Cumpliendo con lo anunciado en la primera parte, ahí va mi propia interpretación de la célebre paradoja de Newcomb. Con algún retraso (involuntario), pero merece la pena de verdad.
Les entrego hoy un sugestivo cuento carrolliano, que disfrutarán mucho los (cuatro) gatos y las niñas (y niños) grandes que lo lean. No duden en dejar sus comentarios.
El cuento, más abajo. Aquí tienen un esbozo de la paradoja en cuestión:
http://blogs.publico.es/ciencias/general/848/la-paradoja-de-newcomb/
El cuento, más abajo. Aquí tienen un esbozo de la paradoja en cuestión:
http://blogs.publico.es/ciencias/general/848/la-paradoja-de-newcomb/
UNA ESFERA Y UN SOMBRERO
« La vida es un ovillo enmarañado. Tendría un sentido
si estuviese extendida, o si la hubiesen enrollado bien ».
Fernando Pessoa.
Él era un reloj amarrado a una agenda. Llevaba un puntual control de todo en su vida. Su horario era inamovible: hacía siempre lo mismo y a la misma hora exacta cada día. No soportaba ninguna imprecisión, y para él todo debía ser estrictamente lógico.
Quizá no fuese el mejor notario
del Estado, pero sí que era el más escrupuloso. Y además, era el más joven de
su promoción, también. Cuando ganó la oposición, en vez de alegrarse como lo
habría hecho cualquiera (no le sorprendió ese logro, pues lo tenía bien previsto),
no descansó hasta que consiguió que el boletín oficial corrigiese una mínima
errata en la lista de admitidos. La cual ni siquiera le afectaba en serio, sólo
era una tilde errónea en su apellido. Pero no quería empezar su pulcra carrera
funcionarial salpicado por un dato inexacto en su expediente, por anecdótico o
tangencial que fuera.
Esa mañana llevo a su hija en coche al
colegio, siguiendo la ruta milimétrica de siempre. Ella leía un cuento en el
asiento trasero, en plena marcha:
—¿Por qué Alicia se asusta cuando
el gato de Cheshire aparece, pero no cuando desaparece? —preguntó a su padre,
que no perdía detalle del tráfico.
—No sé… nunca me fijé en eso.
Pero ese cuento es ilógico, ¿qué importa? —replicó él con desinterés, cuando ya
llegaban a la escuela. Allí dejó a la niña. Y al salir de su trabajo de
funcionario al mediodía, decidió acudir puntualmente a recogerla. Casi llegaba
al paso a nivel que cruzaba siempre, a sólo dos manzanas del complejo escolar. Pero un imprevisible obstáculo frenó su
marcha, entonces. Le molestó más tener que esperar a que arrancase la furgoneta
negra que bloqueó el libre avance de su automóvil, que la idea de
dejar a su hija sola esperando por él en la puerta de la escuela. El problema
era llegar tarde, no cómo eso pudiese afectar a otros. El drama era romper el
orden, no las consecuencias… Así había sido siempre para él. Al fin y al cabo,
una realidad bajo absoluto control era justamente la más segura siempre. Y si
el orden se rompía para él (y pese a él) alguna vez, era muy distinto a que él
mismo lo violase. Y él jamás haría tal cosa por su cuenta, desde luego. Ya que,
a su modo de ver, no se podía producir ningún desorden importante en todo el
universo que no fuese causado por su propia persona. Lo cual no se debía a un
delirio egocéntrico suyo, como podría parecer. Sino a un sentido de la
responsabilidad desproporcionado por su parte, que era una gran virtud y un
gran defecto, al mismo tiempo. El cual le hacía verse a sí mismo como un
atlante burocrático que, en vez de llevar el globo del mundo sobre sus espaldas
en forma de una esfera, lo llevaba clasificado bajo su brazo en pulcros pliegos
de papel timbrado dentro de una carpeta de piel con cremallera.
Así que, a su modo de ver, si
ocurría algún tipo de incidente ajeno a sus manejos, así fuese un terremoto,
una pandemia o un bombardeo, el orden terminaría por restablecerse por sí solo,
sin demasiadas consecuencias. Eso era lo lógico. ¿Cómo podría ser de otra
manera?
Nunca había llegado tarde a la escuela. Ni
siquiera cuando él mismo era un chiquillo. Era él, de hecho, quien despertaba a
sus padres un poco antes de la hora, para que no se retrasasen al llevarle
luego... No era razonable llegar tarde a ningún sitio, en todo caso. Por eso,
ahora, su corazón latió con ansiedad. Dudó en tocar el claxon, porque no tenía
planeado en su agenda el protocolo en caso de un atasco como ese… Y entonces
alguien descendió de la furgoneta. Con una facha tan grotesca al hacerlo, que
le pareció sufrir una alucinación, aunque enseguida entendió que no era eso...
