A veces los niños abren puertas. El
egiptólogo Howard Carter se caló su común sombrero de fieltro y cruzó, lleno de
excitación, la entrada de la tienda de campaña. Husein Abdel Rasul, aquel
humilde chiquillo de diez años que acarreaba día a día el agua montado en un
asno, para refrescar a quienes trabajaban duramente en las excavaciones bajo el
tenaz sol del desierto, había hallado por azar el primer peldaño cubierto por
la arena. Tenía que ser esa la tumba insigne, la que con tanto ahínco había
buscado. Le fue estrechando el cerco año tras año. Sabía que debía encontrarse
en alguna parte dentro de una hectárea triangular entre los mausoleos de tres
reyes. El pecho del arqueólogo latió fuerte ahora, cuando subió a su montura
con la ansiedad de la noticia…
«Atrapado en la sombra de mi presente
eterno, yo, Neb-jeperu-Ra Tut-anj-Amón, necesito ver el sol de nuevo,
para liberarme. El magnánimo destello de Atón, dios de mis progenitores: sólo
eso me hace falta. Sólo un segundo de su ardiente mirada, de su vibrante fuego
en mis ojos. Sólo un rayo de luz… y volveré a ser carne en un cuerpo.
»Qué triste es esta soledad que me
cala mis enfermos huesos todavía, a pesar de que ya no estoy atado a un
esqueleto. Yo sí he muerto, pero mi espíritu sigue aquí encerrado, en esta
tumba. Rodeado de lujosos enseres para disfrutarlos en otra vida ultraterrena
que no puede ser la mía ahora, atrapado entre dos mundos aquí: carros de
combate, tronos de oro, joyas, armas, lujosos vestidos; vasijas con comida,
perfumes, medicinas… Estatuas ciegas que custodian mi sepulcro pero que no
pueden protegerme, porque ni hay fuego dentro de sus ojos ni el calor de Atón
dará vigor a sus músculos jamás. Nunca quise toda esa riqueza propia de mi
suprema posición, ni siquiera en vida. Y apenas hice uso de nada, salvo de unas
pocas reliquias personales. A un flanco de mi cuerpo embalsamado, yace la
hermosa daga que mi abuelo me obsequió. Forjada con una lágrima de acero del
propio Atón (caída desde el cielo) por cuya luz suplico ahora para liberarme.
Al otro flanco, un abanico fabricado con plumas de avestruz. Lleva grabada en
él la gloria de mis, en el fondo, humildes cacerías. Sólo era un niño pequeño
cuando ascendí al trono. Luego crecí un poco. Pero no mucho, en realidad. No me
desarrollé bien: mi cuerpo era frágil y de escasa estatura. Nunca me dejaron
cazar hombres, cuando yo me convertí en uno. Sólo avestruces, para paliar un
poco mi mal óseo con el ejercicio. »
…El hombre del sombrero de
fieltro dejó la tienda de campaña muy atrás, galopando hacia el punto señalado.
Una vez allí, decidió recompensar con una buena propina al providencial
chiquillo que le indicó el lugar exacto… Y empezó a planearlo todo. No podía
entrar a saco en el lugar, necesitaba un plan de acción sensato. Respiró hondo,
pensando en todo el esfuerzo previo de años para llegar a ese prometedor
momento. Ahí mismo estaba él esperándole, después de tanto esfuerzo. No
había ya más que buscar... Bajó de su cabalgadura. Con la ansiedad y el galope,
la boca le sabía al agrio polvo del desierto. Una gota gruesa de sudor rodó por
su mejilla, y se quitó el sombrero para secar la frente.
»El tesorero Ay se ocupó de mi
gobierno, cuando fui elegido faraón a la edad tierna de diez años. Tomó todos
mis poderes de paso, y rechazó al dios único de mis padres: el divino disco solar
que nos da la vida a todos con su aliento caliente, tanto a esclavos como a
reyes por igual. Y que, espero, no se haya olvidado ahora de mí, y decida
otorgármela de nuevo en otra parte. En otro tiempo…
»El tesorero restableció el culto
primitivo, plagado de oportunistas dioses demasiado humanos para que el divino
Atón los use como ejército. Un culto monumental y frío donde el poder
sacerdotal acaparó de nuevo las riquezas, y volvieron a reinar las mismas
sombras de antes... Sin que, para colmo, el divino Atón tuviese al menos
un resquicio razonable para lucir bien... Él, mi ambicioso regente, trasladó mi
cuerpo a esta tumba pequeña y oscura, que en realidad era la suya. Cuando yo
morí tan joven, a los diecinueve años. Para usurpar él la gloria de la otra
monumental que me pertenecía por derecho como rey de Egipto. Y que ocupó él
luego en mi lugar cuando llegó su hora, después de haberse convertido en faraón
él mismo».
