sábado, 17 de marzo de 2018

El efecto mascota (sobre plagios y otras aguas)





 Mas que una crítica cinematográfica, esta entrada busca definir y concretar (y bautizar) un conocido “efecto” que, en mi opinión, no se ha definido ni concretado bien aún.

  
No voy a extenderme mucho en la crítica de La forma del agua de Guillermo del Toro, como tal. Se han escrito muchísimas reseñas y ya se ha dicho casi todo. Me limitaré a poner el acento sobre las “goteras del paraguas” que veo en esta cinta acuática que, a mi humilde parecer, son propias de la misma cinta. Pero también lo son de muchas otras obras maduras de directores consagrados como Martin Scorsese o Woody Allen, que se enredan en la espiral de su personal estilo (o incluso a veces en su ombligo propio) cuando ya lo han dicho todo… o están de vuelta de todo, que a veces es equivalente. 


No es que sea necesario sufrir penalidades para fabricar una buena obra de arte. El problema, quizá, está en el extremo opuesto. Creo que resulta complicado tomarle el pulso a la realidad palpable (incluso onírica) cuando, por decirlo así, uno es un artista que bosqueja su nuevo trabajo inspirado estrechamente en su anterior producción propia. Trazándolo, además, en la servilleta de papel de un restaurante de lujo. A la vez que mira (o le miran) la hora en la agenda electrónica, pendiente uno de no perder el vuelo a un festival donde va a recibir el enésimo premio a su carrera al otro lado del océano, con proyección de sus películas incluida. Cine sobre el cine y sin salir del cine en una vida de cine... Demasiado cine, pienso yo. Aunque Luis Eduardo Aute dijese en esta bonita canción justo lo contrario, que nunca hay cine suficiente:



 El cine, como la literatura, la música, la escultura o el arte que sea, es solo el vehículo al que el artista se adapta mejor para expresar su mundo propio. Es decir: es solo un medio, que se resiste a reducirse a una auto referencia estricta. Los libros que solo hablan de libros o el cine que solo habla de cine acaban confundiendo la labor con la herramienta. Y entonces… surgen monstruos entre tanto espejo repetido. En el caso de la oscarizada película de Del Toro, nos encontramos ante un bello engendro, sin duda, que se beneficia de una factura impecable “marca de la casa” (como dicen los críticos del ramo). Con un ritmo perfecto y una estética sublime indudables. No es la forma lo que falla aquí (al contrario). Es el agua la que, constreñida en un envase pensado para agradar a toda costa a todo el mundo (y sobre todo, a los académicos cinéfilos) no consigue fluir como debiera pese a sus buenas intenciones.

 No voy a ahondar mucho en el guión en sí. Solo señalaré lo difícil que resulta "suspender la credulidad" en esta cinta, aunque ayude mucho a hacerlo (si bien no del todo) su excelente acabado técnico y el buen hacer de los actores. Lo irónicamente inverosímil de La forma del agua, no es que nos haga creer que exista un humanoide anfibio en un laboratorio gubernamental secreto. Eso sí es "creíble". Lo insostenible es que su director pretenda que tragemos con que se permite acceder al personal civil de limpieza al área donde habita el "mostruo" mismo. Como a la propia protagonista, que tras pasar la húmeda fregona por el ensangrentado suelo de la celda del atormentado monstruito, pidiéndole a este que levante los pies un segundo (es un decir, aunque en la cinta salen cosas parecidas), se marcha luego a casa tranquilamente en autobús a ver la tele, como si acabase de limpiar en un Mc. Donalds. 

  Por otro lado, las continuas referencias cinematográficas y homenajes, y la obsesiva cobertura de “cupos de conciencia”  (denuncias contra el machismo, el clasismo, el racismo, la homofobia, el militarismo, el bullying, y todo lo denunciable, metidas con calzador en algunas escenas) lastran demasiado la verosimilitud de la película aunque no lastren su ritmo ni su estética. Y ahogan la propia esencia simple de la historia (una sencilla formula: H2O) convirtiéndola en una espumosa agua oxigenada. La realidad es imperfecta, sí, y a veces... monstruosa. Pero no enseña todos sus defectos a la vez. Ni siquiera cada monstruo tiene en sí todas las monstruosidades teratológicas posibles, solo algunas. En las monstruosidades de la vida, el monstruo no es monstruo "hasta el rabo", como se dice del... toro. 

 De forma paradójica, el hiperdenso (aunque fluido) film del director mexicano termina por quedarse sin el oxígeno bastante como para que el espectador con sentido crítico (y el propio guionista del bello engendro, incluso) pueda sumergirse en él de forma libre, sin que una retahíla de boyas bien pensantes le indique todo el tiempo (de manera paternalista) dónde hacerlo.  