Aquel hombre vestía una levita color púrpura sobre una camisa de horizontales rayas rojiblancas. Pajarita de seda en el cuello y un elegante sombrero de copa en la cabeza.
Llevaba guantes blancos y un dorado reloj de bolsillo en la mano… El extraño
personaje le sonrió y le hizo una graciosa reverencia, quitándose el sombrero
con la mano libre sin avanzar un paso más. Y a él ya no le dio tiempo de
analizar aquella insólita discontinuidad en la monótona coherencia de su vida.
Pues, en ese instante de la reverencia, asaltaron violentamente su vehículo por
ambos flancos a la vez, con rapidez felina…
Despertó amarrado a una camilla mecánica.
Ligeramente incorporado, en una aséptica sala en penumbra, como de hospital...
Frente a él, un monitor con la imagen de su hija, tumbada ésta boca arriba en
una situación y habitación idénticas. Ella seguía sedada, ajena al mundo. Y
entonces, él escuchó una voz sutilmente silbante, pero nítida:
«¿A que no lo habías previsto?
Descuida: no te haré perder mucho tiempo, sé cuánto lo valoras… Como mucho
perderás la vida, y eso es poco tiempo en realidad… Y no es mucho desorden: si
acaso una minúscula brizna de entropía en el universo… Tendrás toda una
eternidad sin incidentes por delante, para restablecer esa minucia. Y ella sufrirá
lo mismo, si no juegas con inteligencia…»
Entonces sintió pánico, cuando su cama
mecánica se accionó sola y le incorporó algo más, hasta una posición casi
sedente. En la imagen del monitor apareció el hombre de la levita púrpura,
acariciando la frente de su hija. Traía una jeringuilla en la mano, pero no la
usó con ella. Sólo la alzó un segundo, para que él la viera bien. La aguja era
igual de amenazante, afilada y larga que las pulidas uñas de la mano que la
sostenía, pues ahora no llevaba guantes. Pero él no hizo nada raro, y dejó a la niña sola… Su padre soltó una
maldición nada sensata, entonces. E hizo un esfuerzo inútil por soltarse… Ya no
se planteó, una vez allí amarrado, estar viviendo una alucinación o un sueño:
era la realidad, sin duda. La objetiva realidad, por grotesca que fuera. Él
jamás equivocaba eso.
Su
hija seguía dormida en la pantalla, ajena a aquella pesadilla. Temió que
despertase como lo acababa de hacer él. Temió no saber qué decirle ni qué hacer
para calmarla. Ni siquiera él tenía planes para una situación así, ¿quién
podría tenerlos? Y eso en caso de que ella le pudiera escuchar de alguna forma,
claro... Aunque podría ser que ella se
encontrase en una habitación contigua, o hubiese algún micrófono… Deseó que el
extraño hombre de púrpura apareciese en carne y hueso frente a él, en vez de en
la pantalla. Como cuando lo vio en la vía pública durante sólo unos instantes.
Deseó exigirle, estoicamente, explicaciones. O suplicarle si hacía falta, aunque humillarse no fuese
algo sensato… Pensó en gritarle, para que acudiera a donde él estaba. Pero al final optó por tranquilizarse y no hacer ruido alguno. Para no
alterar a la pequeña en la otra sala, si es que ella despertaba y podía oírle a
fin de cuentas…
Hubo un profundo silencio. Que se rompió por un sonido eléctrico, cuando el monitor con la imagen de su hija se hizo a un lado suavemente. La penumbra desapareció sustituida por una luz más nítida. En la nueva claridad y sin la pantalla interponiéndose, pudo ver ahora frente a él dos cajas cúbicas de tamaño idéntico, a unos cuatro metros de distancia entre sí. La de su izquierda, era transparente, y se podía observar dentro de ella una blanca esfera de marfil del tamaño de una bola de billar. La de la derecha era opaca, y parecía bien sellada. Entonces, la voz volvió a dejase oír:
«Este es el juego: puedes
elegir quedarte sólo la caja transparente… o quedarte ambas. Solamente hay esas
dos opciones. En cualquier caso, yo lo tengo todo mucho mejor previsto que tú,
créeme. Y desde luego, más atado. Más que tú ahora mismo, si me permites la
malicia… De hecho, conozco cada movimiento tuyo antes de que decidas
realizarlo, incluso. Y si lo desease, conocería el de cualquiera. Pero te he
seguido a ti particularmente, desde que eras niño. Tengo mis motivos para
hacerlo…
»Tendrás que decantarte por una
opción de las dos —continuó, con serenidad solemne—; pero sea la que sea, yo ya la habré previsto.
