precio (que sería lo sensato, pues
ambos eran gente humilde y eso les supondría un desahogo en sus vidas) podrían incluso
casarse y formar una familia… Tendrían muchos hijos hermosamente mulatos –pensó
Braulio–. Y sólo el más pequeño fumaría, y ello no antes de cumplir la mayoría
de edad, cuando los demás se hubieran emancipado ya y no pudiera intoxicarles…
Por supuesto lo haría en pipa estrictamente, supervisado por su madre y en un
cuarto de la casa reservado para ello. Y hasta que su hijo (o hija) creciese y dominase
su manejo, jugaría con una pipa de juguete, fabricando pompas de jabón con ella...
Braulio no
quiso dejar correr ya ni un segundo, y pulsó (nerviosísimo) el botón de puja, a
falta de medio minuto para que concluyese la subasta del sello. Hasta la estentórea
voz perversa infantil dejó de hacerse oír en ese lapso, como si la tensión la
contagiara a ella también.
Su oferta de un
mísero euro apareció en la pantalla, entonces. Y tras ella, todas de golpe,
otras noventa, provenientes de pujadores profesionales que esperaron hasta el
último momento para actuar, la mayoría haciendo uso de un programa informático
para automatizar la apuesta… Subieron ellos, así, de manera astronómica la puja
final en pocos segundos. Hasta una enorme cifra dineraria final que superaba en
diez veces la licencia de su estanco, en caso de que Braulio cometiese la hipotética
idiotez (de cualquier forma estéril ya) de intentar vender su medio único de
vida y terminar de arruinarse para pagar la dichosa estampita…
Con la frustración
y la derrota de Braulio, que tuvo que renunciar al poderoso sello con el que
pretendía romper otro igual de fuerte, volvió el chillido horrible a su oreja,
exigiéndole un medidor de radiación gamma… Maldijo doblemente a su torturador
perverso, aun a sabiendas de que seguramente no le oía. Pero se calmó de golpe,
con la nueva casualidad y la sorpresa de ver entrar por la puerta del estanco precisamente
a su amor platónico en persona…
No le hizo él
mención alguna a la intentona con el sello, habría sido humillante para
ambos... En realidad fue Candela la que habló, él solía enmudecer al verla.
Saludó a Braulio vivaracha como siempre, con su melodioso acento taíno felicitándole
las pascuas. Hablaba rápido y le preguntó por cortesía si él pensaba cenar esa Nochebuena
en familia. Braulio mintió diciendo que sí, aunque él vivía (y tenía previsto
cenar) en soledad completa. Y ella le dijo que pasaría las fiestas de Navidad
con su “papito”, que acababa de llegar desde el caribe a visitarla y se
quedaría luego un tiempo en casa... Braulio no se animó a interrogarla a ese
respecto pues, además, ella parecía tener prisa. Aunque –muy ingenuamente– se
le hizo tierno que su padre (que debía ser ya un hombre mayor) cruzara en
solitario el océano solamente con el fin de estar con ella en esas fechas…
Candela tampoco
dio más mecha al estanquero. Y le pidió enseguida un impreso oficial timbrado
para hacer un trámite administrativo urgente. Él permitió que ella lo rellenara
ahí mismo –aunque no era lo ortodoxo–, usando como mesa el mostrador. Pues Candela
le explicó que el plazo establecido ya acababa. Y le quedaba el tiempo justo
para entregar el formulario en la ventanilla de la compañía de correos, que
también tenía estafeta en el gran centro comercial. Se había ausentado de la
peluquería por un rato, aprovechando que a la clienta a la que ella tenía previsto
echar mechas (de color, no de mechero) cuando otra compañera le hubiese cortado
la melena previamente, le estaban lavando la cabeza todavía, antes del corte… De
hecho, Candela llevaba puesta su bata de trabajo. Así que Braulio fue solícito
con ella (aunque lo habría sido en cualquier caso) y le facilitó un bolígrafo
también. Y gozó luego observándola escribir en el impreso con una caligrafía
simple pero firme con su tersa mano sin anillos…
Luego ella pago
el timbre, le dio las gracias y abandonó el estanco sin esperar el cambio.
Deprisa pero sin dejar de mirar un segundo atrás al escaparate, para observar
la exclusiva pipa Davidoff con un suspiro… Después del (ahora sí imposible)
sello azul, aquella elegante pipa era el mayor capricho de Candela. No tan
utópico como la estampita, sin duda (pues la pipa era valiosa, pero tampoco era
de oro). Pero sí imposible para ella a causa de la inflexibilidad del propio
Braulio, sobre todo... Desde el primer día en que Candela hizo escala como un
ferry a vapor en el estanco tras concluir su turno en el salón, cimbreando la
afilada carena de sus curvas para comprar una latita de Irish Oak con la que
alimentar la chimenea de su vulgar cachimba de cerámica (una de esas muy corrientes,
con la pegatina de un paisaje rococó en la cazoleta), se enamoró de la elegante
pipa de brezo de Braulio. Y Braulio Brezo dejó claro –cuando ella le preguntó cuánto
valía– que se trataba de un recuerdo familiar y símbolo del antiguo negocio al
mismo tiempo, de modo que ni había estado ni estaría nunca en venta… Ella se
entristeció, pues adoraba aquel objeto. De modo que siguió empeñada en
preguntar por la pipa cada vez que tenía que ir por algo al estanco. Y Braulio nunca
había cedido. Siempre atrincherado en que la venta era imposible. O bien
pidiendo disparatadas cifras irreales si la dominicana se ponía muy pesada rogando
que por favor se la vendiera a cualquier precio, aunque a ella le costase un
salario mensual comprarla… Le suplicaba, así, repitiendo un mismo argumento. Según
el cual una pipa que acumulaba polvo frío en un escaparate en vez de proyectar
sus partículas incandescentes en el aire, no era igual de tóxica pero sí de
sucia, y además no daba placer ni resultaba útil a nadie.
Cuando Candela
desapareció, rauda, con el papel timbrado ahora, Braulio pensó si no se habría
convertido él mismo también en un polvoriento objeto inútil en desuso. Un solterón
sin novia y sin familia cumplidos ya los treinta años, y sin un futuro claro
malviviendo de un negocio en crisis que en cualquier momento tendría que
cerrar... No es que Braulio fuese tan mayor, pero temía quedarse también él en
el escaparate como adorno… De modo que, cuando la odiosa voz le taladró el oído
y el cerebro una vez más, con la rebuscada exigencia de un condensador
electrolítico, Braulio se planteó rendir su intransigencia con la pipa de una
vez, por sagrado y simbólico que fuera aquel objeto. Y no vendérsela a Candela
sino regalársela directamente, tal como antes había planeado hacer con el
sello…
No entraron más
clientes en toda la mañana. Y Braulio se la pasó rumiando un plan para abordar
a la peluquera de sus amores con la pipa de madera –como otros hacían con una
sortija de diamantes– y confesarle de una vez sus sentimientos, hincando la
rodilla si hacía falta… Pero antes debía vencer su propia timidez para encararse
con Candela de una vez por todas... No era cuestión de hacerlo en la misma
peluquería cercana: la pillaría trabajando, sería inapropiado. Y además la
pondría en evidencia a ella y a sí mismo al hacer eso. Convirtiéndose él de
paso en la comidilla del centro comercial, sobre todo si Candela le daba
calabazas frente a todos… Se le pasó por la cabeza esperar a que ella volviese
a dejarse ver por el estanco –lo hacía con relativa frecuencia–, pero no sabía
cuánto tardaría en hacerlo exactamente. Además, quizá volviera a aparecer justo
en malas circunstancias: por ejemplo, de mal humor por cualquier causa – podría
suceder– aunque su carácter fuese alegre. O teniendo mucha prisa, como acababa
de ocurrir ahora. O habiendo más clientes en la tienda (aunque Braulio tenía
pocos, y no solían coincidir) que impidiesen una confesión tan íntima…
Quien no tenía
problemas para expresarse abiertamente –a puro grito él, a través del micrófono
inyectado en su oído– era el maldito geniecillo tecnológico precoz, que siguió
sin darle tregua en el estanco esa mañana hasta que le imitó la megafonía del
centro comercial. Anunciando ésta con firmeza a los clientes que culminasen ya
sus compras ante el inminente cierre que se prolongaría hasta después del día
de Navidad… Braulio ya había tomado una decisión extrema para entonces:
entregarle la pipa a ella en su casa justo al día siguiente, el 25 de
diciembre, como perfecto regalo navideño. Era un plan muy aventurado aquel, sin
duda. Y además, rayano en el acoso. Hasta temerario incluso, pues Braulio no
sabía cómo podía reaccionar Candela –y cómo iba a terminar él mismo– si él
llamaba al timbre de su casa por sorpresa. Sin haber sido invitado y sin una
previa relación más sólida con ella, aparte de la superficial que consistía en
ser él únicamente el tímido estanquero que le vendía los sellos y el tabaco, es
decir: trocitos de papel pringoso y humo, nada más…
Pero Braulio se
armó de confianza como nunca en su vida. Siempre terminaba por ser valiente si
hacía falta. Y hasta fue ingenioso para conseguir la dirección de Candela fácilmente,
gracias al impreso que ella rellenó en el mostrador con su pulso fuerte, y que
dejó calcada su impronta en el siguiente pliego de la pila… Braulio sólo tuvo
que pasar un lapicero sobre la parte del documento oficial en blanco que había
que cubrir con los datos personales del solicitante. Y allí estaban todos los
de ella –domicilio incluido–, bien legibles en el negativo de su sencilla letra
que dibujó el grafito… Se guardó el papel y arrebató luego la elegante pipa
Davidoff –estuche incluido– de su altar en el escaparate, y la metió en una
bolsita de regalo. Bajó la persiana metálica hasta después de Navidad. Cruzó el
semáforo de vuelta y caminó hacia la parada de autobús para ir a casa, escuchando
cómo el mocoso insufrible le gritaba en el oído que quería una jaula de Faraday
urgentemente… Aunque Braulio sentía la libertad de la aventura, y no el
encierro de una jaula, con el amuleto de la pipa en una bolsa y ansioso por
usarlo al día siguiente. Así que sí sentía prisa él también, en realidad. Con
el anhelo de que pasase el tiempo cuanto antes para poder estar con ella…
Su solitaria
cena de Nochebuena tuvo por toda compañía la vocecilla chillona insufrible del
alevín de astronauta, en carne viva en su oreja. Y después no le dejó dormir
con sus reclamos insufribles pregrabados, aunque en cualquier caso Braulio
habría descansado mal con la ansiedad de la cita inminente…
Se levantó muy
de mañana, nervioso pero con toda la ilusión, tal como era propio en el mismo
día de Navidad. Se duchó, desayunó, se vistió lo mejor posible con su única (y
sencilla) corbata y una pizca de agua de colonia solamente. Salió a la calle y
se encaminó a casa de Candela pipa en mano, muy nervioso escuchando la cansina
voz que le exigía un oscilador de cuarzo. Irónicamente, el perenne reclamo
chillón le sirvió para centrarse un poco y mantener mejor la calma,
distrayéndole de la tensión por el forzado encuentro temerario en el que
pensaba arriesgar todo…
Cuando llegó a
la avenida donde vivía ella, vio el portal de su edificio desde la acera de
enfrente. Iba a cruzar sin más con la pipa en su bolsita de regalo, armado de
valor, dispuesto a llamar al timbre. Pero entonces salió Candela misma del
zaguán, acompañando a un anciano renqueante… Braulio se acordó de que ella
habló de su “papito” venido de ultramar para acompañarla en esas fiestas… Quizá
su padre estaba así de viejo –pensó– aunque ella era muy joven. Pero enseguida
comprendió que se trataba de un vecino, al que Candela ayudaba amablemente a
superar el peldaño del portal…
El anciano
siguió luego su lentísimo camino por la acera en solitario, apoyado en un
bastón. Y entonces apareció –él sí veloz– el auténtico “papito”: un hombretón
cubano lleno de tatuajes y collares, montado en una motocicleta tan ostentosa como
él mismo. Candela le saludó eufórica al verle, al parecer haciendo con el vanidoso
motorista una excepción en cuanto a su gusto por la simplicidad –que compartía
con Braulio– en lo tocante a sus preferencias amorosas, al menos… Se montó a
lomos de la moto de su novio venido de ultramar, como un jarro de agua fría más
voluminoso que un océano para Braulio, que le habría apagado de golpe el
cigarrillo si él fumase. Aunque, en ese caso, lo más probable es que se le
hubiese caído antes de los labios… con la bofetada de realidad que sufrió él al
asumir, en un segundo, que su amor platónico dominicano prefería un puro cubano
antes que su pipa, al parecer –aunque en la República Dominicana se fabricasen
también unos habanos excelentes–.
