miércoles, 12 de abril de 2017

En la biblioteca (Un poema de Charles Simic)




Un poema de Charles Simic que me encanta. En idioma original y en traducción mía más abajo.



     IN THE LIBRARY
                                                                                                                                                                                                             
There's a book called
A Dictionary of Angels.
No one had opened it in fifty years,
I know, because when I did,
The covers creaked, the pages
Crumbled. There I discovered
The angels were once as plentiful
As species of flies.
The sky at dusk
Used to be thick with them.
You had to wave both arms
just to keep them away.

Now the sun is shining
Through the tall windows.
The library is a quiet place.
Angels and gods huddled
In dark unopened books.
The great secret lies
On some shelf Miss Jones
Passes every day on her rounds.
She's very tall, so she keeps
Her head tipped as if listening.
The books are whispering.
I hear nothing, but she does.




©Charles Simic.


*    *    *


EN LA BIBLIOTECA


 Hay un libro titulado
"Diccionario de los ángeles".
Nadie lo ha abierto en cincuenta años.
Lo sé porque, cuando yo lo hice,
las cubiertas crujieron
y se desprendieron páginas.
En ese libro descubrí
que hubo un tiempo en que los ángeles
abundaron tanto como moscas.
El cielo, al atardecer,
estaba tan plagado de ellos
que tenías que agitar los dos brazos
para poder espantarlos.

Ahora el sol brilla
a través de los altos ventanales.
La biblioteca está en silencio.
Ángeles y dioses se hacinan
en tenebrosos libros sin abrir.
El gran secreto yace
en cierto estante frente al que Miss Jones
pasa diariamente en sus rondas.
Ella es muy alta, así que inclina la cabeza
como aguzando el oído.
Los libros susurran cosas.
Yo no escucho nada. Pero ella sí.








lunes, 10 de abril de 2017

98 escalones










« ¿Cómo puedo evitar ser un farsante dijo el mago si toda esa gente me obliga a hacer cosas que sabe que son imposibles? »
Frank Baum, El mago de Oz.



Era un frío mediodía de invierno. Un calmado mar violeta acariciaba el istmo que antaño había sido una isla y ahora estaba unido a la costa por un dique. Dominaba el paisaje la torre de un faro, que se alzaba enhiesta sobre el mismo promontorio en el que, también en épocas pretéritas, una simple fogata alertaba a los navegantes de la presencia del peligroso rompeolas plagado de escollos. De ahí le venía el nombre al posterior faro de aceite (ahora electrónico) y a su islote: «Botafoc», que significa «escupe fuego».

 El automóvil oficial, blindado pero pequeño, evitó la maraña de discotecas y hoteles de turistas, por una serpenteante carretera aledaña. Y luego dejó atrás también el moderno puerto deportivo repleto de yates de lujo. Y se detuvo al final, discretamente, frente a la vivienda al pie del apartado faro histórico, en un entorno de postal bucólico. Un guardaespaldas descendió del asiento del copiloto entonces, y abrió la puerta al presidente. Éste salió de la parte de atrás del automóvil junto a otro guardaespaldas, que se apresuró luego a abrir el maletero del vehículo para extraer de él los paquetes.

  Una sencilla escolta de policía local les había acompañado todo el trecho. Formada ésta únicamente por dos motos y una furgoneta, que se quedaron montando guardia con las sirenas apagadas. No hacía falta más: era un lugar muy amigable, aislado y seguro. Y la visita era extraoficial y breve. El presidente no necesitó llamar a la puerta de la sencilla vivienda de dos pisos del faro, donde ya le estaban esperando. La señora de la casa le recibió en la puerta con alegría contenida, y le animó a pasar dentro con una familiaridad respetuosa y discreta: 

 —Por Dios, Don Joaquín, no necesitaba molestarse —Se refirió ella a los paquetes que el guardaespaldas dejó sobre una mesa antes de volver al coche. Y que contenían vituallas y obsequios para la familia.

— ¿Cómo está ese cabronazo de tu hermano, Luisa? —Dijo el presidente en tono jovial, refiriéndose a su mejor amigo de la infancia.

— Un poquito mejor —aclaró ella —; ya ha comido. Esta mañana recibió visita de la gente del antiguo sindicato marino… estuvieron a solas con él hablando de los viejos tiempos. Vinieron a animarle, tras el ictus.