De hecho, sé cuál vas a elegir, desde hace tiempo... Pero no pienso quitarte la
libertad de hacerlo. Será tu voluntad la que decida, aunque yo conozco el
resultado y he actuado ya a ese respecto… pronto entenderás…
»Esa esfera de marfil que ves,
te simboliza… Y también lleva tu vida: ya es tuya. Elígela y podrás salir libre
y salvo de aquí. Pero a condición de que escojas la primera opción, es decir:
quedarte las dos cajas, con lo que ellas contienen. En ese caso, tú seguirás
vivo… Pero mataré a tu hija, que ahora sólo está sedada. Porque yo habré
previsto tu elección final (ya la conozco, de hecho), y habré dejado la caja opaca
vacía antes de sellarla, si es que eliges eso. Sin ninguna bola que la
simbolice a ella también, para perdonar su vida… Tu salvación personal, que en
principio está en tu mano ahora, te convertiría en verdugo de tu propia hija,
piensa eso…
»Si, en cambio, optas por quedarte
sólo con la caja sellada, y desechar la transparente en la que tu propia vida
figura a salvo ya en forma de esfera, yo también lo habré vaticinado. Pero en
ese caso, tendrás dos esferas de premio, tras abrir la caja opaca que yo he
sellado previamente: la de tu vida y la de la vida de tu hija, también. Una por
cabeza. Nadie morirá, si eliges eso. Es la mejor opción, sin duda. Parece obvio
y fácil. Claro que, insisto, para eso tendrás que despreciar la bola (la vida)
que ya tienes segura. Y confiar en que yo cumpla lo acordado… No me esforzaré en jurarte que lo haré. El asunto
es demasiado serio para pedirte confianza ciega en mí, en circunstancia tan
extrema. Estás asustado y confundido ahora, y te preguntas quién soy y por qué
hago esto… Te aseguro que tengo un buen
motivo.
»Ahí tienes tu elección irracional —prosiguió
con seguridad, como si conociese los pensamientos de su víctima—. Que, como
estás sintiendo ahora, no es tan
simple… Dado que yo ya he actuado y he sellado la caja opaca (y eso sí lo
tienes claro ahora, pues no puedes ver lo que está dentro), entonces la suerte
ya está echada. Así que da igual lo que decidas ¿verdad?: la caja sellada sola o
las dos cajas, resulta indiferente. Si la caja opaca está vacía o llena con dos
bolas, lo está (o no lo está) ya en este mismo instante, elijas lo que elijas
tú a continuación. Tu decisión no hará desaparecer las dos bolas de dentro, si es que están
allí y eliges quedarte las dos cajas. Ni tampoco las hará materializarse para
obedecerte, si es que eliges sólo la sellada. Da igual que yo cumpla
las reglas y haya actuado ya según tu opción final: nada cambiará las cosas tal
como están ya ahora, antes de que
escojas algo, eso es justo así. Y tu vida ya la tienes, visible en una caja
transparente. Eso sí es seguro. Es lo racional. Lo más sensato. Lo tangible… lo
tuyo al fin y al cabo: la estricta obediencia a la lógica que te caracteriza
desde siempre.
»Elegir la caja cerrada, volvería a
ponerte la pistola en la cabeza, cuando ya tienes tu vida asegurada, al
menos... O a quitarte el suelo bajo tus dos pies, para no sonar violento… Ahora mismo tienes uno de ellos en el aire,
por cierto. “¿Y si él incumple las reglas si es que yo escojo sólo la cerrada,
aparte de que sea irracional hacerlo?”; “¿Y si dejó la caja vacía adrede y nos
mata a los dos?”, eso estás pensando ahora de mí. Puedes confiar en mí o no
confiar, tú mismo. Puedes sospechar incluso que, si optas también por la caja
transparente, violaré las reglas y no respetaré tu vida tampoco. Y quizás sí la
de ella, si me compadezco a fin de cuentas… Pobrecita, ¿no?: es sólo una tierna
niña… Por poder, puedes pensar lo que tú quieras. Pero a veces, se trata de
sentir. Y no se puede desconfiar de todo (o todos) a la vez. Eso sí sería
ilógico ¿no crees?»