Braulio se
intentó ocultar detrás de una farola, en un reflejo, cuando apareció el cubano
en su corcel de acero. Pero al ponerse el casco para auparse, tan ufana, a la
grupa de la motocicleta, Candela miró un segundo hacia la otra acera donde él
estaba espiando, por instinto... Braulio estuvo seguro de que llegó a verle
allí apostado, y eso volvió su frustración aún más amarga: si ella no le
hubiese visto, él se habría guardado en silencio el dolor de su impotencia
eternamente (siempre lo había hecho así), conformándose con poderla ver de vez
en cuando en su negocio. Pero ahora era probable que ella le esquivase en
adelante y no volviese a aparecer por el estanco, por burla hacia su bisoñez de
reprimido acosador, o miedo o las dos cosas…
Cuando la moto
se esfumó con su esperanza a cuestas, dejando tras de sí una estela de humo
enfurruñado emitido por el habano metálico de su tubo de escape, Braulio
emprendió cabizbajo el regreso a casa, a pie. Para más inri, el odioso
monstruito se empeñó en amargarle el calvario más aún, sometiéndole a su
particular martirio de exigencias en cascada todo el camino de retorno. Y
Braulio le fue contestando a cada requerimiento absurdo a su manera, en plena
calle. Entre amargado y furioso a viva voz, sin que el geniecillo repelente
pudiera escucharle. Hablando solo, igual que un loco, en plena vía pública, por
mero desahogo. Harto de soportar la cantinela caprichosa en un momento personal
tan duro, además:
– ¡Quiero un
reóstato cerámico!– Gritó el chiquillo
en su oído, a través del minúsculo altavoz.
–Maldito…
– ¡Quiero una
inductancia radial!– Insistió con sus
demandas.
–Hijo…
– ¡Quiero una
prensaestopa poliamida!
–De…
– ¡Quiero un tiristor
de doce amperios!
–Satanás…
Ya una vez en
casa, Braulio rumió su amargura y su fracaso hundido en una autocompasión que
le llevó, de pronto, a un impulso destructivo. Quiso torturarse a sí mismo para
no sentir tanto dolor por culpa de otros. Justo en una pausa en la que el
diabólico duendecillo de su oreja –quizás inmerso en la sobremesa navideña
familiar– le concedió algo de tregua retirándole temporalmente el suplicio.
Acababa él de comer –a solas como siempre– y optó por disfrutar el postre más
amargo y más prohibido: cargó bien de tabaco la pipa Davidoff que no había
podido entregar a su amor imposible y que no había encendido jamás nadie, en
realidad... Y se dispuso a prenderla, para saborear a través de su estrecha
boquilla el gusto amargo de la derrota más literalmente… De pronto, ya no
odiaba el humo de tabaco tanto como se odiaba a sí mismo. Así que decidió
aspirar la pipa tóxica, con la esperanza fantasiosa de convertirse en humo él en
persona y desaparecer del mundo… Pero algo hizo mal al llenar el cuenco de
madera –quizá le entorpeció su abatimiento– porque la pipa no ardía bien y él
no aspiraba nada en ella… Se la quitó de la boca y acercó la cazoleta a los
ojos, para inspeccionarla mejor. Y entonces vio que, en su pequeño hueco,
apenas si ardía una leve brasa, que terminó de apagar él mismo con sus
lágrimas…
* * *
Y así terminó
el año Braulio Brezo, sumido en la soledad y la tristeza. Y con la enervante
voz perenne en su oído, que ni siquiera pudieron solapar las ruidosas tracas de
Año Nuevo. Aunque él había albergado la esperanza de que el ensañamiento
auditivo se esfumase con las fiestas navideñas. Pero no fue así, ni lo sería en
los años y décadas siguientes... Y en aquella primera semana de Enero, Braulio
pudo acudir a su doctor habitual por fin. Aunque, como se temía, el médico le
hizo poco caso… Le costó horrores animarse a confesarle que escuchaba en su
oreja la voz del chiquillo que, por simple azar, se mantuvo en silencio durante
toda la entrevista con el médico. Sí que le escuchó gritar en la sala de espera
previamente, exigiéndole un voltímetro digital… Como Braulio sospechaba, el
médico achacó el fenómeno auditivo a un trastorno sicológico. Pero le
tranquilizó al respecto, explicándole que lo de escuchar voces era algo más
común de lo que la gente se pensaba, y que una de cada cuatro personas
experimentaba algo parecido en algún momento de su vida. Añadió que aquello no
era necesariamente un síntoma esquizoide en sí mismo, como solía creerse
erróneamente. Podía deberse –dijo el doctor– a algún trauma emocional del
pasado, por ejemplo... Y, eso sí, resultaba habitual que lo sufriesen personas
solitarias como Braulio mismo. Así que le animó a que socializase más y
procurara distraerse… Braulio agradeció el consejo, pero insistió al doctor en
que su único trauma era presente, y no pretérito. Y en que aquella maldita voz
le volvía chiflado de veras, aunque él no lo estuviese en un sentido médico
estricto… Y tanto le insistió Braulio al doctor subrayándole que, en su
opinión, habían metido algún tipo de artefacto tecnológico en su oído (el cual,
además de emitir gritos ensordecedores, le causaba un dolor agudo insufrible),
que el médico sospechó que quizá su ermitaño paciente –voces mentales y
aislamiento social aparte– podría tener algún tipo de cuerpo extraño en su
órgano auditivo, el cual quizás había generado una infección causante del
malestar físico del que se quejaba el estanquero… Le exploró él mismo el oído por
si acaso, de forma superficial usando una linterna, pero no notó nada raro a
simple vista. Y aparte, ordenó una radiografía general en la que, para disgusto
de Braulio, no apareció nada fuera de lo común en su oído interno: ni un
micrófono, ni un insecto, ni cuerpo extraño alguno… quizá debido a que el
artefacto que atormentaba a Braulio era demasiado sofisticado y pequeño… o a
que, simplemente, los médicos no buscaban nada insólito –sólo una anomalía estándar–,
y por eso no pudieron distinguir lo excepcional al hacer pruebas, por paradojas
de la ciencia…
Braulio tuvo
que asumir que no podría librarse nunca de su torturador maldito. Aunque con la
resignación llegó la habituación también, y terminó por acostumbrarse –relativamente–
a sus alaridos cíclicos. Tampoco es que
le hiciese compañía en su vida solitaria aquella voz chillona demandante, que
se dejaba oír cada veinte minutos más o menos. Con la excepción de alguna que
otra pausa algo más larga –de varias horas, incluso– cuando el monstruito estaba
en la escuela o le absorbía alguna ocupación seria en su día a día, alejándole
más tiempo del micrófono… Pero Braulio asumió a la larga aquel castigo infame. Como
quien se acostumbra a escuchar a unos vecinos molestos sin posibilidad de cambiarse
él de edificio (o en el caso de Braulio, de cabeza). O a sufrir la marabunta del gentío en la calle
en un día de fiesta, que, en su caso, se terminó por hacer mucho más largo que
el fasto nupcial de un marajá.
A veces –sólo a veces– Braulio lograba neutralizar la
voz nefanda en su conciencia como un yogui, y relajarse razonablemente (por
ejemplo, al dormir). Reduciendo, en su mente, la perenne molestia al nivel del zumbido
eléctrico de fondo de la nevera en plena noche, por ejemplo... Aunque casi
siempre la exigente voz tenaz era un suplicio a todo volumen, imposible de
paliar. Que le asaltaba en cualquier espacio, tiempo y situación sin previo
aviso, amargándole y alterándole la vida... A veces, para huir en parte del abuso,
Braulio acudía a una lavandería pública. Metía su ropa en una lavadora –y en la
secadora luego– y trataba de distraerse leyendo allí el periódico. Sentado muy
cerca de la batería de máquinas en funcionamiento, aprovechando que su ruido
conjunto conseguía solapar un poco el del chillido horrendo... Otras veces se
ponía unos auriculares con la música a tope, aunque eso terminaba por aturdirle
más aún… En una ocasión, Braulio acudió a una ceremonia religiosa en la iglesia
de su barrio. Él nunca iba a misa, y no porque odiase el humo del incienso. No
le gustaba su olor, pero tampoco lo consideraba igual de tóxico que el efluvio
del tabaco, a fin de cuentas. Aunque Braulio no entendía que en las iglesias y
las biblias (y en los templos y libros de otras religiones), no advirtiesen del
grave riesgo tóxico del dogma en letras gruesas, como se hacía con el de la
nicotina en los paquetes de tabaco…
En cualquier
caso, él era agnóstico, más bien. Pero decidió entrar en la parroquia en medio
de una misa, con la esperanza de encontrar algo de paz allí. Precisamente un
día en el que el mocoso abyecto fue especialmente obstinado en su afán por
reclamarle cosas imposibles taladrándole sin compasión la oreja. En pleno
sermón del cura, el niñato odioso, cuando parecía haberle dado tregua a Braulio
al fin –como si, de alguna forma, hubiese decidido respetar aquel espacio
sagrado–, le gritó en el oído una vez más, con toda su energía reprimida hasta
entonces. Exigiéndole un sismógrafo de banda ancha, con un volumen sonoro que
habría causado un terremoto, de hecho, en esa iglesia, destruyendo sus
vidrieras si hubiese sido oído por todos los presentes retumbando bajo la bóveda
arquitectónica del templo. En vez de sonar en exclusiva –tal como ocurrió– en
el íntimo interior de la otra bóveda de la oreja de Braulio, quien perdió el
control de pronto, sin poder aguantar más. Justo cuando el cura aleccionaba a
los feligreses sobre los beneficios del silencio discreto y la templanza. Momento
en el que el estanquero emitió, fuera de sí, un alarido propio en respuesta al
del tirano infantil que sólo él podía oír, e igual de fuerte –o incluso más–
que el de su verdugo. El cual repercutió –este sí– en todo el edificio, dejando
espantada a la feligresía y mudo al cura: «¡¡Cierra ya tu puto hocico, maldito hijo del demonio!!»