—Qué bueno que tenga compañía, el pobre…

—La verdad, le han ayudado mucho siempre los de la cofradía —dijo ella—. Tan enfermo él, y sin poder trabajar. Y encima siendo autónomo… Menos mal que nos dejan vivir aquí en el faro, pagando un alquiler pequeño, en recuerdo de mi padre… Y yo, ya sabe usted… Madre soltera y malviviendo de la peluquería, que apenas tiene clientela. Y además cuidando de él día y noche. Esta ciudad es rica ahora, pero no para los pobres.

—Lo sé. Lo sé todo, Luisa —el presidente asintió con empatía—. Son temas difíciles y los tengo presentes siempre, créeme. Lo de los autónomos y todo lo demás… Nunca olvidé de dónde procedo. Nunca. Pero hago lo que puedo, y me encontré la cosa enfangada, ya sabes...

—Sí. Sí sé, Don Joaquín —contestó ella—. Si yo no pido nada, sólo le comento… Aquí estamos como casi todo el mundo, bien jodidos —continuó—. Este país no lo sacude ya ni una galerna, no es culpa de nadie. Pero bueno… Mi hermano  parece que está más despejado hoy —trató de animarse ella misma—. Más atento a todo, no sé. Aunque claro, con el cáncer de hígado con metástasis y encima ese maldito infarto cerebral que le dio ahora… Sólo le faltaba eso al pobre. No sé cómo ha podido resistirlo, pero ahí lo tienes —Se secó una lágrima.

—Es un tío duro, el cabrón. Nunca hay que rendirse —dijo el presidente, poniéndole una firme mano a ella en el hombro, en gesto de consuelo—. Somos de la misma quinta, y cortados de idéntico paño también… De los que mueren de pie, y tú lo sabes bien Luisa. Así fue también tu padre, ¿no es verdad? —trataba de animarla—. No le mató la marejada faenando al bou durante tantos años. Ni la artrosis luego, cuando se jubiló en el faro. Y murió mientras dormía, a los noventa años, el cabrito... Y hasta el último día leyendo el periódico, el hijo de puta, para poderse cagar en todo el mundo con criterio —Añadió, con sorna—. ¡Genio y figura! ¡Y lo que fumaba! Desde los quince años, como un perro. Yo firmaba ya mismo… ¿Y la cría cómo anda? —preguntó por la hija de ella.

—Está poniendo la habitación decente —aclaró la mujer— porque al venir usted… Eso sí: a él ni tocarlo. Porque apenas si junta dos palabras. Y no se le entiende casi lo que dice, desde que sufrió el infarto cerebral, el pobre… pero desde esta mañana gruñe si se le acerca alguien —dijo con ternura ella. Y esbozó una sonrisa leve, de la que se contagió el campechano presidente. 

—¡Hostia, Luisa! —Exclamó él—. ¡No me trates de usted ya más, que nos criamos los tres juntos, no me jodas! Y menos ceremonias, que estamos en familia, como quien dice... Nada de adecentar, ¡déjame ver a Anselmo ya, coño! 

 Justo cuando dijo eso, la hija adolescente de Luisa apareció con una escoba y un trapo. Saludó con timidez al presidente, e hizo un guiño a su madre…

—Ah, sí… —recordó Luisa—: la niña quiere saber si se podría hacer una foto con usted, don Joaquín… es para ponerla en Internet y presumir. Ya sabe usted, está en la edad del pavo —La hija bajó la mirada, con cierta timidez. Y el presidente aceptó encantado. 

—Joder, ¡que no me trates de usted, Luisa! —dijo—. Claro que sí, venga guapa —Posó con la muchacha. Y luego la madre le llevó por fin a la habitación de su amigo, dispuesta a dejarles a los dos solos allí.

—Acomódese lo mejor que pueda usted, el cuarto no es muy grande… —dijo ella en el umbral.

—Luisa…

—Perdona, Joaquín. No me acostumbro… Tú háblale a él aunque no te conteste, lo entiende todo bien. Pero intenta no agobiarle mucho, se le satura la cabeza —le instruyó ella, pasando por fin al tuteo—. Si ves que él quiere hablar, acércale la oreja. Aunque vocaliza mal aún, y no podemos pagar un logopeda… Ahí te lo dejo un ratito—Añadió—. Yo me voy a llevar a la niña a la universidad. Es su primer año y tiene un examen importante esta tarde, no debe faltar ni dar un paso en falso. Si pierde la beca no podrá seguir estudiando, no podemos permitírnoslo… Y no voy a dejarle la peluquería, porque tendré que acabar cerrándola, me temo... 