»Aunque ¿quién sabe?, si de veras
decides obedecer a la lógica pura y quedarte también la caja transparente,
quizá yo sea generoso y no cumpla las reglas en eso… Quizá sólo te quiera hacer
sufrir un rato. Y te obsequie una “bolita extra” en ese caso a fin de cuentas,
cuando te precipites a abrir la caja opaca, terminado el juego ya, ansioso en
pos de una esperanza... Tras haber escogido tú “sensatamente” las dos cajas,
para salvarte a ti y a tu racionalidad al mismo tiempo, por ser eso lo único
seguro en realidad. Tal como pensaste instintivamente en un principio, por cierto...
»¿Podrías, de verdad, confiar en un
regalo tan altruista por mi parte? Sé
que no lo harías, y sin necesidad de adivinarlo. Aunque también se te pasó por
la cabeza, no lo niegues»
En ese instante, el hombre de levita malva se volvió a dejar ver en la pantalla fugazmente, al lado de su hija. Miró muy serio a la cámara, con la jeringuilla de antes en la mano. Y giró el objetivo hacia un inútil reloj de pared sin manecillas.
«Tienes un minuto exacto, no más —sentenció
con firme voz—; no necesitas ver el tiempo: tú lo sabes calcular bien con tu
mente, para no perderlo nunca. Si tardas un segundo más de ese minuto, moriréis
los dos, esa es mi elección propia. Tempus fugit. Deslía pronto la madeja,
gatito... Sé que escogerás la opción correcta,
amigo. Tic-tac» —subrayó. Y se empezó a escuchar un nítido tictac, de
hecho, que retumbó en toda la sala.
Aquel extraño sujeto había leído e intuido
cada uno de sus pensamientos y emociones. Eso no estaba en los planes de él
tampoco. Como no lo estaba encontrarse allí amarrado (como su hija) a una camilla en un lugar
desconocido, por la caprichosa voluntad de un ser grotesco... Pero la lúcida
seguridad de la que hacía gala ese mismo exótico individuo, le dio aún más
verosimilitud a la pretendida capacidad de vaticinio infalible de la que
presumía. A la hora de afrontar ahora él aquel extremo reto suyo, basándose en dicho
excepcional poder de su potencial verdugo... Sabía que aquel ser era
omnisciente de algún modo, eso era obvio. Quizá también omnipotente, o al menos
lo era sobre él… Tuvo claro que no le
había mentido, y que tampoco era posible engañarle o retarle en forma alguna. Pues,
ni siquiera con toda la capacidad lógica del mundo, podría alguien ir jamás un
paso por delante de un ser con un dominio tan omnímodo del tiempo, la mente y el espacio ajenos... Confiar en él (en su
honorabilidad) era otra cosa. Pero no tenía opción. Ni otro margen que un breve minuto, ese era el juego…
Y estaba claro que la amenaza sí era seria, dado que aquel ambiguo sujeto salido de algún raro cuento gótico ancestral se había molestado en
secuestrarles a los dos. Y además, estaba aquella jeringuilla… Lo tuvo claro: su
vida propia y la de su hija pendían ambas del frágil hilo de una decisión no
por completo racional… O sí, según la que él mismo adoptase. La suerte estaba
echada en esas cajas, pero ¿cuál? Y él no podía ya cambiarla ¿o sí podía?
Obra de Eldar Zakirov
»En el primer segundo de la amenazadora cuenta
atrás, su mente voló a su infancia. A una anécdota que había olvidado por
completo, y que recordó ahora de repente... Cuando él tenía siete años de edad (los
mismos que ahora su hija) su padre le llevó a una feria. Había un corrillo de
gente disfrutando con los trucos de un mago vestido de pirata, con camisa a
rayas éste y un parche de adorno en un ojo. Se unieron a la nube de curiosos. Y
en un momento dado, el mago le pidió a su padre su reloj. Era un reloj de
pulsera valioso, no una baratija. Pero su padre, que no era tan escrupuloso
como el hijo, no dudó en entregarle la joya a aquel desconocido disfrazado como si fuera un malhechor…
Entonces, el mago envolvió el reloj en un pañuelo. Se arrodilló frente al
chiquillo y se lo hizo palpar: «¿Lo ves, muchacho? Está ahí dentro, tócalo. Y
usted también» —Él obedeció, y sintió el duro bulto dentro del pañuelo.