–Gritó Braulio por un impulso irracional
y con la voz desencajada, interrumpiendo al impactado sacerdote sin medir las
consecuencias. Un minuto antes de ser expulsado del templo sin miramientos por
los escandalizados devotos, no sin cierta razón por parte de ellos dada la
ambigüedad del escenario… Huelga decir que Braulio no volvió a la iglesia
nunca. Y si ya estaba aislado de la sociedad de su barrio, eso terminó de marginarle
por completo entre sus mojigatos vecinos... Aunque por fortuna, aparte del
sueño idílico de la “candela” que prefería arder abrazada al bruñido candelabro
de los fuertes brazos de un cubano antes que aferrarse a su delgada pipa, a
Braulio todavía le quedaba el bar de Arcadio: el único refugio en la ciudad
libre de humos y también de ruido al mismo tiempo.
No es que
Arcadio fuese su amigo estrictamente –solo le servía los cafés que preparaba en
una silenciosa cafetera de cápsulas, y le daba algo de charla– pero era lo más
parecido a eso que tenía el estanquero. Y en el fondo compartían ambos cierto tipo de
caprichoso ostracismo que la gente consideraba –más llanamente– una rareza. Braulio
regentaba un estanco y vendía en él tabaco, aunque odiaba el humo. Y Arcadio
era el dueño de una tasca de barrio y –aparte de no dejar fumar por ley en
ella– detestaba de forma personal el ruido, sobre todas las cosas:
«Si enchufase la tragaperras –solía decir él, pues
tenía una de adorno– ganaría más dinero a cambio de soportar su barahúnda. Y
sacaría más aún si pusiese el sonido de la tele en los partidos de fútbol: este
es un local muy céntrico y se llenaría de forofos los domingos... Pero la tranquilidad
no tiene precio. Y si alguien protesta porque mi local le aburre, pues que pase
de largo, hay bares a miles. Yo me apaño con el mío bien para ir viviendo…»
Lo que sí le
atraía a Arcadio un público fiel (pero discreto) era su pintoresca costumbre de
comentar con locuacidad chusca –aunque sin gritos ni estridencias– lo que salía
en la pantalla del receptor televisivo con el volumen apagado, inventándolo él por
completo o intuyéndolo. Todo empezó un día en el que no encontraba el mando a
distancia, y se le ocurrió encender la pantalla colocada en una alta repisa (sin
subirle el volumen, por supuesto), recurriendo a un palo largo para ello. Cuando
la prendió por ese método precario, se le vino a la cabeza improvisar un
comentario acerca de una conocida actriz que él detestaba. Y que estaba siendo
entrevistada en la imagen por un no menos conocido periodista de farándula, que
a él le caía peor aún, pues le parecía un narcisista y él odiaba eso... El
intercambio entre ambos personajes no se oía en absoluto, pero Arcadio se
inventó el diálogo. Señalando con el palo al uno y a la otra según iban
moviendo los labios, y añadiendo él una sarcástica glosa improvisada truculenta, como si fuese un antiguo
coplista de ciego… Los presentes en la tasca se echaron a reír, y hasta obtuvo
algún sincero aplauso. Y aunque eso le dio ánimos a Arcadio para seguir deleitando
a sus clientes con alguna que otra improvisación más de vez en cuando, procuró
contenerse en lo posible en el futuro y dosificar esos teatrillos. Por miedo a
que los aplausos se multiplicaran de verdad, fomentando al mismo tiempo el
ruido en su local (cosa siempre indeseable) y también una celebridad personal que
él no buscaba…
Un día de
carnaval hacía algunos años, estando Braulio allí presente en la barra del bar,
Arcadio le dejó bien claro al estanquero (aún no se conocían ambos bien) hasta
dónde llegaba su intolerancia con el ruido. No dejaba entrar a nadie con
disfraz en su taberna, aunque absurdamente sí había decidido abrirla al público
justo en esa fiesta. Pues era obvio que las máscaras desinhibían a la gente,
provocando que esta fuese más propensa al alboroto, y Arcadio se empeñó en
combatir eso... No todos iban disfrazados por la céntrica avenida, claro. Así
que tampoco le faltaron los clientes. Como el propio Braulio Brezo, que iba él de
paisano, aunque quizá si le habrá cuadrado bien un tópico disfraz de Sherlock
Holmes sujetando una pipa… Lo que no habría podido deducir Braulio –ni siquiera
de esa guisa de sabueso– fue la inflexible (e incluso cruel) actitud del dueño
del local. Cuando este vio asomarse tímidamente a la puerta a un muchacho joven
vestido de payaso, con camisa a rayas y la cara pintada de blanco:
–«
¡A hacer ruido, a la calle! ¡Largo de
aquí!»
–gritó, intransigente, Arcadio, sin dejarle entrar siquiera. El pobre chico se
encogió de hombros sin decir palabra. Y sonrió a todos los presentes con
tristeza, antes de poner el pie fuera de nuevo.
–«Pero
hombre, Arcadio ¡que era un mimo!» –Le regañó Braulio en vano, pues el hostelero (no tan
visual él como auditivo) no sabía distinguir bien entre disfraces.
Más allá de sus
manías, Arcadio –como buen dueño de un bar– llevaba dentro un filósofo. Y si
estaba inspirado y le daba cuerda alguien, sabía razonar muy bien el motivo oculto
de su visceral grima hacia el ruido:
«Yo
crecí en una aldea –le gustaba decir– escuchando el trino suave de los pájaros,
el viento en las espigas… y sobre todo el silencio. Dicen que la voz de las
sirenas es lo peligroso, que hay que taparse los oídos para que no te empujen
al abismo marino… pero el verdadero riesgo es el silencio, pues ese te puede
arrastrar al fondo de ti mismo, y eso sí es mortal si no logras manejarlo bien. Por eso la gente hace tanto
ruido: para no escuchar su voz interna, y tener que sucumbir entonces al vacío si
descubre que esa voz, en realidad, no dice nada… De ahí que algunos se suiciden,
porque no soportan el silencio en su cabeza. Otros, en cambio, arman alboroto,
para escapar de su hueco interior y de ese vértigo angustioso. El silencio es
un abismo amenazante, sí, pero hay que sentarse en su borde y no temerlo. Pues
solamente en la morada del silencio (o en su cercanía) fluye el pensamiento
bien. Ya que, hasta el poco silencio que escuchamos, suena demasiado fuerte
casi siempre, como el de los funerales…o el del odio. Y cuanto más intenso lo
sentimos, más nos miente. Por eso los megáfonos tienen forma de embudo: no para
que la voz se escuche más, sino para que se oiga solamente lo que interesa a
los que gritan…»
»
Si supiésemos escuchar bien el silencio,
amigo Braulio –Le decía Arcadio al estanquero algunas veces– créeme que hasta la voz
más débil, hasta el menor susurro, nos parecería un alarido»
Arcadio le repitió eso mismo a Braulio en su
bar justo el último día del mes de Enero. Cinco semanas después de su trabajo
eventual de Santa Claus, cuando el infame retaco le inyectó el micrófono en la
oreja con su pistola de astronauta… Y la tortura auditiva persistía aún –y se
prolongaría décadas–, a la vez que el negocio del estanco crecía en pérdidas hasta
volverse insostenible... Pero un acontecimiento inesperado mejoró las cosas,
trayendo a Braulio un bálsamo pasajero para su soledad y definitivo para sus
problemas económicos. Estaba en el estanco una mañana tratando de cuadrar las
cuentas sin haber tenido ni un cliente, cuando apareció el que él menos se
esperaba, un mes después de la vez última… Candela le impidió emitir sonido
alguno, como siempre. Anticipándose con una actitud impersonal y esquiva esa
vez, pero sin aire alguno de rencor…
Le pidió ella un
impreso timbrado oficial, igual que un mes atrás. Se fue aparte a rellenarlo,
en un rincón del mostrador. Braulio, avergonzado y tenso sin saber lo que decir
o hacer –seguía él teniendo claro que ella le había pillado espiándola en su
día, frente a su propia casa– la vigiló también ahora de soslayo, fingiendo
concentrarse él en sus cuentas. Le extraño que ella rellenase el documento
demasiado deprisa, y de manera descuidada y azarosa en apariencia. Para rematar
lo absurdo, ella pagó y, consciente de que Braulio la espiaba al salir (como también
lo fue aquella vez frente al portal), hizo una tosca bola con el papel timbrado
que acababa de pagar tras haberlo cubierto abruptamente, y se lo guardó en la
manga como si fuera un pañuelo. Por no tirarlo al piso y, sobre todo, con la
intención de que él la viera desecharlo y convertirlo (con ese extraño gesto)
en algo tan inútil como –en teoría– su presencia en el estanco. Y antes de dar
la espalda y “esfumarse” –palabra que no gustaba nada a Braulio, pues sonaba a
humo y abandono al mismo tiempo–, Candela miró esta vez al estanquero, suspirando
en el último segundo. A él en carne propia, y no a la pipa familiar del
escaparate como hacía siempre, tal que si hubiera cambiado el objetivo de su
anhelo ahora... Con un brillo enigmático en sus ojos al hacerlo, pero también con
un claro aire de súplica en ellos. Luego Candela desapareció veloz como la luz
a la que –igual que al fuego– hacía alusión también su nombre.
Cuando ella se
hubo ido, Braulio seguía tan confundido y nervioso que tardó en reaccionar y
hacer lo más lógico. Se acercó a la pila de impresos y “difuminó” (palabra
también con raíz de humo, pero de uno suave como el de un palito perfumado) la
punta de un lápiz sobre el primer pliego del montón. Ella había calcado adrede
al escribir, para que él tuviese que desvelar el enigma y ganar tiempo en la
huida. Pero dejándole bien claro con ello, de paso, que no sólo sabía que
Braulio la había estado espiando frente a casa un mes atrás. Sino que había
deducido también su astuto método concreto para enterarse de sus señas. Del
cual ella ideó hacer uso ahora igualmente, con timidez y picardía al mismo
tiempo.