—Sí Luisa, lo sé. Lo sé todo, no me digas más. Si de mí dependiera… Pero no puedo incurrir en favoritismos, ya sabes—se excusó él, encogiéndose de hombros.

—Claro que no puedes ¡Sólo faltaría…! —Ella le exculpó, tajante—. Bastante haces con acordarte de mi hermano, pienso yo... Eso no lo hace todo el mundo, desde luego. Y con tus responsabilidades, además… Gracias de veras por venir al faro a vernos —Se dispuso a irse ya, poniéndose un abrigo—: eso es lo que importa, tu presencia aquí... Yo estaré de vuelta en cuarenta minutos. En coche es un momento hasta la facultad, está aquí al lado. Y Anselmo está tranquilo ahora... 

—¡Cómo pasa el tiempo, parece mentira! ¡En la universidad ya, la mocosa! —Dijo el presidente, de buen ánimo—. Claro mujer, ve tranquila. Tarda lo que quieras. Yo cuido de tu hermano, no podría estar en manos mejores. Después de las tuyas, claro está… —Concluyó con un atisbo de orgullo propio, que corrigió enseguida.

  Cuando ella abandonó la casa del faro con su hija, él ya había cruzado la puerta. Y se había acomodado en una silla frente a Anselmo. El amigo íntimo de infancia del presidente, estaba sentado en un viejo sillón orejero, con el cuerpo cubierto por una manta gruesa hasta los hombros. La habitación era sencilla pero cómoda, presidida por la foto de un gran barco atunero que cabalgaba las olas en plena marejada. Y tenía una pequeña ventana que daba al mar auténtico, que estaba en calma ahora.

 Cuando el político exitoso saludó al humilde pescador enfermo, este último contestó con un gruñido ininteligible en su sillón. Para rubricar el saludo, el presidente le palmeó el hombro con tiento, antes de sentarse. Sin atreverse a mayores efusiones, dado su evidente débil estado de salud y lo que le habían dicho sobre su mal genio esa mañana. El otro le miró con ojos muy vivos bajo su manta, como si toda la energía que le faltaba en el maltrecho organismo se concentrase en su mirada. Y el presidente empezó la charla entre ambos que, más bien, fue un monólogo suyo. 

 —¡Coño Anselmo, si estás hecho un chaval! —Trató de darle ánimos—. Menudo susto nos has dado a todos, ¿eh, gandul? —Continuó, con distendida verborrea—; ¡mecagüen la mar! ¿Cuánto hace que no nos veíamos? ¿Quince años? ¡Hostia, cuánto tiempo! Pero bueno… los amigos siempre están juntos ¿no? Aunque haya distancia por medio… Tu hermana me avisó: “El Anselmo está muy mal”. ¡Tu hermana es más dramática…! Pero bueno, aquí me tienes, al pie del cañón…

»¿Te acuerdas de las trastadas que hacíamos de críos? ¡Joder, cómo cabreábamos a tu padre! —Le decía a su silente amigo, que le miraba con atención—. Y el peor de los dos eras tú, ¿eh? ¡Sí, no disimules, sinvergüenza!  He, He... ¿Recuerdas cuando le pusimos un globo en el tubo de escape a mi tío, y pensó que había pinchado una rueda? ¡Hostia, y luego a correr los dos! ¡Y cómo hacías rabiar a Luisa, porque sabías que odia los insectos!… ¿Te acuerdas cuando recortamos bichos de cartón, y luego se los pusimos por dentro de la lámpara de la mesilla de noche, para que se asustase al encender la luz? ¡Despertó a tus padres con los gritos! O cuando le hicimos creer a tu madre que la ventana de la cocina estaba rota, marcándola con jabón por dentro… ¡Joder, qué pillos éramos! —Continuó con los recuerdos—. Y siempre juntos. Codo con codo. Alma con alma. ¿Recuerdas cuando Sebas, el de la tintorería, nos dio aquella propina por recoger la leña para la caldera, y nos la gastamos en chucherías en el kiosco de Adolfo? Nos pusimos las botas… Pobre Sebas, por cierto —Se puso serio de pronto—. Era un tío raro pero cojonudo, ¡y qué loco estaba el cabrón!… Recuerdas cómo acabó ¿no? Ya decía tu madre que era muy extraño que se metiese a vivir en el garaje rodeado de basura cuando fracasó el negocio —explicó—. Porque la casa sí era suya. Pero se encerró en el bajo absurdamente, y fue acumulando allí bolsas de mierda… Y cuando se quejaron los vecinos del olor y fue la policía a reclamarle… se atrincheró allí y ¡Pum! Se hizo volar con una bombona de butano, cuando quisieron hacerle entrar en razón… ¡Joder, vaya manera absurda de morir! Salió en todos los periódicos… Y a mí me dio mucha pena, la verdad. Y sé que a ti también, Anselmo… Estaba muy quemado el pobre, y se hartó de esta perra vida, supongo… 