Luego su padre hizo lo propio. El artista volvió a su atril de mago. Y se
dispuso a destrozar, sin más, el bulto con un mazo… Entonces, él sintió un
escalofrío ante el inminente caos. Tiró, ansioso, de la manga de su padre. Y
éste le hizo un gesto tranquilizador. Pues sabía que aquello era sólo un truco
y su valioso reloj no corría peligro... Y
aunque desconocía el entresijo oculto del misterio, su padre dejó hacer al
artista, con una confiada sonrisa expectante. El mago martilló el pañuelo
abultado varias veces. Sonó un chasquido metálico, y un crujido como de cristal
roto. Su padre levantó una ceja, entonces... Pero el mago extendió el pañuelo
abierto y limpio, por sorpresa. Sacudiéndolo en el aire, sin que hubiese nada
en él, de pronto... El público soltó una exclamación de confundido asombro, y
aplaudió fuerte. El mago respondió con una impostada reverencia, quitándose el gorro de corsario... Y luego pidió al chiquillo que se acercase a él, para que
comprobase por sí mismo que ya no había rastro del reloj tampoco en el atril…
Entonces se escuchó una carcajada general, cuando él obedeció inocentemente y
se aproximó a un palmo del pirata tuerto: llevaba el reloj de su padre amarrado
en un tobillo.»
Confianza ciega no, pero sí tuerta. Mirar el
logos de soslayo. Poner un pie en la cuerda floja, pero sin que eso la
convierta necesariamente en el oscilante tablón para los condenados de un barco
pirata, sin más futuro en él que ahogarse en el océano... Sí: confiar en el
mago sí que era una opción válida. Al fin y al cabo, la razón humana no era más
que un mago tuerto, en el fondo. Y la conciencia guardaba siempre el
otro globo ocular en algún lugar secreto. Del cual la imaginación lo rescataba a veces, cuando la razón fallaba un poco o no llegaba bien… Así que él regresó al presente y decidió, sin
más. Sólo empleó treinta segundos exactos finalmente, los mismos que le llevó
rememorar la anécdota en la feria. La mitad justa del tiempo otorgado… Los
contó bien en su mente, sin que el tenaz tictac le perturbase en lo más mínimo.
Él era así de frío. O al menos, su razón siempre lo era… Se pronunció de manera
clara y con voz firme, al final. Subrayando la solemnidad de su elección con un sobrio formulismo que solía usar en su trabajo de notario:
—Elijo la caja sellada. Sólo esa
—dijo—. Es mi voluntaria decisión. Legalizo el signo, firma y rúbrica propios que
anteceden.
En el instante en que pronunció eso, se abrieron
con un clic las ataduras metálicas de la camilla. Se sintió libre y saltó
fuera. Apenas avanzó unos metros en dirección a las dos cajas, descubrió desde
esa nueva perspectiva (más cercana y ya de pie) que la caja de la izquierda, la trasparente con la
bola blanca, era sólo un trampantojo. Un astuto efecto óptico de anamorfosis,
que fingía volumen tridimensional desde la posición de la camilla. Pero que, al
acercarse uno, se delataba como lo que en realidad era: un mural plano bien pintado.
Allí estaba la misma caja de cristal con la esfera dentro, pero intangible y rotulada
en dos dimensiones. La otra caja, la sellada, sí que era real, en cambio. Miró
hacia el monitor antes de animarse a abrirla, y allí seguía su hija. Respirando
dormida, sana y salva en apariencia…
Cuando iba a abrir la caja sellada en medio de
un silencio profundo, se escuchó de pronto el molesto zumbido de una mosca. Si él no
fuese un individuo lógico —aunque acababa de tomar una decisión
irracional— habría interpretado ese sonido como un mal presagio. Y más aún
cuando rasgó el frágil sello de la caja con los dedos y, justo al abrirla, la
mosca cayó muerta dentro…
El pequeño cadáver aterrizó sobre un papel
doblado, que era todo lo que había dentro de la caja, en apariencia. Sacudió el
papel, como hizo el mago de su recuerdo infantil con el pañuelo. Era una nota
manuscrita, que leyó intrigado, de un tirón:
«Pobre
mosca, yo no la maté. Fue una casualidad. Tampoco pude hacer nada por ella, yo
sólo cuido bichos de dos patas… Pero sí la vi morir, cuando te visualicé
abriendo esta caja tras elegirla muy solemne en exclusiva, y rechazar la otra
pintada con la esfera. ¿Para qué poner una real, si total no ibas a escogerla?
Además, me gusta divertirme, adornando un poco el escenario… Buena decisión,
en cualquier caso, enhorabuena. Sabía que escogerías la caja sellada
únicamente, por ilógico que fuera. Ni siquiera tú eres capaz de ser tan
racionalista en un caso real de vida o muerte. Debajo de esta nota, está tu
premio.