Lo que el lápiz
frotado dejó ver fue una frase breve, justo en el espacio del impreso reservado
para las reclamaciones: “Escupió en mi
llama”. Y Braulio dedujo en un instante que aquella era la forma que
Candela tenía de decir que su novio cubano le había roto el corazón… De paso,
Braulio entendió aquello como una petición desesperada de consuelo. O así lo
creyó ver, con el refuerzo añadido de la mirada desolada de Candela justo antes
de hacer mutis… No es que a Braulio le hiciese tampoco una ilusión enorme que
su idealizado amor platónico le quisiera de pañuelo nada más, y de segundo
plato encima. Pero no dejaba de ser una ocasión óptima para romper con ella el
hielo. Y además también pesaba el afán de desahogo de su instinto básico... Así
que, en cuanto cerró el estanco, volvió a casa escuchando a su verdugo exigirle
uno tras otro los componentes necesarios para construir el espectrómetro de un
satélite… Braulio mismo volaba más allá de la exosfera en su cabeza, siguiendo
el rastro del meteoro de Candela. Y una vez que aterrizó en casa, meditó la
forma adecuada de abordarla a ella sin caer en picado y estrellarse igual que la
vez última… Aunque terminó pensando que lo mejor era no calcular tanto, y tirarse
sin miedo pero con paracaídas: la otra vez se lanzó a ciegas del todo, pero ahora
le animó un guiño evidente… Así que se
volvió a poner su única corbata y se presentó esa misma tarde en casa de
Candela. Lo tenía todo para triunfar allí por fin: la convicción y el
sentimiento. Y hasta la sutil aprobación de ella para plantarse él en su hogar
sin más preámbulos. Solo que esta vez –cosas de la precipitación y de los
nervios– a Braulio se le olvidó llevar la pipa…
Ella le recibió
bien y no le importó la ausencia del regalo que, en todo caso, no esperaba. Y
como Braulio sí supo prever, se dedicó toda la visita a echar pestes de su
novio cubano, que la había venido a ver en Navidad con la excusa de buscar un trabajo
temporal cerca de ella, como paso previo para establecerse del todo y vivir juntos. Pero al
final, solo había sido una estrategia para sacarle dinero y burlarse de ella
–según Candela le explicó muy melodramática–, antes de regresar tan pancho a su
país dejándola tirada… Candela no hablaba muy claro tampoco, pero Braulio
dedujo que la crisis de pareja sí era seria. Y cuando ella se calmó algo y dejó
la llantina, Braulio le contó sus propios problemas con el estanco en crisis… Y
eso fue todo. Tomaron un café y luego se subieron al mismo autobús, para
afrontar el turno de tarde en el centro comercial: él en el estanco y ella en
la peluquería. Quedaron para pasar el día siguiente entero juntos. Era domingo
y lo disfrutaron al máximo. Comieron en un kebab, fueron al cine y finalmente,
cuando él la invitó a su propia casa, Candela le demostró a Braulio allí mismo –y
eso que supuestamente él era el experto– cómo se debía emplear la pipa que esta
vez él no olvidó obsequiarle. Y de hecho Braulio quedó muy impactado con la
destreza de Candela a la hora de usar la pipa de él haciendo que ardiese bien
pese a estar húmeda. Y sobre todo con su insólita pericia –que él nunca hubiera
imaginado– para gozar en sí misma el instrumento (una vez ya suyo y bien
cargado), consiguiendo absorber y expulsar humo del mismo usando para ello su
segunda boca…
Ella fumó
después de haber fumado, relajadamente. Y a Braulio, no menos satisfecho,
pareció no importarle el humo de ella en absoluto, cuando él logró fumar
después de mucho tiempo… El geniecillo del micrófono minúsculo apenas estorbó
el encuentro un par de veces, con el único efecto de aumentar algo los gritos. Y
Braulio casi le perdonó sus insufribles molestias esa vez. Aunque el maldito no
tardó en recordarle bien quién era, cuando multiplicó sus agresiones durante
toda la semana, hasta el siguiente domingo en el que los amantes (del tabaco)
volvieron a reunirse para aspirar el cálido elixir, en casa de ella esta vez… Y
así estuvieron Candela y Braulio un mes entero, de nido en nido probando toda
clase de mixturas. Aunque la mejor era la de ella misma, Candela, sin dudarlo:
su fragante piel de burley que olía a madera y chocolate al mismo tiempo. Y en
cuyo contacto la pipa que tan amablemente le obsequió su amante, adquirió un
lustre distinto. Y, lo mismo que a su antiguo dueño Braulio y su piel propia –por
no hablar de su más íntimo instrumento–, también se le adhirió a la pipa Davidoff
un nuevo aroma más vívido y más denso, del que jamás se llegaría a desprender.
Pero al final
el viento arrastró el humo que no logró apagar la lluvia de unas lágrimas… Una
mañana Braulio trabajaba en la trastienda del estanco en grave crisis, muy
absorto inventariando el almacén pensando ya en cerrar. Creyó escuchar el sonido de un papel al arrugarse, y después los
suaves pasos de un cliente haciendo mutis –cosa rara, pues allí ya no entraba un alma–. Se
asomó con parsimonia él y no había nadie ya. Solo la elegante pipa Davidoff dentro
de su estuche, coronando una pila de impresos en un rincón del mostrador.
Braulio raspó, intrigado, el primer timbre oficial con un lápiz, justo en un
recuadro amplio reservado para las sugerencias. Y leyó en él lo siguiente:
«Donde hubo
fuego, quedan brasas, dicen.
Pero yo no
soy brasa: soy Candela, y sigo ardiendo.
Devuelve
la pipa a su lugar, papito. Yo volveré al mío.
Te ayudará,
créeme. Ahora tiene mi embrujo».
Braulio dedujo al instante que el sutil aroma
de un habano seguía atrayendo a Candela desde el otro lado del océano, y había
decidido cruzarlo ella en pos de él, perdonándole sus faltas... De hecho, Braulio
ya nunca volvió a verla. Y esa soledad le dejó triste sin duda. Pero aliviado
también, al mismo tiempo. Pues Braulio amaba la sencillez antes que nada, y una
relación de pareja nunca es algo simple… No obstante la presencia de Candela
–incluso ausente– era adictiva, igual que un cigarrillo. Sobre todo una vez que
uno había tenido la suerte de probarla en sus labios… A Braulio le encenagaba
el alma el alquitrán de la ausencia, sí, pero terminó por superar eso. Con
doliente resignación, como hacía con la presencia perenne en su oreja. Y al
devolver a su sitio en el escaparate la pipa que ella había limpiado bien antes
de entregársela, Braulio notó en ella, pese a estar vacía e impoluta, el
intenso aroma del burley tostado al fuego de Candela –el cual también
impregnaba la piel de él con persistencia, por más que se duchase–.
Y no sólo Braulio advirtió el envolvente efluvio
de esa fragancia en la pipa. Pues en adelante los curiosos se fueron acercando al
escaparate del estanco en un buen número –sobre todo los hombres– sin saber muy
bien por qué. Como atraídos por el influjo de la pipa expuesta, de algún modo.
Y muchos entraron luego dentro a comprar tabaco, en adelante, narcotizados al parecer por
una repentina adicción a aquel aroma… Tanto fue así que Braulio se recobró
enseguida de las pérdidas con la nueva clientela inesperada. Y no es que le
gustase crear adictos a su propia mercancía. Pero igualmente todos los
fumadores que acudían a su estanco a husmear ahora la esencia de
Candela allí, estaban enganchados ya a la nicotina previamente, más allá de un (limpio) aroma concreto. Y no había
diferencia si le compraban el tabaco a él o a otro estanquero (salvo en su
cuenta personal de ingresos, claro).
* * *
En pocos meses el estanco de Braulio volvió a
ser un negocio boyante, incluso, congregando en exclusiva de forma gradual a todos los
fumadores del distrito... Y eso no le volvió rico, pero Braulio pudo vivir
holgadamente en el futuro sin más preocupaciones económicas. Hasta que se
jubiló de forma voluntaria y cerró definitivamente el establecimiento familiar
que ya no pudo heredar nadie, pues Braulio nunca tuvo hijos.
Mucho antes de eso y a la vez que crecía su
negocio, fue haciendo lo propio el diablillo humano atrincherado en su oreja. Pasó
al final un año completo desde su desencuentro con Braulio, cuando el
estanquero se vio forzado a ejercer como Papa Noel para ganarse un sobresueldo.
Pero ya no precisaba hacer eso ahora, gracias a que su estanco terminó
esquivando la bancarrota con holgura. Debido al poderoso efluvio caribeño de
Candela impregnado en una pipa que ya no volvió a abandonar jamás el escaparate
del deseo… como Braulio mismo, quien se quedó soltero siempre, aunque se
permitió algún que otro escarceo.
Y de nuevo en víspera de Navidad, el alevín de
ingeniero aeroespacial –que no cesó de atormentar a Braulio Brezo un solo día
en esos doce meses con sus reclamos rebuscados– dejó escuchar su voz en lo más
profundo del castigado oído del solterón estanquero. Y por vez primera lo hizo
sin el chillido de un reclamo escueto (aunque punzante) como tal, en un
principio. Sino como un paréntesis en
forma de inquietante declaración de intenciones, en un tono de voz más
atemperado. Antes de continuar, eso sí, día tras día, mes tras mes y año tras
año torturando a Braulio con sus chillidos exigentes de siempre. Durante
décadas incluso, hasta que éste fue ya viejo y bajó definitivamente la persiana
de metal de su negocio. Una vez que hubo rescatado del escaparate de cristal
–para guardarla de recuerdo– la misma pipa familiar que, al contrario que
Braulio en persona, no perdió un ápice de su bruñido brillo ni su aroma en todo
ese largo tiempo…
«Escucha
–Le dijo a Braulio en la oreja la fría voz infantil, un año exacto después de
haberla tenido que sufrir por vez primera–: no sé quién eres, ni tu nombre, ni
dónde vives ni a qué te dedicas realmente. Pero ahora sé que no puedes ser Papá
Noel… de todos modos, me seguiré divirtiendo a tu costa mientras viva, no lo
dudes. O al menos, hasta que me consigas todo lo que pido» –sentenció con una cruel serenidad. Y culminó con el
alarido de un enésimo reclamo tecnológico, tan sólo un minuto después de haber dictado
su condena. Y ello cuando Braulio –que se había tomado muy en serio la
advertencia– pensaba ya que, de lo malo, se había librado de quedarse sordo
hasta el próximo ciclo de veinte minutos: « ¡Quiero un contador Geiger!» –Le espetó a traición su torturador abominable, poniendo
toda su fuerza pulmonar en ello. Dejándole un zumbido de fondo en el oído a
Braulio similar al que producía el aparato que le solicitaba, y que al
infortunado estanquero le duró los diecinueve minutos siguientes hasta una
nueva agresión auditiva...