»¿Recuerdas esa bici vieja tuya que te regalo tu padre, justo cuando dejó de faenar y se colocó en el faro? —cambió a otro tema menos trágico—. Nos la íbamos turnando. Pero tú la usabas más tiempo, cabrón, porque decías que era tuya… Y luego encima le tenía que poner yo los parches a las ruedas, porque tú no sabías cómo… 

»Y todo el puto día en la calle, nosotros dos. No como los críos de ahora, como zombis pegados al ordenador siempre, o al teléfono. Nos la pasábamos jugando a la vuelta ciclista con chapas de botellas. Esas sí eran mías, me las daba mi tío cuando le ayudaba en el bar ¿te acuerdas?… Y ahí te ganaba yo siempre, ¿eh? —Continuó su remembranza, con melancólico entusiasmo—. Claro, que yo hacía trampa… O no, según se mire. Porque tú siempre has sido demasiado formalista, Anselmo. Demasiado tiquismiquis, perdona que te lo diga… Pintábamos la carretera para las chapas con una tiza en la acera. Y tú tomabas las curvas muy correctamente, con paciencia, muy cabal… Pero yo, claro, hacía un atajo en diagonal para saltarme la curva ¿por qué no? ¡No se puede ser tan estricto Anselmo, siempre te lo dije! —insistió en la suave crítica—. Porque, perdona que te lo señale, ya de paso… Siempre fuiste el más listo, eso sí. Más listo que el hambre. Pero te faltó ambición, Anselmo. Y un poco de carácter, ya puestos a decir la verdad… Pero bueno, perfectos no somos ninguno —continuó—. Y siempre fuiste un buen amigo, eso desde luego. ¡El mejor amigo!... Cuando ya éramos mozos, si nos gustaba a los dos la misma chavala, me la dejabas a mí siempre. Porque eso sí: tú eras el más guapo, también. Sí, no disimules, pillastre… Yo era más golfo, pero tú tenías una labia cojonuda. Tiene gracia que acabase yo siendo el político… ¡Quién me lo iba a decir a mí, cuando empecé en el sindicato pesquero en la isla, que acabaría siendo diputado en Madrid! Luego, líder nacional de mi partido y, finalmente, ¡presidente del gobierno!  