P.D: Ya eres mayor para seguir
teniendo un ángel de la guarda, aquí termina mi trabajo. Si no te hubiese
obstaculizado con la furgoneta, un tren habría embestido tu coche en el paso a
nivel, créeme… Ahora te toca a ti ser tu propio ángel, y también el de tu hija.
Le deberías prestar más atención, por cierto: hace tiempo que la están acosando
en la escuela…
Atte.
Chet Hiscare! »
Atte.
Chet Hiscare! »
Volvió a mirar al monitor, allí seguía ella
dormida. Ningún cambio… Había una tapa suelta, que servía como falso fondo de
la caja opaca. La apartó y vio dentro una funda oscura, que guardaba una única
bola blanca de marfil...
Eso terminó de confundirle. Deberían ser dos
bolas. Él había hecho su parte, confiando. ¿Qué simbolizaba esa única esfera, entonces?
¿Su vida o la de ella? La de los dos no tendría sentido. Pero ambos seguían
vivos, eso sí... ¿O significaba alguna otra cosa que él no había sabido razonar correctamente? Volvió a mirar a su hija
sedada, amarrada a la camilla. Parecía estar bien… Miró luego la única bola en
su mano, pensativo. Y buscó una puerta de salida, lleno de ansiedad de pronto. Con
toda la angustia que no había sentido al tomar su grave decisión, cuando temió ahora
una mala jugada, de repente... No tardó en encontrar la puerta. Distinguible apenas
tras el monitor, gracias a una rendija de luz que parecía provenir de la calle. Era del mismo color de la pared, y sin manilla o picaporte alguno. Intentó
abrirla con las uñas, sin éxito. La golpeó con la esfera maciza. Probó a darle
patadas… no cedió de ningún modo. Y entonces escuchó él un golpe seco, y enseguida
el sonido de algo sólido que llegó rodando hasta sus pies…
Era una bola blanca de marfil. Buscó con la
mirada su insólito origen: el mural de la caja transparente seguía allí, pintado
en la pared en dos simples dimensiones. Pero ya no aparecía ninguna esfera
dibujada en él… Volvió a mirar el monitor. Sin cambios.
Tomó la segunda esfera en su mano libre,
impactado por el fenómeno imposible. Ahora sí que tenía dos, una en cada mano. Pero
aquello no era lógico, sin duda… Trató de mantener la mente fría en aquel
escenario grotesco, para poder hilvanar bien sus pensamientos. Depositó en la
caja real las dos bolas idénticas, improvisando algo de orden para poder entender
mejor el caos. Y una dulce melodía procedente del monitor le impulsó a mirarlo,
entonces… Para su asombro, el hombre de levita púrpura y sombrero de copa
estaba allí de nuevo, con su hija. Ella había despertado al fin, y parecía muy
contenta con él, ya sin ataduras. Sentada en la camilla libremente, sin
asustarse ni extrañarse en lo más mínimo... Él le dedicaba la canción “Pure
Imagination”, de la película Willy Wonka. Cantándola con buena afinación: «We’ll begin with a spin/ traveling in
the world of my creation/ What we’ll see will defy explanation». Luego, él le dio la mano a ella
muy galante, para ayudarla a bajar de la camilla. Canturrearon a dúo tan
melosos, como en un musical almibarado. Y hasta bailaron coordinadamente con un
elegante bastón cada uno, después. Cuando la música dulce varió su ritmo de
repente, convertida en un rítmico claqué…
Para rematar la bufonesca escena, sus siluetas
tomaron de repente la apariencia de un dibujo animado macabro. El cuello de la niña se convirtió en un oscilante muelle, que se estiró hasta alcanzar la estatura del bailarín adulto. Y el de éste se dilató enseguida hecho un muelle también, pero hacia abajo. Comprimiendo el volumen de su tronco al hacerlo, hasta que los cuellos y los hombros de ambos bailarines quedaron bien parejos en longitud y altura, respectivamente... Siguieron danzando así un minuto, como si tal cosa. Aunque pronto una nueva metamorfosis delirante, les convirtió a ambos en una especie de negros estandartes
flamígeros de goma vestidos de chaqué, bastón en mano. Y a sus cabezas, en dos vistosas y relucientes calaveras tocadas con sombreros de copa. Que oscilaban, burlonamente sonrientes,
sobre sus respectivos hombros, sujetas cada una a un muelle. Mientras los danzarines (o lo que quedaba de ellos) no dejaban de bailar a
dúo, codo con codo, a un ritmo cada vez más frenético… A la vez que el tempo de la música se disparaba
vertiginosamente con el baile, hasta desafinar de forma chirriante… En una rara
apoteosis, las calaveras terminaron chocando, al enredarse los respectivos muelles basculantes que las sostenían. Estallaron en el aire al hacerlo, como dos blancas esferas de cristal impactando una con otra. Y, sin ellas, los cuerpos de goma cayeron inertes cual marionetas sin hilos... Como broche final del espectáculo, la sala que se mostraba en el monitor —idéntica ésta a la que
ocupaba quien había observado, tan absorto como incrédulo, todo aquel absurdo escénico—, se envolvió de
pronto en un violento incendio...