Ahora que su economía iba mejor, Braulio había
acudido a varios médicos de pago, con la última esperanza de que alguno de
ellos solucionase su problema ya que no lo había hecho el del seguro. Pero
ningún experto otorrino logró hallar cuerpo extraño alguno en su oído, ni por
medio de las más sofisticadas pruebas, y le remitieron todos a un sicólogo… Así
que Braulio se resignó definitivamente a ser la víctima fácil del tirano
infantil que había dejado bien claro que jamás le daría tregua. A veces,
Braulio se rendía y le hablaba a su torturador en plena desesperación, rogándole
tiempo para conseguir el sofisticado instrumental que él le pedía –y que ni
sabía cómo conseguir o pagar, en realidad–. Pero eso más bien era un desahogo de
él hablando solo, pues desde el principio Braulio había tenido bien claro que
el chiquillo no podía oírle. Aunque bien podría haberle inyectado un micrófono,
lo mismo que le puso un altavoz. Pero probablemente el monstruito evitó eso
para hacer más sofisticada la tortura (razonaba Braulio), añadiendo a la
distancia física entre ambos también la emocional, para crear así un muro
infranqueable…
Eso llevaba a Braulio a pensar en los
creyentes de las diversas religiones. Condenados estos como él a no poder
obedecer mil exigencias morales imposibles de sus dioses y, para colmo, sin
acceso alguno a quien se las trataba de imponer que les permitiera hacerse oír
por él y negociar de alguna forma su destino… Y quizá ese era también otro motivo
por el que el astuto diosecillo científico infantil escarmentado, no le había dado
a él la opción de defenderse con palabras: para no tener que sufrir él, en
contrapartida, las estériles súplicas y promesas de Braulio. Muy capacitado
este para hablar con retórica sensatez de cualquier cosa, como persona mayor
que era. Pero también tan limitado como todos los adultos a la hora de plasmar
en hechos sus palabras…
Aunque el científico precoz de la pistola de
astronauta acabó por convertirse en paradójico adulto él también, con el correr
del tiempo. Sin dejar por ello de pedir a Braulio cosas imposibles con su boca
puesta en un micrófono. A sabiendas de que Braulio (que ni era un Papa Noel ni
un genio de la lámpara tampoco) nunca habría podido conseguírselas, incluso en
caso de que él mismo le hubiese dado al pobre estanquero la opción de contactar
de una manera más directa (y más humana) en cualquier parte y hablar ambos de
eso... Lo único que cambió a oídos de Braulio en la torturante voz maldita del
micrófono, fue el tono: se fue haciendo más grave con los años –por natural
evolución biológica del niño– y algo más serena también. Las peticiones meramente
retóricas –que, a la larga, según fue creciendo el demandante, ya no esperaban
ser cumplidas de verdad– siguieron siendo tecnológicas en su mayoría. Pero,
según iba madurando quien las formulaba únicamente para divertirse importunando
al estanquero, se volvían algo más cabales. Y a veces incluían demandas emocionales,
incluso. Más difíciles aún de saciar estas que las relacionadas con la
actividad científica…
El mismo día en el que
el monstruito cumplió los quince años, casi hizo estallar la cabeza de Braulio con
su manera particular de celebrar esa efeméride:
– ¡Quiero un amplificador nuevo! –Gritó
con fuerza, pero no de forma tan radicalmente ensordecedora como el estridente riff
de heavy metal que hizo sonar acto seguido en su guitarra eléctrica. A través
del supuesto bafle viejo para el que exigía un remplazo, que pegó antes al
micrófono con el ánimo nefando (al parecer) de taladrar el tímpano de Braulio
de una vez por todas, sumando el golpe acústico al agudísimo acople que se
produjo de rebote… Fracasó en su hipotético intento destructivo, pero marcó a
su víctima con la impronta de un molesto zumbido que se prolongó durante horas,
sumado a un severo dolor de cabeza igual de largo. Aunque Braulio hubiera
agradecido de verdad que el ya adolescente engendro del demonio le hubiese
dejado sordo definitivamente. Para descansar por fin de él y no tener que
soportar ya ni un día más su irritante voz en el oído…
No logró Braulio eso tampoco. Y según el violento
emulador de Eddie Van Halen iba cumpliendo años y décadas, Braulio pudo ser
testigo en cierto modo (a su pesar) de su progresiva evolución biográfica, según
la iba intuyendo. Cuando el cargante cafre superdotado tecnológico fue a la
universidad, se llevó consigo a su cuarto de estudiante el sistema portátil de
transmisión inalámbrica de voz con el que torturaba cada día a Braulio –en
realidad, lo acarreaba con él siempre en todos sus traslados–. A veces, algún
que otro compañero de residencia estudiantil se colaba ante el micrófono y molestaba
a Braulio con obscenidades o insultos gratuitos… En una ocasión, cuando su
verdugo ya debía estar cerca de obtener la licenciatura como ingeniero
aeronáutico, Braulio pasó una noche entera en vela soportando los sobeteos, gemidos
y jadeos de sus escarceos sexuales con una compañera de estudios. Y ello debido
a que el rifirrafe pasional de ambos activó por accidente el micrófono, justo
un día en que el don juan aspirante a explorador marciano había planeado no
encenderlo –aunque por intimidad propia y no por altruismo– dándole a Braulio
un respiro… Y aquello, además de perturbarle el descanso, despertó también en
Braulio las brasas de su deseo dormido, sin tener él ya una “candela” a mano
–salvo la de su mano– que los pudiese convertir en una llama…
– « ¡Quiero otra
beca de investigación! ¡Esta no cubre una mierda!» –Escuchó
un día Braulio, poco después del escarceo. Y esa misma exigencia (muy lejos de
la atribución del estanquero y de su economía de ciudadano medio, como casi
todas las que recibía) se repitió bastante en los siguientes meses. Hasta que
al superdotado estudioso pareció irle mejor, tal como se fue trasluciendo en
adelante en el tono jovialmente optimista de los reclamos con los que se
divertía a su costa, atormentándole con cualquier excusa…
Cuando el geniecillo embrión de aventurero
aeroespacial ya debía ser un científico profesional de veras, convertido en
todo un hombre superada su treintena, Braulio (que ya era él un cincuentón a
esas alturas) se tomaba relajadamente un café tibio en el bar sin ruido de
Arcadio (cuya edad propia era poco más joven que la del estanquero). En el
noticiero que mostraba el televisor y durante una transmisión en vivo (con el
volumen quitado como siempre), se veía la muda imagen de un sofisticado y
carísimo cohete tripulado en su torre de lanzamiento. El cual (visto por fuera,
al menos) tenía el aspecto de un vulgar cigarro inmenso prendido en su punta, en
realidad. La enorme nave cilíndrica despegaba en completo silencio en la
pantalla, envuelta en una densa humareda por la ignición del combustible (y no la
del tabaco) que la hizo desaparecer del todo durante unos instantes... Más que fruto
de una racional tecnología, aquello parecía magia, como bien subrayó Arcadio.
Pues una vez que se fue el humo de la torre, el cohete ya no estaba ahí… Lo que
no desapareció esa vez (ni lo había hecho antes jamás, una vez cumplidas ya más
de dos décadas y superado ya, así, el ecuador del dilatadísimo suplicio forzoso
contra Braulio) fue el sonido maldito que colonizó su oreja. Y esta vez
Braulio, de forma simultánea y paralela a la silente imagen del cohete en la
pantalla del bar, no escuchó una voz humana en su órgano auditivo, sino el profundo
estruendo vibratorio del propio despegue de la astronave, que el televisor sin
audio negaba a su otro oído. Él atribuyó de forma errónea aquel fenómeno
acústico asimétrico a que, seguramente, su diario torturador acústico debía
estar viendo en la televisión lo mismo que él cuando activó el micrófono (todo
el planeta lo hacía en ese instante, en realidad, pues se trataba de un
acontecimiento histórico). Así que Braulio razonó que, con su malicia habitual,
el troll sonoro había tenido la ocurrencia de subir hasta el mayor tope posible
el volumen de su receptor televisivo, para torturarle a él con ese estrépito (de
forma inversa a lo que Arcadio hacía con su propia pantalla del bar, dejándola
en total silencio él).
Pero Braulio ignoraba (aunque su teoría era
plausible) que el embrión de astronauta había eclosionado finalmente de forma tan
subrepticia para él, que no tuvo la intuición de atar los cabos que enlazaban
lo que pasaba dentro de su cabeza (o de su oreja) con el mundo externo… De modo
que el sonido que percibió de su verdugo no era el de un televisor como él
creía. Sino el del propio cohete espacial dentro del cual viajaba éste en
persona rumbo a Marte, cumpliendo al fin con su heroica ambición de niño…
Y ni siquiera en ese larguísimo trayecto entre
dos planetas distantes entre sí casi sesenta millones de kilómetros en su
posición de perihelio (la más corta), y durante una expedición que terminó por
prolongarse tres años finalmente (entre la ida, la estancia breve en el destino
para hacer experimentos y tomar muestras, y la vuelta a casa), dejó el
estanquero Braulio de sufrir la penitencia perenne auditiva con sus reclamos
imposibles... Si acaso se volvió algo más irregular dicho castigo, con periodos
de enigmático silencio que, como mucho, se llegaban a prolongar dos o tres días,
dejándole un respiro a Braulio al menos. Una vez, a cuatro meses exactos del
despegue del cohete, la voz habló al oído de Braulio en un tono humilde y
cordial por vez primera. Como si a quien la emitía le empezasen a dominar el
miedo y la nostalgia, flotando en tierra de nadie en el gélido vacío sideral en
pleno viaje de ida todavía. Aunque Braulio ni siquiera sospechaba dónde se
encontraba realmente quien, de forma excepcional, se dirigió a él con sutileza:
–«No sé si
sigues escuchándome, estoy lejos –dijo
en tono quedo, como ahorrando energía– aunque
rediseñé el sistema de emisión para que continúe activo hasta en la mayor distancia,
si es que el receptor funciona aún» –explicó. Y añadió su petición enésima,
con un acento lúgubre–: «quiero volver a
casa vivo».