La emoción que se pretende transmitir en este romance entre una mujer común y un raro monstruo acuático, aunque genuina, termina resultando fría como la fundida agua de un glaciar, de tanto como Del Toro quiere conducirla por un cauce cerrado para exprimir todas sus fuentes. Y ello también pese al buen hacer del excelente elenco protagónico, y pese a la humana ternura intimista que (de vez en cuando) destella en la sobrecargada corriente. 


La propia catarata de homenajes y guiños culturales y cinematográficos con que Del Toro anega su producto, refuerza, además, una inesquivable sensación de Déjà vu que, ante semejante exceso, roza peligrosamente la enfilación náutica del plagio, aunque sin llegar a romper dicha línea imaginaria (nunca mejor dicho).


 Las acusaciones a ese respecto (como ocurre con toda obra de éxito, y enseguida iremos a eso) no se han hecho esperar. La forma del agua remite fácilmente (y es obvio que con el conocimiento de su director) a afluentes narrativos conocidos por todos, como el de La Bella y la Bestia, Liberad a Willy o el E.T de Spielberg. Pero ha habido zahorís emperrados en buscarle turbias aguas subterráneas, también. En forma de culpables parecidos con obras no muy conocidas (siempre pasa) que, justo por su escasa difusión, se prestan más a la acusación de plagio por aquello de que el “pez gordo” (dicho sea con perdón, en este caso) tiende a devorar al chico para alimentarse de él. 


 La forma del agua muestra similitudes muy estrechas (en estética y guion) con el cortometraje holandés de 2015 “The Space Between Us”, por ejemplo. Y también con la novela de Rachel Ingalls, “Mrs. Caliban”. Además de con el relato Let Me Hear You Whisper, de David Zindel, escritor conocido por El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas, obra ganadora de un Pulitzer y también llevada al cine. 


Igualmente, la obra del talentoso director mexicano remite también al clásico “La Criatura de la Laguna Negra” (1954), en la que el propio Guillermo del Toro admite haberse inspirado de manera consciente. 


 La vieja cuestión sigue flotando, sin moverse, como un corcho viejo en aguas turbias. 


¿Qué es un plagio, exactamente? ¿Intención culpable y coincidencia, o únicamente coincidencia sin que concurra la intención?


 Por simple inercia, tendemos a pensar que el plagio está, ante todo, en la (maliciosa) intención de hacerlo, cuando alguien se atribuye con descaro la obra de otro, ya sea tal cual o bien con pequeños retoques cosméticos como disimulo. A efectos legales, se buscan coincidencias literales que delaten el abuso (8 compases o más en partituras musicales, por ejemplo). Pero la frontera ética (más allá de la convención legal, que siempre cambia) sigue sin quedar muy clara… ¿Cómo conocer a ciencia cierta las verdaderas intenciones de un artista si incluso, dada su previsible amplia cultura, puede llegar a “plagiar” algo por una jugarreta de su propio subconsciente, sin saberlo?


 Sin pretender resolver el enigma en absoluto, aporto un aforismo propio y también una metáfora.


El aforismo va en descargo de Del Toro y de otras celebridades del arte sobre las que “llueve” el granizo de la maledicencia cada vez que “rompen aguas” para parir algo nuevo. Es este (pueden leer más en el enlace):



“Ética aparte, el plagio solo existe cuando lo plagiado está obsoleto. Pues, no es que lo que tú haces ahora lo haya hecho ya otro antes. Es que, en realidad, lo está haciendo ahora contigo”


  La creación es un continuo barajar con un mazo idéntico de naipes (solo hay un único mazo) del cual cada creador escoge solo algunas cartas (nunca todas, no se puede “escoger” un mazo entero) y las ordena como quiere. De modo que resulta muy posible que, en los pocos naipes escogidos, se repitan secuencias casi idénticas. Y además es casi seguro que, cuando el creador muestre sus cartas finalmente, nos suenen los “triunfos” (o figuras) que hay en ellas. Dado que (escoja uno lo que escoja) dichos “triunfos” (oros, copas, espadas o bastos) son los mismos para todo el mundo. Aunque no todos los jugadores de la mesa terminen “triunfando” igual en la partida. Y aunque abunden más los bastos que los oros y las copas, al final (y también “caiga” alguna espada entre ellos, como las acusaciones varias y las críticas inmisericordes).



Mírenlo, qué bonico. ¿Cómo pensar mal de él?