Entonces, él tuvo una intuición. Y dejó
enseguida de mirar las llamas de aquel obvio trampantojo digital de la
pantalla, que ya hacía rato había dejado de engañarle… Observó la otra ficción
pintada en el mural de la pared, muy pensativo. Y de pronto pegó un salto, y corrió
hacia la camilla con ruedas a la que había estado sujeto...
Reaccionó in extremis, por muy poco. Lo
primero en explotar y quedar envuelto en llamas en la sala real en la que
estaba él, fue el propio monitor que reflejaba un ficticio escenario idéntico
que ardía… Hubo más detonaciones por doquier, seguidas todas de una viva
llamarada. Y la habitación entera se convirtió en un verdadero infierno en un
instante.
Consiguió forzar la puerta rebelde por fin,
después de golpearla varias veces usando la camilla rodante de acero como
ariete. Ya fuera, al aire libre, tuvo el tiempo justo de ver huir la furgoneta
negra. Observó fugazmente el sombrero de copa en la ventanilla, en la distancia. Justo cuando su
dueño se llevó la mano al ala del mismo, saludándole con elegancia a él. Como
si supiese en qué exacto momento iba a salir despavorido por la puerta envuelto
en humo… Pero él no estaba para exquisiteces: gritó desesperado y corrió tras
el vehículo, que se perdió lejos de su alcance, ignorándole. Su único
pensamiento era su hija. Quizá el sujeto del sombrero sí la tenía en su poder después de todo, y la llevaba dentro
de la furgoneta… Miró, a su espalda, el almacén envuelto en una gran bola de
fuego, deseando que ella no estuviese allí... Y reconoció al primer vistazo el
polígono industrial del extrarradio en el que le habían retenido, aunque él no frecuentaba
ese paraje.
A unos cien metros del edificio en llamas,
estaba su propio automóvil, aparcado frente a una marquesina. Pero no necesitó
esperar el autobús: la puerta estaba abierta y la llave de contacto puesta,
listo para usar… Sobre el asiento del conductor, su teléfono móvil. Miró el reloj en él:
hacía ya dos horas que tendría que haber recogido a su hija. Con ansiedad, se
puso a marcar el número de la policía. Aunque enseguida pensó que era absurdo
llamar allí primero… mejor sería contactar antes con la escuela… O mejor que
eso, sería…
Sonó de pronto una llamada, que interrumpió la
indecisión: era su esposa.
—¿Dónde andas metido? ¿Estás
bien?
—Me sucedió algo imprevisto,
escucha…—No sabía bien lo que decir, pero ella habló por él.
—Me llamaron del colegio y tuve
que ir yo por la cría. Estamos en casa las dos… ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué no
contestabas?
—¿Ella está bien?
—Sí, sólo algo confundida. Tú
siempre la recoges… Además tuvo un incidente, nada serio. Tropezó en el recreo,
según dice, y se hizo una brecha en la frente. Parecía peor, pero es curioso:
se le ha cicatrizado sola muy deprisa.
—Pásamela —Él se moría por oírla.
—Pero ¿qué te ha ocurrido a ti?
¿Dónde estás?
—Una avería, estoy en el taller. Pásamela…
Cuando escuchó a la niña decir: “¿Sí?”, respiró
con un profundo alivio.
—Hola, hija —Trató de poner calma
en su voz—. Perdona, no pude llegar… ¿estás bien?
—Sí. Pero me asustó que no
aparecieras. Tú siempre lo haces.
—Lo siento, cielo, tuve algún
problema. Pero ya que dices eso... ¿Sabes una cosa?: ya entiendo por qué Alicia se inquieta cuando
aparece el gato, y no cuando desaparece. Cuando llegue a casa, te lo explico bien.