Braulio
no supo comprender bien esa súplica. Pues, en su inopia de hombre sencillo y
provinciano, seguía él sin relacionar al antiguo y voluntarioso (en un sentido
doble) monstruito de diez años y su pistola de juguete (el cual soñaba antaño con
ser un astronauta auténtico, como tantos otros niños), con el genuino
explorador espacial adulto en el que acabó por convertirse a fin de cuentas. El
cual luchaba ahora por sobrevivir a una arriesgadísima aventura y hacer
historia al mismo tiempo. Sus comunicaciones empezaron a llegar de forma
intermitente a Braulio pero con un patrón continuo, como las caladas a un
habano. Sin que Braulio, a quien sólo preocupaba no sufrirlas, se molestase en
razonar por qué… Y al año justo de su partida envuelta en humo en un cohete, la
voz sonó muy transparente en cambio en la oreja del estanquero. Preñada de contenida
emoción al dirigirse a su víctima con una abierta empatía desde la cabina de la
nave:
–«Es hermoso lo que estoy viendo ahora
mismo –dijo–. Muy hermoso. Ojalá pudieras verlo tú también»–
Fueron las palabras exactas, que Braulio le volvió a escuchar
dirigirle de nuevo pocos años después, repetidas entonces de manera literal (hasta
en el sincero sentimiento) en un contexto diferente. Cuando el héroe astronáutico
que culminó su hazaña legendaria sano y salvo y con éxito al final, y regresó en
su día al hogar terrestre sin graves contratiempos, se casó después en tierra
firme y tuvo por primera vez en brazos a su hijo…
Y luego de esa tregua amable, el enemigo
mortal del estanquero volvió a la carga con sus alaridos agresivos. Cuando le
empezó a pesar la fama por su logro histórico, y Braulio (desconociendo ese
motivo) le escuchó gritar más de una vez: «No aguanto más tanta atención, ¡quiero estar
solo!». Y sobre todo cuando su convencional
obligación de padre y esposo hogareño se le hizo mucho más cuesta arriba al
parecer que la sofisticada labor como astronauta en el espacio:
–«
¿Cómo
demonios se pone este pañal? ¡Quiero una niñera!» –Le martilló a Braulio
el oído al gritar eso, cierta vez. Y en adelante notó su voz más tensa
progresivamente, como si el estrés y la amargura le hicieran mella de algún
modo al padre primerizo. Un día, la voz se puso ante el micrófono para
espetarle una exigencia absurda cualquiera de las suyas. Pero algo la
interrumpió de golpe:
–«Quiero un… –Le empezó a decir a Braulio, cuando una voz femenina
airada invadió su espacio al parecer entonces y le cortó en seco, con su
exigencia propia sin saber que la escuchaban–:
¿Es que nunca vas a hacerme caso a mí ni
al niño? ¡Deja ya de estar con tus juguetes todo el día, pareces un crío de
diez años, estoy harta! –Le espetó, irónicamente, al viajero estelar que
odiaba los juguetes, devolviéndole a la tierra en un segundo–: ¡Quiero el divorcio! –Gritó, como
colofón cruel. Y se hizo un mortal silencio de repente, que duró luego algunos
días:
–«Quiero un abogado. Uno
bueno» –Escuchó poco después Braulio,
cuando la voz rompió el silencio largo sin gritarle, en tono de derrota.
Y no mucho tiempo después de aquella crisis
doméstica, el divorcio del héroe aeroespacial apareció como hecho cierto en el
letrero parpadeante de un programa de cotilleos en el televisor mudo de Arcadio.
Éste se sonrió con sarcasmo al verlo, y murmuró pensando en alto: «No me extraña que le mandaran al carajo,
a ver quién soporta a ese imbécil engreído» –Criticó, así, con
dureza, al célebre astronauta, conocido también de forma pública (pese a ser
muy admirado como héroe) por su fama de egocéntrico y altivo. Y luego se
dirigió al anónimo estanquero cincuentón, que esperaba su café en la barra
cabizbajo, ensimismado en su melancolía:
– ¿Puedo hacerte una
pregunta personal, Braulio?– Dijo Arcadio al servírselo en una taza de madera, tan
silenciosa esta como la cucharilla y el platillo hechos de material idéntico.
–Sí, claro. Hay
confianza– El otro levantó los ojos,
dando el primer sorbo.
– ¿Por qué nunca te
casaste?– Fue al grano con el estanquero. Y Braulio no lo pensó mucho:
–Bueno, la verdad es
que soy malo reteniendo a las mujeres. Ninguna me ha durado demasiado tiempo. Creo
que no sé mantener la llama bien… –Se encogió de hombros con una triste
sonrisa. Y, en el espacio oscuro de su alma, brilló el destello de Candela
entonces (lejana ella como Marte), minúsculo y sutil como una punta de alfiler… Pero
Braulio se recompuso enseguida, y le devolvió a su amigo la pregunta: «
¿Por qué no te casaste tú?»
–dijo.
Y el otro meditó un momento antes de hablar:
–Bueno –dijo Arcadio
al fin– tú sabes bien que yo odio el
ruido. Y yo no soy perfecto, claro.
Entiendo que una mujer pueda enojarse conmigo con razón alguna vez, y hasta
levantarme algo la voz incluso, aunque odio eso… Ya me ha sucedido antes, son
cosas que pasan –explicó–. Pero francamente, casarse ya es mucha presión, creo
yo... Lo cierto es que no podría soportar tener a alguien gritándome en la
oreja todo el santo día, debe ser horrible eso. No sé si me explico…
–Te entiendo bien. Demasiado bien– Braulio enlazó él sus dos orejas propias en una amplia
sonrisa como la del gato de Cheshire, preso de un melancólico sarcasmo irreprimible.
* * *
Y con el peso amargo de toda la soledad de
todos, el tiempo se consumió de forma lenta pero implacable al arder: girando en
circular vaivén sobre sí mismo, en parte, pero avanzando también en línea recta,
igual que una brasa compacta aunque con regueros azarosos, como sucede con la
punta de un largo puro habano al encenderlo. Braulio se retiró y echó el cierre
metálico al estanco familiar para siempre un buen día. De golpe y sin pensarlo
mucho, para no hacer el dolor más grande. Como quien le da un buen tajo, en
seco, a la punta roma del habano de la nostalgia usando un cortapuros... Pero sin
que la incesante voz en su oído le diese tregua a Braulio todavía, a punto de
cumplirse cuatro décadas desde que decidió invadirle con su clamor perenne. Y
para celebrar ese (relativo) descanso de la jubilación, Braulio acudió al bar de
Arcadio, quien ya pensaba también en cerrar pronto él su negocio:
–Me ha
llevado media vida, pero ya entendí por fin por qué me angustia tanto el ruido,
Braulio –le confesó su amigo entonces–.
Estaba equivocado: lo peor no es el ruido que la gente hace con las cosas. Lo peor
es el estruendo que sale de las cosas mismas –explicó– aunque estén quietas.
»Verás:
cuando era crío –continuó– y vivía en
el campo, había allí mil cosas: animales, plantas, y aperos de labranza. Pero casi
todo estaba al aire libre y te lo encontrabas poco a poco, cuando avanzabas tú
mismo a tu ritmo y de veras te hacía falta y aprendías a usarlo. Al final
conocías todo por su nombre, en un espacio abierto. Era todo inmutable,
previsible y no fallaba. Todo tenía significado allí, además. Y poseía una vida
latente más allá de la materia, hasta las piedras –Explicó Arcadio–. Y además te hablaba en un susurro, si
de verdad querías oírlo. Yo sí lo deseaba y disfrutaba mucho eso. Y me terminé volviendo
tan sensible al lenguaje de las cosas simples, que cuando crecí y tuve que
venirme a la ciudad para encontrar trabajo (debido a la crisis agrícola), me
encontré de pronto encerrado dentro de un avispero infame. Fue como sufrir de
golpe un chaparrón violento de voces inconexas, una granizada abusiva y sin
alma…»
»Había
tantas cosas huecas en esta ciudad (y tan complejamente rebuscadas) hablándome
al mismo tiempo desde todos los rincones y en un espacio tan estrecho, que casi me
volví loco tratando de escucharlas todas a la vez –explicó Arcadio, haciendo la
mímica alusiva de taparse ambos oídos con las manos–. Así que terminé por preferir que no me hablaran. Y me hice inmune
a ellas, aunque seguí sintiendo su presión sorda en mi cabeza... y todavía noto
ese vacío fuertemente, créeme –subrayó–. Si alguna vez vienes al bar, Braulio,
y me encuentras en el suelo muerto y sin rastro de sangre, no creas que sufrí
un infarto: será porque me aplastó el silencio»
Braulio cumplió
al final setenta años en pie, a un paso ya de la vejez y sin haber podido él
jamás aislarse de la irritante voz que le envolvía sin apenas tregua desde
hacía ya cuarenta años. Hasta que un buen día cesó definitivamente. Poco antes
de eso, quedó callada como aviso –para
la incredulidad de Braulio– durante treinta días seguidos, desde finales de
Noviembre. Y a Braulio aquel silencio
prolongado (que estaba a punto de ser definitivo) casi le aplastó también con
su peso ambiguo. No es que echase de menos que le taladrasen el oído, pero
aquella brusca paz silente lograda después de tanto tiempo generó en él un
vértigo angustioso. Un vacío mortal que le hizo intuir, de paso, la propia
decadencia física y emocional de su verdugo. Quien, a juzgar por su jadeante y
áspero timbre de voz la única (y ya última) vez que Braulio le escuchó en su
oreja después de un mes entero de intrigante ausencia, debía encontrarse
gravemente enfermo. Ocurrió justo un 23 de Diciembre, cuarenta años exactos después
de la primera vez que se cruzaron sus vidas paralelas en el trono de Papa Noel
del centro comercial una ya muy lejana víspera de Nochebuena. El geniecillo
precoz de la ficticia pistola de astronauta (que logró convertirse en un heroico
explorador espacial de Marte auténtico) tenía entonces diez tiernos años
solamente. Y ahora, cuando Braulio era ya casi un anciano, el astronauta
retirado y cincuentón enfermo, se dejó oír en su oreja por vez última. Y de forma
conciliadora aunque lacónica y muy breve, en un ambiente obvio de hospital que delató
el sonido de fondo de un monitor cardiaco: «Feliz Navidad. Eso es todo»
–Dijo a Braulio, con una voz opaca y levemente jadeante.