»Un presidente del pueblo, pero de verdad —continuó—, alguien de abajo realmente. No un matasanos o un leguleyo de clase media, como los que presumen de origen humilde falsamente… ¡un trabajador, coño! —Hizo un enfático gesto alusivo, mostrando las palmas de las manos hacia arriba— Yo empecé arrastrando redes de pesca y con callos en las manos, y ahora tengo hasta quien me limpie el culo, si yo quiero… ¡Lo conseguimos, Anselmo! —Volvió a tocarle con suavidad el hombro, como cuando le saludó al entrar— ¡Lo logramos, mecagüen diez! La putada es que no es tan fácil como la gente cree. Llevo sólo dos años y estoy quemado ya, casi tanto como el pobre Sebas… —El presidente se levantó de la silla y caminó un poco por el cuarto, todo decorado éste con recuerdos marinos—; es como esa foto —señaló la imagen del atunero en la pared—; hay que estar siempre capeando el temporal, en la política nunca amaina la tormenta. Y si te descuidas, se amotinan y te tiran por la borda… Y si intentas mantener la cabeza fría —continuó, señalándose la sien— no sirve de nada, no puedes aislarte. Porque eso es como cuando tu padre se subía a lo alto del faro, ¿recuerdas? Cada día tenía que ascender los noventa y ocho escalones de la torre, ni uno menos. Sé cuántos son, porque yo mismo los conté una vez. Él vigilaba desde lo alto luego, y hacía señales con la luz y la sirena si era preciso… Si viene sólo un barco, bien. O dos a la vez, incluso…. Pero si tienes el poder, es como si vinieran diez al mismo tiempo, por todos los flancos. Y tuvieras tú que guiarlos a todos al unísono para evitar una catástrofe… Y si alguno naufraga o encalla simplemente, te cargan a ti toda la culpa —explicó—. Eso sí es soledad, Anselmo. Ahora comprendo a tu padre, y esa forma de rezongar tan suya… Pero la gente no lo entiende. No entiende lo dura que es la cima. Porque la cima no son noventa y ocho escalones, que es como quedarse muy cerca de los cien, del verdadero éxito…. Son sólo dos más, en realidad… pero los más difíciles de alcanzar. Y los más duros, después. Dicen que yo cambié por el camino, que traicioné mis principios en cuanto estuve arriba. Que incumplo mis promesas… ¿Y quién las cumple? Hacemos todos lo que podemos, Anselmo, en la política o fuera de ella —Se justificó—. Las circunstancias cambian las premisas. Y yo, que escogí representar al pueblo, no puedo ser mejor que él… A ti no puedo engañarte Anselmo, contigo soy sincero siempre: es cierto que he mentido algunas veces—confesó— pero, ¿quién es sincero siempre, sobre todo cuando la verdad cambia todo el tiempo? Además, la gente se ilusiona con uno en demasía. Se fanatizan, y te ven como un mesías capaz de todo… Se engañan a sí mismos, pienso yo. Porque dime la verdad, Anselmo —Interrogó a quien seguía mudo, pero escuchando cada palabra suya atentamente—. ¿Cómo puedo yo evitar ser un farsante, si la gente me empuja a hacer cosas que todo el mundo sabe que son imposibles? Dímelo tú, ¿cómo puedo hacer eso? —No obtuvo respuesta de Anselmo, que sí aumentó la intensidad de su mirada en ese punto. Y entonces cambió de tema un poco.

»¡Hostia! ¡Cómo te envidio el vivir aquí Anselmo! —Continuó—. ¿Crees que no te envidio? ¡Pues claro que lo hago! Ojalá pudiera yo estar aquí siempre, en este rincón tranquilo junto al mar… Día tras día y sin más preocupación, mirando ese paisaje hermoso —El presidente se asomó un segundo él a la ventana que daba al limpio océano—; esto es un paraíso… y me trae tantos recuerdos… Joder, Anselmo, te seré sincero… ¡me mata verte así! —Se volvió a sentar frente a su amigo, que le seguía mirando con profundidad sin emitir sonido alguno y sin emoción aparente—; ¿crees que no me duele?: pues sí, me duele aquí, en el pecho —se lo palmeó— ¡Con lo que tú eras, Anselmo! Siempre de acá para allá, inquieto haciendo cosas nuevas. Y peleando con todo dios, como tu padre… ¡Mecagüen la mar, que puta vida esta! A veces entiendo que el Sebas se reventase, para terminar con todo. —El presidente se ensimismó un momento en su propia melancolía, mesándose la barbilla—. ¿Recuerdas cuando salimos con el llaüt a pescar sirvias, y nos pasó rozando aquel buque arrastrero enorme? Dijimos los dos: « ¡Joder, a que nos vuelca la barca! » Pero sabíamos que no iba a pasar eso… Simplemente nos dio envidia verlo, esa es la verdad. Queríamos que fuese nuestro ese barco. A veces la razón es sólo esa, la impotencia. Como la del Sebas mismo, pobre hombre... 

»Ahora parece que el buque grande aquí soy yo, Anselmo. O el pez gordo, que es más típico… Y tú estás en dique seco para colmo, en el astillero y bien jodido... Pero no te creas, que yo también tengo lo mío ¿eh? —Cambió el tono fúnebre por uno más festivo de repente, para no amargar ya más al otro— ¿Te cuento una confidencia?: ando mal de la próstata, tendrán que operarme… pero no seas chivato ¿eh?. Esto queda entre nosotros. Imagínate, me hicieron un examen hace una semana. Ya ves, soy el presidente del gobierno y a mí también me meten el dedo por el culo, para que luego digan… ¡muchos aplaudirían al médico! Bueno…—Bajó la voz, en chusca confidencia, acercando más el rostro al de su amigo—: y a más de uno le gustaría hacérmelo en persona, que hay mucho maricón en la política… He, he, ¡Te has sonreído, cabroncete, no digas que no! — En efecto, el otro mostró apenas un atisbo de sonrisa, aunque desangelada. Con un destello de inteligencia en los ojos que, como siempre, confirmó que lo entendía todo demasiado bien.