Puso en marcha el automóvil, y no tardó en estar
ahí. Sostuvo con su esposa el cuento del coche estropeado. Aunque a
ella no le acabó de convencer esa disculpa, sobre todo cuando notó su desaliño fruto del secuestro y el incendio... Él abrazó fuerte a su pequeña. Y miró, muy
implicado, el rasguño en su frente, que ya apenas se notaba. Tendrían que
hablar los dos de muchas cosas…. Y fue ella la que rompió el hielo enseguida, sentada en
sus rodillas, cuando su madre les dejó solos un momento.
—Dímelo ya, papá —Ella esperaba
que le explicase lo del gato.
—¿El qué? —Él se despistó de
veras, abstraído desordenando su cabello con deleite.
—Lo de Alicia, ¿no te acuerdas?
—Ah sí… verás —la abrazó bien por
la cintura—; a veces el gato de Cheshire desaparece por partes. Y a veces, lo
hace por completo ¿no es verdad? —Ella asintió—; pues bien: cuando el gato
aparece, tampoco lo hace enteramente nunca, si lo piensas bien... ¿No te han
enseñado en la escuela que es imposible ver una esfera por completo sin girarla?
Al gato siempre le tapa un poco la rama del árbol sobre la que está tumbado,
por ejemplo. Y aunque Alicia le viese alguna vez puesto de pie en el suelo
frente a ella y sin obstáculos (e incluso aunque ella le rodease a él como a una esfera, para estudiarle bien y no perder detalle suyo), ella no podría ver las cuatro plantas de sus
patas a la vez jamás… Y si lo tomase en brazos para vérselas —aprovechó para estrujar fuerte
a su hija, que balanceó sus propios piecitos— tampoco lo vería entero. Pues el
propio cuerpo de Alicia, al abrazarlo, le taparía la visión del gato un poco.
—¿Y entonces? —ella no acabó de
entender bien, aunque le escuchaba muy atenta.
—Pues eso, que al final Alicia
nunca veía al gato plenamente —Siguió él explicando—. Y eso era lo que más temía ella
de todo, en realidad. Su miedo más profundo, créeme… Porque Alicia sabía muy bien que, si llegaba a
ver al gato de Cheshire completo de verdad alguna vez… si es que él se le mostraba a ella en
cada poro, sin misterio alguno, una vez sola… eso supondría el triste anuncio
de que, cuando el gato decidiese desaparecer luego del todo ante sus ojos (tal como terminaba siempre sucediendo, cada vez que ambos
se encontraban), esa sería ya la última vez que lo hiciese. Porque, desde ese justo instante, Alicia ya no volvería nunca a verle...
Y al decir él eso, padre e hija se abrazaron
con fuerza, sin necesidad de más explicaciones. Y en algún lugar de una
desconocida dimensión, un risueño gato sonrió ante aquella tierna escena abiertamente,
sin ser visto. Y se quitó el sombrero de copa, dedicándoles a ambos una elegante
reverencia.
Ahí tenemos a Kant, venido al mundo para que los vecinos pusiesen en hora sus relojes (bueno, y para algunas cosas más). Tenemos la paradoja de Newcomb y al gato de Cheshire (mejor el de Cheshire que el de Schrödinger, aunque Newcomb y Schrödinger vayan de la mano y, si no me equivoco, estemos hablando de lo mismo). Aquí, como ya adelantaste el otro día, nos jugamos algo serio, no solo un puñado de dinero. Pero vamos a dejar aparte el aspecto sentimental, si te parece. Evidentemente, uno se tira al vacío sin paracaídas: no por heroísmo, sino porque no hay otra. Pero, bueno, no quiero ahora perderme por las paradojas y sus múltiples sentidos. Me voy a merendar mientras pienso en el temor de Alicia a ver completo al gato de Cheshire.
ResponderEliminarEspero que esa merienda no fuese con el Sombrerero Loco y compañía. Aunque sería divertido…
ResponderEliminarGracias por leer atentamente, Carmen, y por tu comentario de calidad. Los gatos de Schrödinger y Cheshire son familia cercana también, ambos flotan en una realidad ambigua y los dos viven en el filo (el veneno y un hacha, respectivamente)
El protagonista también piensa que lanzarse a ciegas no es un heroísmo. Pero esa certeza no es la que le hace sentirse obligado a hacerlo, cuando se decide finalmente. Sino precisamente el sentimiento por su hija, heroico o no.
Creo que nada hay más sensato (aunque no siempre sea lógico) que ser irracional cuando de veras está en juego algo valioso, esa es la moraleja de la historia. Y el amor (en el sentido amplio del término) si es que no es ciego, sí que debería ser siempre tuerto al menos (como el mago de la historia) para que de verdad valga la pena.