Y tras eso, cerró para siempre su micrófono…
La noticia del
deceso del célebre astronauta en el noticiero, cubrió la pantalla muda de
Arcadio al día siguiente. Ilustrada con una juvenil estampa del finado envuelto
en un mono de piloto que le quedaba como un guante. Él se pavoneaba en la
imagen dándose aires de importancia, posando muy ufano frente a un caza
militar. Llevaba el reluciente casco de aviador bajo el brazo, y sonreía con
una fría malicia bajo su flequillo repeinado y perfecto… Braulio miraba aquella
relamida escena pensativo, mientras tomaba su café gozando de una paz completa
al fin en su cabeza. Aunque sin haber llegado nunca hasta la fecha a relacionar
al insigne y laureado héroe nacional ya fallecido con el infame cafre que se
empeñó en perturbar su estabilidad emocional y su descanso de una forma absurda
y abusiva, durante nada menos que cuarenta años. Con el único y morboso afán al
hacer eso (pues Braulio no concebía otro distinto) de divertirse a costa suya
solamente:
–Míralo: muy
insigne y meritorio y todo eso –dijo Arcadio, con los ojos él también en la
pantalla–. Pero el tío era un cabrón pagado
de sí mismo, no hay más que verle: un egocéntrico. Ni la familia lo aguantaba. Su único hijo no le dirigía
la palabra y su esposa le mandó a la mierda… Todo el mundo lo dice, además, no soy
yo solo: era un soberbio. “Que se lleve tanta paz como dejó”, esa es la verdad…
Además, no me gustan los cohetes –rubricó–: hacen mucho ruido.
– ¿Cómo has dicho?: repite eso –Braulio se estremeció
en su taburete en la barra, con una intuición brusca.
–Que no me gustan los cohetes… Por el ruido, ya sabes…
–Arcadio no le entendió bien.
–No, lo que dijiste justo antes –Le corrigió su amigo.
–Ah… dije: “Que se lleve tanta paz como dejó”. Es una
frase hecha ¿ocurre algo?
–Dame el periódico– Le señaló dicho objeto, que
descansaba doblado en un extremo de la barra del bar. Arcadio se lo alcanzó y
luego se fue aparte a limpiar vasos de madera, intrigado, mientras Braulio
pasaba páginas ansioso. Todo el diario estaba lleno de artículos glosando la
vida y milagros del astronauta fallecido, adornados con profusión de
fotografías. La mayoría escritos en tono elogioso y elegíaco a la vez. Subrayando
en tono amargo los logros científicos del tristemente fallecido héroe de la
nación que también lo era local, un hijo predilecto de la ciudad en la que nació
y se crio antes de emigrar para formarse y desarrollar su vocación en otros lares…
Braulio y Arcadio, en cambio, no habían sacado nunca de allí los pies por demasiado
tiempo. Y, observado ahora de reojo por el escamado hostelero, el estanquero jubilado
sintió que le tragaba la tierra bajo sus zapatos. Cuando, entre las
instantáneas que reproducía el periódico para glosar la biografía del finado,
apareció la de un repeinado chiquillo de diez años envuelto en un largo abrigo
clásico, con una pistola de juguete en la mano y una violeta en el ojal.
Mirando con total frialdad al objetivo junto a un trono de Papá Noel…
Casi al final
del periódico, venía una enorme esquela mortuoria que ocupaba una plana entera.
Encargada y escrita antes de morir por el propio astronauta, en un desopilante
tono de sarcástico humor negro:
«Fallecí ayer,
por eso mi esquela se publica hoy.
Si lo hiciese mañana, sería ilógico.
Aunque, una vez muerto, ya me da lo mismo llegar tarde
o perder tiempo.
Lo que sí he dejado claro es que sé cómo llegar lejos…
Tal como sospechan, me temía lo peor.
Lo vi muy chungo y me adelanté a la muerte, soy así de
rápido.
Y como ya han notado, uso la primera persona, cosa
rara en una esquela:
Siempre odié que los demás hablen de mí como si no
estuviera… aunque no esté.
Mis allegados no ruegan oración alguna por mi alma:
Son ateos como yo (algunos sin saberlo) y nos
detestamos mutuamente.
Y si yo tuviese alma, ya la habrían vendido a un museo
a estas alturas, los cabrones.
Por ser avariciosos, les desheredé a todos, que se
jodan.
Y dejé mis bienes a la ciencia,
A la que consagré todo mi esfuerzo.
También doné mis órganos sanos,
Y podría haber dado la orden de incinerar el resto,
claro,
Y lanzar mis cenizas al espacio, o algo así…
Pero soy un puto narcisista, como es sabido, y un
mausoleo mola más.
«Carpe diem», que traducido significa…
Si no entienden ni eso, mejor será que aprendan, no se
lo diré.
Tampoco es tan difícil, no sean vagos, más estudié yo.
P.D:
No lleven flores a mi tumba, ordené tirarlas todas.
Sí me gustan las flores, pero quiero que mi lápida
esté limpia.
Y no es superstición: tengo un buen motivo para ello».
Braulio quedó
impactado al comprender todo de golpe. No sabía qué pensar ni qué sentir, de
pronto. Tenía un nudo en la garganta y necesitaba tomar aire. Pagó su café y
salió del bar deprisa, dispuesto a perderse entre la gente. ¿Qué sentido había
tenido todo aquello? Al menos ahora sí estaba seguro de que la voz maldita no
volvería a molestarle, cuando comprendió quién era de verdad el que le había
estado torturando (un individuo célebre, al que tuvo siempre a tiro en la
pantalla muda, sin saberlo), y asumió que ya no podría hacerlo más. No quiso
celebrar el hecho descorchando una botella de champán, para evitar que el ruido
brusco del tapón resucitase al monstruo en su oído... pero tuvo claro que por
fin podría descansar de él. Salvo que alguien quisiera remplazar ahora a su
enemigo en el micrófono, pues el altavoz perfectamente oculto en su oreja
seguía funcionando… Pero un relevo tampoco sería lógico, pensó Braulio (¿relevo
de quién, y para qué?). Y además, no se ayudaría mucho a sí mismo poniéndose
paranoico justo ahora, cuando ya era libre al fin. Aunque… ¿de veras era libre,
por no estar atado ya a una voz? –Pensó Braulio, confundido entre la multitud–.
Siempre había tenido también, de fondo, la otra voz de su conciencia, como todo
el mundo. Y cuando esta se desvanecía alguna vez, no por ello Braulio se había
sentido más (ni menos) fuerte, ni había actuado con mayor (ni menor) sabiduría,
tampoco… Se preguntaba si existía algún
tipo de coherencia siquiera en todo aquel absurdo, que se prolongó cuarenta
años. Quizá, como decía Arcadio, el silencio le podía derribar a uno cuando no lograba
asimilarlo bien. Y Braulio se estremeció ahora al pensar eso, perdido entre el
bullicio de la gente en plena vorágine comercial navideña. Y sintió de pronto
un aterrador hueco gélido en su oído que le repercutió hasta el alma…
Tardó un año
completo en habituarse a aquel mortal vacío repentino en su oreja (y en su mente
y su espíritu, de paso) que le produjo pesadillas, incluso, hasta que pudo superarlo.
Una vez soñó que era él mismo, Braulio, el auténtico explorador espacial.
Caminaba por el fondo de un inmenso cañón marciano con la etérea facilidad de
la gravedad leve, pero envuelto por doquier en un peligroso polvo tóxico
rojizo. De pronto, un descomunal pájaro similar a un ave fénix, más ligero que
él aún, salía de la nada y le atrapaba con sus garras fácilmente, como si fuese
un roedor cualquiera. Le llevaba a lo alto del cañón donde tenía su nido,
dispuesto a alimentar con él a sus gigantescos polluelos. Uno de ellos abrió el
pico desmesuradamente para recibir el alimento. Y en ese instante cambió la
perspectiva, y fue Braulio la cría que desencajaba la boca por el hambre. Y lo
que le ofrecían era un simple insecto, aunque tampoco uno cualquiera: su cuerpo
era el de un gusano de seda corriente, pero poseía la cabeza humana de un
astronauta (de rostro indistinguible con el casco puesto), que se retorcía
desesperadamente, poseído por el pánico de que él le devorara… Braulio se despertó sudando y con
dolor en la mandíbula. Y al día siguiente soñó que una mariposa salía de su
oreja lentamente. Se desplegaba, primero, a un parsimonioso ritmo, como si el
pabellón auditivo de Braulio fuese una crisálida. Y emprendía luego el vuelo en
libertad, batiendo al sol sus alas de color violeta. Y ya no soñó más.
* * *
Aquel año de pacífico pero gélido silencio, no condujo a Braulio a la locura, pero si agravó su
soledad bastante. Aunque también le sirvió (sumado a la reflexiva serenidad
que, en teoría, aporta el hecho de alcanzar una edad avanzada), para entender
mejor algunas cosas de sí mismo y de las demás personas que se había topado en
su larga vida. Una vez que por fin se hubo librado de lidiar con la agresiva
voz perenne que le saturaba la cabeza, además, y pudo pensar más fría y
libremente entonces… Entendió, así, que su imposible amor, Candela (con la que,
al menos, había logrado tener una aventura) prefirió arder en un segundo como
un fósforo en otros brazos más fogosos (aunque también más inconstantes), antes
que consumirse poco a poco en la tímida tibieza de los suyos. Que sí que eran
más fieles, pero jamás la habrían podido hacer feliz… En todo caso, ella le
marcó a Braulio la piel con su perfume por siempre. Pero él terminó por
confesarse a sí mismo que, aunque la seguía amando a ella de manera utópica
como idealizada efigie todavía, la inmarcesible impronta del aroma a tabaco de
burley de Candela en la piel de Braulio, no tenía eco en los labios de éste, en
concreto. Pues cuando Braulio (que los había soñado antes mil veces) probó al fin los
de ella, estos le supieron a poco, como si los filtrase el desengaño. Y no dejaron el
sello de su vitola en él, a fin de cuentas…
De su amigo Arcadio asumió que, aunque él odiaba el
ruido de verdad, usaba eso como excusa para taparse él los oídos y no tener que
escuchar sus propios pasos. Por temor a darse cuenta demasiado tarde de que se
había equivocado de camino. Sobre todo cuando dejó el entorno rural donde
creció para emigrar a la ciudad, en la que jamás podría encajar bien por más
que lo intentase.
Con respecto al
astronauta que llevaba ya un año fallecido y enterrado, Braulio comprendió algo
tarde que (quizá) ni siquiera había tenido este muy claro que Braulio le
escuchase, a la larga. Pese a lo avanzado del indetectable dispositivo
tecnológico que introdujo en él, cuando el viajero espacial aún era un simple (aunque
superdotado) infante. Y sobre todo según fueron pasando las décadas, sin haber
sometido a su víctima (que ella supiera, al menos) a ningún mantenimiento ni
revisión del antiguo altavoz minúsculo en su oído. Braulio terminó por razonar
que, al igual que él mismo hacía algunas veces por mera frustración, cuando la
impotencia le llevaba a maldecir en vano a puro grito a su caprichoso
victimario, el cual ni podía ni al parecer quería oírle a él (ni hizo jamás
intento alguno por comunicarse de forma seria con Braulio a fin de cuentas en
cuarenta años), quizás también el astronauta (cuando aún vivía este) le hablaba
al ermitaño estanquero Braulio usando su micrófono sin la impresión de ser
oído, en realidad, como quien habla a una pared y por vulgar inercia maniática.