Tras secarse el sudor bajo un sol de
justicia, el arqueólogo ayudó a limpiar de arena los doce
escalones que descendían hasta el primer sello, lleno de impaciencia. Con cada
escalón revelado, su ansiedad crecía y su corazón de soñador se desbocaba. A
Carter le costó un esfuerzo enorme reprimirse para no destrozar la primera
puerta, cuando llegaron, en descenso, al último peldaño. Ansiaba descubrir ya
de una vez todos los tesoros y misterios que ocultaba ese lugar sagrado borrado
por el tiempo. Pero tenía que hacerlo bien, con sensatez: reunir un grupo de
expertos que le ayudasen a catalogar adecuadamente todos los tesoros que
hallasen dentro. Y avisar, antes que nada, a su mecenas, que había invertido un
dineral con una fe ciega en el proyecto. A punto había estado de retirarle ya
la ayuda, luego de un fracaso tras otro. Pero confió una última vez en el
arqueólogo. Le dio una oportunidad final, y con ella les sonrió a los dos la
suerte, ahora. Su mecenas merecía estar presente allí, por tanto, cuando él
rompiese el sello último de un tajo.
Y él también estaba allí,
tras una puerta. Rodeado por la arena del desierto, esperándole. Se armó de
paciencia. Dejó una guardia armada custodiando el lugar, y fue a poner el
telegrama…
»Yo no quiero estar encerrado en esta
tumba. Y no porque sea demasiado humilde para un ser de mi alto linaje.
Simplemente me enerva su contraste. Detesto este interior frío pero envuelto,
fuera de aquí, en un ardiente calor. Lleno de un oro que no puede brillar,
porque no hay luz. Me oprime este espacio minúsculo incrustado en la eternidad
temporal de la no-muerte. Odio todos los ajuares suntuosos que me rodean.
Clasificados minuciosamente para servirme en la otra vida, en estantes y
arcones apilados repletos de sedas y oropeles. Como si fuera un polvoriento
desván lleno con la tramoya de un teatro… Sólo quiero ya la luz de Atón
en mí, para que mi alma, presa en sombras, fluya hacia otro tiempo y otro
cuerpo de una vez. Sólo un destello, un guiño suyo bastaría…
»En esta inmensa soledad, un
siglo es una hora. El tiempo se comprime en este limbo extraño, pero a mí se me
hace eterno… Me consuelo recordando a mi amado padre, el rey Hereje, que
derribó los muros del oscurantismo. Luego, el tesorero Ay devolvió el poder y
la riqueza a los de siempre… Antes, sólo éramos nosotros: la familia real,
gobernando con justicia. Y Atón como dios único, dispersando la bendición de
sus rayos sobre nosotros y sobre nuestro pueblo. ¿Acaso hace falta algo más?
Luego se complicó todo en exceso, pero no tuve las fuerzas ni el conocimiento
para rebelarme. Era tan joven e inocente…
»No, no me dejaron luchar a mí,
al Rey Niño. Me pintaron matando hombres en mi carro, eso sí, para glorificarme
falsamente. Al fin y al cabo, era el faraón. Pero yo sólo perseguía avestruces
para cazarlos. Esas aves tan similares a mí: orgullosas y altivas, pero de
atrofiadas alas... El tesorero Ay me tenía alejado de todo. Lo hacía para
protegerme de mi enfermedad, según decía... Hasta que aquella rueda de la
cuadriga se salió de su eje extrañamente, y el carro volcó aplastándome en el
páramo de caza… Mis pobres huesos eran frágiles desde mi nacimiento, como
para sobrevivir a un accidente así. Y mi cuerpo sin vida quedó lejos del lugar
del embalsamamiento. Así que el corazón, en el cual mora la conciencia, llegó
podrido ya… Lo cambiaron por un vulgar amuleto puesto en mi pecho, cosa inútil.
Y mi espíritu quedó atrapado sin remedio donde está ahora mismo. En esta fría
cárcel que el polvo del desierto ha ido cubriendo y borrando del paisaje
visible, con la implacable lentitud de un reloj también de arena…»
Una vez que dio el aviso
oportuno a quien le pagaba bien, el hombre del sombrero de fieltro reunió al
grupo de escogidos para ejecutar el duro trabajo. Trazó una sesuda estrategia y
la comunicó a los otros en la tienda. Hablaron brevemente. Luego, cada quien
asumió su rol en el asunto. El objetivo estaba ahí, inmóvil, custodiado por un
retén armado. Ya no se les podría escapar nunca, tras años de especulación y
persistencia. La gloria estaba sólo a un paso. Era el momento de encararla
fríamente…
»Y aquí sigo. Encerrado en la
oscuridad de este teatro absurdo y mudo cuya función no parece acabar nunca.