  Sin salir de las metáforas y en el beneficio de los creadores honestos (como no dudo que es Del Toro), creo que debería quedar bien delimitado un viejo fenómeno que la revolución de internet ha llevado a un extremo exponencial, como ya dijimos en la introducción de este artículo. Es llamativo cómo el hecho de que cualquier obra (del género que sea) alcance una gran fama (sea su autor o autora célebre o no previamente) conlleva una automática acusación múltiple de plago (y subrayo lo de múltiple). Siempre ocurrió, pero, como decimos, en la presente era digital se disparó ese efecto. Está claro que cuatro ojos ven mejor que dos. Pero también parece obvio que cuatro mil ojos (y en internet hay muchísimos más que cuatro mil) ya lo han visto todo, en realidad (incluso bajo el agua). O creen haberlo visto...


¿Se podría ejemplificar ese fenómeno de masas con una alegoría que ayude a distinguirlo? No es que etiquetarlo lo reduzca, desde luego. Y dudo que el hacerlo yo sirva de algo: el minúsculo eco de este blog literario es una gota de tinta en el océano, siguiendo con las metáforas acuáticas. Pero sería bueno que alguien lo definiese bien para que no se mezclasen churras con merinas (o galgos con podencos, que es más próximo al ejemplo que voy a sugerir). Así que ahí les deslizo la citada gotita de tinta… O granito de arena propio, para dejar ya la humedad.


 Lo llamaremos “efecto mascota”, como el título de esta entrada. Aunque se podría llamar de otra manera, claro. Lo que (creo) sirve bien, es la metáfora. Ahí la tienen:   





 «Imagine que convive usted, lector (o lectora) con un amado cachorro de una raza concreta de perro. Por ejemplo, un pequeño samoyedo blanco. Pese a ser su aspecto níveo como el del algodón, su perrito tiene una distintiva mancha negra en su pata derecha. Desgraciadamente, su amado perro se extravía. Entonces, usted decide hacer lo habitual en esos casos. Y recurre a una táctica que no cambió con internet, por cierto, aunque las redes sociales sí sirven de “megáfono” positivo en este caso: imprime usted numerosos carteles de su cachorro blanco de samoyedo con la señal negra en su patita diestra, y los pega en muros y farolas dentro del estrecho radio del barrio concreto en donde vive. Solo ahí. En cada cartel, figura una foto del perro y un número de teléfono de contacto por si lo encuentra alguien, ofreciendo además una jugosa recompensa. Lo típico. Bien. Al poco tiempo, recibe usted llamadas de personas que “han visto” perros sueltos vagabundeando por la zona. Por ejemplo, reciben diez llamadas acerca de diez perros distintos, de color blanco todos ellos. Pero ninguno es un samoyedo siquiera, así que da lo mismo si tienen una marca en la pata o no. Ni se molesta usted en preguntar ese detalle. Decepcionado, decide entonces ampliar el radio de acción. Y pone carteles con su perro en toda la ciudad, no en su barrio únicamente. Al poco tiempo, recibe cien llamadas de personas que han visto perros blancos. De las cien, solo diez pertenecen a perros de raza Samoyedo, como el suyo. Pero, con tristeza, comprueba usted que ninguno de esos diez tiene una marca negra en una pata (la que sea, derecha o izquierda)… Desesperado, opta usted por ampliar el radio de la pesquisa una vez última. Digamos que lo amplía a toda la provincia o el estado en el que vive (es de suponer que su extraviado perro no va a tomar un avión solo). Se deja todos sus ahorros en carteles y en contratar personal que los coloque en cada rincón visible de la infinidad de calles de ese territorio amplísimo. Entonces, recibe usted mil llamadas de personas que “han visto” cachorros parecidos. De las mil, cien pertenecen a perros samoyedos blancos como el suyo. ¡Y diez de ellos tienen una marca distintiva en la patita!… Pero nueve la tienen en la pata izquierda, la incorrecta. Aunque hay uno que la tiene en la pata derecha, ¡justo como el suyo!



»No obstante y por desgracia, pese a la enorme coincidencia, usted comprueba en persona que ese último cachorro samoyedo blanco con una mancha negra en su pata derecha, tampoco es su querido perro. Simplemente, cada perro es único, por mucho que los rasgos coincidan ampliamente.



»Y entonces, quien se sintió como Heinrich Schliemann descubriendo Troya, al hallar para usted ese cachorro tan particular (que en realidad no es su mascota) y avisarle, excitado, por teléfono, piensa luego que usted, simplemente, se está desentendiendo de su mascota y de pagar la recompensa por ella, cuando usted le asegura con firmeza (y sin mentirle) que ese no es su perro. Aferrándose él, para acusarle a usted y reclamar el dinero, únicamente a la abrumadora coincidencia externa. La cual es fruto de la masiva difusión de los carteles, simplemente, y nunca de otra cosa».

          




 Bonifacio Álvarez.