Entregándose a sí mismo a un morboso juego melancólico con el que desahogar él
su propia soledad de ensimismado ratón de laboratorio. Hablando en solitario a
fin de cuentas por mecánica rutina. Con la misma frivolidad lúdica de quien
tira piedras a un estanque para ver las ondas que se forman, pero sin intención alguna de tocarlas. Elevando reclamos rebuscados (para no
comprometerse seriamente) a un dudoso interlocutor lejano en el espacio y en el
tiempo, el cual (si es que seguía vivo y le podía oír siquiera) no tenía opción
real de responderle.
Fuera como
fuese, al final Braulio ya había logrado perdonar a su verdugo doce meses
después de su fallecimiento. Encontró al fin la paz dentro pero fuera también de
su cabeza. Llevaba tiempo rumiando una idea, desde que leyó la sarcástica
esquela escrita en el periódico por el propio científico y explorador finado un
año atrás… Y cuando Braulio tuvo la cabeza fría y el coraje suficiente para
ponerla al fin en práctica, decidió asomarse al bar de siempre para
comentársela a su amigo, aunque supuso que a él no iba a gustarle... Pero se
encontró con el negocio clausurado antes de tiempo (aunque Arcadio sí le habló
de jubilarse), sin despedida ni previo aviso alguno por parte de la única
persona con la que Braulio tenía cierta confianza para explayarse libremente… Sin
duda, había sido un impulso improvisado el de su amigo, pero firme. En la
puerta del bar figuraba un escueto cartel. Y Braulio lo leyó frustrado al
comprender que, ahora sí, se había quedado solo por completo… Pero también se
sintió muy satisfecho por su camarada. Al ser consciente de que Arcadio, que
desapareció de forma silenciosa ahora, había tomado al fin la decisión correcta
para reconciliarse con el ruido sin sucumbir del todo a él:
«Cerrado sin
orden judicial y para siempre, por exceso de silencio.
Regresé a escuchar el canto de los pájaros».
Braulio tuvo el
raro impulso de pegar la oreja a la puerta cerrada del bar con el cartel, para
escuchar él lo que había dentro. Y, aterrado, sintió entonces la succión de un
agujero negro (o más bien, blanco) de silencio puro… La misma puerta impidió
que aquel abismo hueco le absorbiera. Y Braulio dejó atrás el local, con cierto
alivio y con tristeza al mismo tiempo… Compró un sencillo ramillete de violetas
en una floristería cercana. Tomó un autobús con rumbo a las afueras. Y se
plantó con el pequeño ramo frente a la puerta enrejada de la mansión familiar
del insigne explorador de Marte…
En la parte
trasera del clásico edificio, estaba el cementerio privado familiar con el
mausoleo del héroe. Le llevó hasta allí el jardinero de la vasta propiedad, que
primero abrió la verja principal del caserón, extrañado cuando Braulio llamó al
timbre y le pidió visitar la tumba, humildemente:
–Al principio se formaban colas –Le explico a Braulio
el jardinero, mientras le conducía a través del bello laberinto de un jardín de
parterres recargado de todo tipo de flores–. Por aquello del duelo nacional, ya
sabe... Vinieron muchas personalidades y políticos de todas partes… pero ya
nadie aparece por su tumba. Ni siquiera los turistas, que prefieren hacerse
fotos frente al memorial escultórico que le erigieron en el centro de la
ciudad, ya sabe cuál… Él rompió con su familia, además, y tampoco tenía amigos –Le
hizo, en adelante, a Braulio, una semblanza personal improvisada del científico–.
No era un mal hombre, en mi opinión. Pero vivía en su mundo, y le costaba
demasiado abrirse a las personas y expresar lo que sentía –explicó–; esa era
una impotencia íntima suya, una frustración insuperable que la gente
interpretaba como soberbia erróneamente, a mi entender, aunque su carácter no
era fácil… Para mí él sí era bueno, desde luego. Siempre tuve trabajo y me pagó
bien –Le disculpó de esa manera–. Pero la verdad, era demasiado demandante… me
obligaba a hacer de secretario suyo todo el tiempo, y yo soy sólo el jardinero,
hágase cargo…. Todo el día me agobiaba con reclamos muy difíciles, a veces a los
gritos: “¡Quiero esto, quiero lo otro, quiero eso también!”, y lo cierto es que
era horrible sufrir esa exigencia continua. Todavía me parece escuchar su voz
en el oído, no sé si me entiende… –Braulio asintió, sonriendo con melancólica
ironía. Y el jardinero le dejó en la misma puerta del suntuoso mausoleo en
forma de capilla barroca, al final del jardín. Abrió el portón de metal para
Braulio y se quedó mirando su ramillete de violetas: «La orden es que no haya flores en su tumba, aunque él amaba
las flores. Lo único que le obsesionaba fuera de su trabajo, era que el jardín
luciese bien. Nunca entendí esa prohibición tan paradójica… Antes iban todas al
contenedor, sin más –Señaló uno grande a pocos metros, repleto de hojas secas–.
Toneladas de ramos y coronas, créame. Directamente a la pira, aunque vinieran
de un ministro... Pero usted haga lo que quiera –Le concedió ese privilegio a
Braulio, con un guiño–. Por un ramito minúsculo da igual. Al fin y al cabo ya
no viene nadie aquí. Y además, a él le encantaban las violetas…
El jardinero se
despidió y le dejó solo. Braulio le dio las gracias y accedió despacio a la
capilla con el ramillete, luego de espantar con su mano libre un abejorro que
le zumbó en la oreja justo en el umbral, antes de entrar... La decoración interior
no era tan recargada como la externa. En el mismo centro, debajo de una cúpula,
estaba la tumba del célebre astronauta. En forma de pirámide truncada esta,
pero casi plana, sin apenas sobresalir del suelo. Rodeándola, a su cabecera, había
un enorme tríptico de mármol, en el que se glosaban en relieve (en letras
mayúsculas de oro) todos los méritos del héroe uno por uno: sus excepcionales logros
académicos y científicos, sus hitos como explorador de otros planetas, sus
infinidad de premios y reconocimientos oficiales…
Braulio leyó
aquello entre admirado e incómodo. Por un lado, le hizo sentirse poca cosa:
¿quién era él mismo –pensó Braulio– sino un vulgar y anónimo estaquero jubilado,
que agotaría pronto sin pena ni gloria su estancia en el planeta, sin haber
brillado en él ni haber pisado otro distinto, desde luego? ¿Dónde estaban sus
propios triunfos y medallas? Se sintió
casi un gusano, como el de aquel sueño que tuvo. Y sin esperanza alguna ya de
abrir sus alas de mariposa a esas alturas de la vida, tampoco… Aunque por otro
lado, le consoló pensar que el astronauta (pese a todo su relumbrón y sus
laureles) había sido siempre un hombre tan solitario y ermitaño como él mismo,
al fin y al cabo. Y en cierto modo (incluso literal, gracias a un micrófono)
habían llevado vidas paralelas también ambos… De hecho, Braulio terminó barriendo
para casa, a fin de cuentas. Cuando razonó que, después de todo, él mismo había afrontado su vida
propia lo mejor posible, sacándole el mayor partido a sus pocos medios
materiales y su limitada inteligencia. Sin dañar a nadie gravemente y sin
rendirse nunca ante los obstáculos que el destino decidió imponerle. Como
cuando tuvo que aceptar un pluriempleo de Papá Noel (ya hacía tanto tiempo…)
para ayudar con las facturas, y con el estanco a punto de cerrar. Y se condenó con
ello a sí mismo, entonces, a sufrir estoicamente y sin reposo el arbitrario suplicio
auditivo al que le sometió durante décadas quien descansaba ahora, inofensivo y
silencioso, en una tumba a sus pies…
Mientras
repasaba con la mirada por vez última la intimidante sucesión de méritos esculpidos
en el tríptico de mármol antes de irse, Braulio decidió apuntalar su propio
orgullo más aún. Y acabó por concluir que, si bien él y el astronauta se
parecían hasta un punto, había una diferencia irreductible entre los dos que
inclinaba definitivamente la balanza en su favor propio. Y esa consistía en que
él mismo, Braulio, pese a ser un hombre gris, apocado y anónimo, sin más mérito
heroico en su currículum que el de haber sobrevivido sin corromperse demasiado,
había sido siempre (y seguía siendo en el presente) un hombre humilde ante todo.
Sencillo y amante de la simplicidad en cada faceta de su vida. Sin afán alguno
de figurar y sin creerse más que nadie. Incapaz, por tanto, de encargar él para
su tumba (que, en su caso, sería un simple nicho del montón, en vez de un pretencioso
mausoleo) semejante panegírico laudatorio escrito en mármol. Pensado éste por
el huraño científico espacial en persona (pues era obvio que había sido encargo
suyo, tal como insinuó en su esquela) únicamente para intentar epatar después
de muerto, con la más zafia soberbia, a quienes fue incapaz de embelesar en
vida como ser humano, más allá de sus obvios méritos externos.
Con esa inmisericorde
reflexión, Braulio se sintió reivindicado y aliviado por completo. Sonrió con sarcasmo,
decepcionado y liberado al mismo tiempo. Y llegó a pensar en su fallecido
verdugo con cierta compasión condescendiente, al cabo. Miró el pequeño ramo de
violetas que le estorbaba ya en la mano, con la frustración de haberse dado
aquel largo paseo hasta el extrarradio para nada... Y decidió irse sin más del
mausoleo (que terminó por concebir como un monumento a la arrogancia), y tirar el
ramillete en el contenedor a la salida. Se encaminó a la puerta, dando la
espalda a la tumba con indiferencia. Pero algo le detuvo entonces, y volvió
sobre sus pasos…
De tanto mirar
absorto al llamativo tríptico frontal, con sus letras doradas, no había hecho
lo más obvio: fijarse bien en la propia losa piramidal de la tumba a ras de
suelo. Observó entonces que en la losa desnuda había una pequeña inscripción
breve, en la que no había reparado. Y al mirar abajo y leerla, le estremeció un
brutal escalofrío:
«Quiero ser tu amigo» –Fue la última petición inesperada que su verdugo
guardaba para él, grabada en piedra. Rematada, debajo de las letras, por la
silueta de una pistola de astronauta de juguete.
Braulio Brezo se
quedó mirando el impactante mensaje de ultratumba un minuto, preso de un
remolino atroz de sentimientos encontrados… Pero la serenidad se impuso pronto
en él, cuando comprendió al fin. Una dulce sonrisa iluminó entonces su rostro,
que se llenó de paz. A la vez que recordaba de manera nítida sus propias
palabras dichas a un chiquillo soñador hacía mucho tiempo:
«Efectivamente –pensó Braulio para sí– los mejores regalos son los más sencillos».
Y entonces, como humilde ofrenda propia, depositó el pequeño
ramo de violetas sobre la tumba con delicadeza.
© Bonifacio Álvarez