Con la irónica compañía de esculturas con menos vida aún que yo, y lujosos
enseres inútiles. ¡Cómo añoro volver a cazar subido en mi cuadriga, con la
alada velocidad de un avestruz más! Ese vértigo me ayudaba a distraerme de mi
cruel enfermedad congénita, fruto del incesto de mis padres. Orgulloso y
erguido sobre la plataforma de mi veloz carro, olvidaba el mal de huesos que me
obligaba a caminar renqueando con la ayuda de un bastón en tierra firme, como
un viejo prematuro a mis diecinueve años... En realidad tuve docenas de
báculos, a cual más exquisito y bien labrado. Ahora duermen todos vanamente en
esta cripta, como parte de mi ajuar mortuorio. Aunque yo sólo usaba dos o tres…
Mi preferido lo fabriqué yo mismo con una simple caña, era perfecto para mí. Lo
firmé con oro, tan orgulloso de mi artesanía propia… Ahora tampoco ese me sirve
ya de nada. Pero ya no pido andar, en realidad. Ni correr sobre dos ruedas ya
siquiera, aunque me gustaría hacerlo... Sólo ansío una luz viva para volar
hacia otro cuerpo. Sólo eso. ¡Oh dulce Atón, concédeme eso al menos, y hazlo
pronto!».
»Años como minutos, siglos como horas…
Oigo ruido de pasos y voces. Golpes de mazo y cincel. Cestos de arena
arrastrándose, cadenas... Alguien anda cerca. Quizá me traiga, al fin, la luz.
Quizás el dios oyó mis oraciones. Pero no… eran simples saqueadores. Sólo
buscaban la rapiña. Huyeron rápido con lo que les dio tiempo a acaparar, pude
escucharlos. Sin llegar a profanar el sello donde mi sarcófago reposa. ¡Ojalá
lo hubieran hecho! Les habría bendecido. No existe otra maldición en torno a
mí, que la mía propia al estar aquí encerrado…
»Milenios como días, quizá… Tres
milenios para los humanos. Tres discos de Atón como tres días para mi espíritu
joven impaciente, que se siente envejecer con tanta espera. Atrapado yo en esta
torturante oscuridad, mi pobre alma contrita ya sólo tiene fuerza para murmurar
el nombre de su dios único y caliente. Para suplicar por su hermosa luz, y que
ésta lo guíe hacia un mejor destino… Pero ¡Atención! ¡Por Osiris, el Siempre
Perfecto! ¡Pasos y voces de nuevo! Ruido sordo y vibrante. Y enseguida: picos,
palas, martillos, espátulas. Tres milenios humanos, justamente... Para
mí, sólo un pestañeo. Los nuevos visitantes llegan más adentro, cumplido el
tercer día desde que se echó el sello… ¿Volveré a la vida justo ahora? Se acercan
mucho más, puedo sentirlo. ¡Por Akenatón, mi noble padre! ¡Ya están
aquí!».
Iba a ser solemnemente roto, por
fin, el sello último del mausoleo, empleando una navaja para cortar la soga.
Los primitivos saqueadores de hacía treinta siglos no habían llegado hasta allí
por suerte, el sello estaba intacto. Todos los presentes contuvieron la
respiración ahora, agachados frente al angosto acceso a la cámara funeraria del
niño faraón.
El hombre del sombrero de fieltro se
lo ajustó bien. Tragó saliva y usó su arma de acero, con el pulso firme.
»Destruyen el oscuro telón de este
teatro sin tiempo. Rompen el opaco muro que me encierra. Rasgan, por fin, el
velo de mi muerte… El haz de un resplandor se abre en mi prisión oscura, de
repente, a través de un hoyo en la puerta de mi pequeña cárcel. ¡Oh Atón
bendito, te has compadecido! ¡Tu luz resplandece ante mí como una llamarada ahora,
y acaricia con amor mi rostro embalsamado!
Soy libre, al fin. Mi espíritu vuela hacia otra carne.
Vuelvo a ser un hombre.»
—Veo cosas
maravillosas —Dijo, emocionado, Howard Carter, cuando sus pupilas se adaptaron
lentamente a la penumbra de la vela, que encendió con el chispazo de un fósforo.
El hombre del sombrero de fieltro
miraba dentro de la estancia, a través del orificio hecho en la puerta por él
mismo. Sólo pudo ver las pertenencias apiladas en aquel espacio fúnebre. Y
luego, un célebre cadáver yacente, eso sí. Pero él ya no estaba allí, ni
en ese cuerpo. Después, sacaron del habitáculo en sombras la anatomía inerte de
quien, durante un segundo, quedó cegado y liberado para siempre por el
resplandor, no del sol de Atón, sino del fuego… Incluso muerto, en la serena
efigie de su rostro resplandecía un sol dorado. Parecía sonreír plácidamente,
cuando perdió pronto su antifaz de hombre y volvió a ser, de nuevo, un niño
para siempre.
El arqueólogo Howard Carter
retiró, con exquisito cuidado, la máscara funeraria de oro y turquesas del
rostro momificado del joven faraón. Y el sheriff Pat Garrett se quitó de la cabeza
el sombrero de fieltro. Y se lo llevó al pecho, por respeto al finado. Cuando sus
ayudantes extendieron, frente a él, el pequeño cadáver del bandolero Billy el
Niño. Hombre de escasa estatura pero elevada leyenda, que ya no volvería a ver
el sol jamás.
El propio sheriff acababa de
descerrajarle un tiro por sorpresa en plena noche, disparando a través de la
puerta de su guarida en el desierto. Partiendo en dos el frágil corazón que albergaba su
espíritu rebelde.
Lo último que él vio, fue un fogonazo.
© Bonifacio Álvarez