»¿Sabes? Quiero enseñarte algo—Continuó el presidente, sacando un bulto del abrigo que había colgado de su silla—: acabo de publicar un libro sobre mi experiencia pública… también cuento cosas sobre mi pasado y cómo llegué a donde estoy ahora. De nosotros dos no hablo, porque eso es demasiado íntimo… —Hojeó el tomo él mismo, tras enseñarle la portada al otro—; y el faro tampoco lo menciono, no cabían tantos datos... Sólo hice una semblanza biográfica general, para contextualizar un poco mi carrera política... Mejor dicho, me la hicieron. Porque de eso se encargó un escritor profesional —explicó—. Un periodista amigo, quizá imaginas quién es... Yo no sé redactar bien, además, y tampoco tengo tiempo con tantos compromisos… El resto son reflexiones propias sobre las cloacas del poder. Nada que no se haya dicho ya, pero quise dar mi punto de vista. En resumen, todo este tocho —señaló el grosor del libro con los dedos— es para decir que la política es un mierdero. Lleno de vísceras de peces, que ya no van a nadar nunca de nuevo... Muchos de los cuales, no llegan a crecer gran cosa antes de morir. Y eso es una pena, pero la vida es cruel… —razonó, muy pensativo—. El truco para sobrevivir uno mismo, está en arrojar el cubo con las vísceras al mar a favor del viento. Porque si lo haces contra el viento, te las devuelve y te bañas en mierda tú... Y para saber por dónde sopla, lo mejor es escupir antes, como prueba… Si te vuelve a ti el escupitajo, te jodes, es el riesgo. Y si le das a alguien en un ojo, que se joda él ¡que no se hubiese puesto enfrente!… He, he… qué cabrón soy, ¿verdad? —Se recreó en el sarcasmo—. Bueno, este ejemplar es para ti, Anselmo. Le escribí una dedicatoria a bolígrafo—La leyó en voz alta él mismo—: «Para Anselmo, juntos a bordo contra viento y marea. Desde el principio hasta el fin». ¿Qué te parece? ¿Te gusta? Sé que sí. Aquí te lo dejo —Concluyó. Y dejó el libro en una mesa camilla. Al alcance del otro, que no le hizo mucho caso al obsequio…  

»Bueno, Anselmo… Ya no sé qué más decirte, si no hablas... Aunque sé que entiendes todo —Miró su reloj—: Luisa no tardará en venir. Y en una hora yo tomo el avión para Bruselas. Tengo una reunión importante allí, pero antes quise estar aquí contigo… ¡Que se esperen, coño!: hay mucho fantasmón ahí. Se lo dije hoy al ministro de Exteriores, que está allí ya y me metía prisa con eso por teléfono. Te juro que se lo dije así: «Que le den por culo a Bruselas… ¡Yo no pienso volar hasta que vea a mi amigo Anselmo!» —Le dio una nueva palmada suave en el hombro a su amigo de la infancia, tras enfatizar bien eso último—; y aquí me tienes, macho. Y ¿sabes qué más te digo, Anselmo? —Prosiguió—. Que hoy desaparezco, sí. Pero en cuanto pueda… no sé, en unos meses, volveré aquí a verte y vas a estar mejor. ¡Ya verás cómo sí! —Le animó, con forzado optimismo—. ¡Tan parlanchín y pegando brincos, como cuando eras un chaval! Es más: vamos a alquilar tú y yo una lancha y nos vamos a ir a Cala Salada a pescar sargos… ¿qué te parece? O sardinas, lo que caiga, para recordar los viejos tiempos. —Hecha esa idílica proposición, su amigo de la infancia hizo intento de hablar por primera vez. El presidente, sorprendido, acercó rápido la oreja a Anselmo, como le había aconsejado hacer la hermana de él. Y escuchó entonces un áspero murmullo, que le costó interpretar bien:

—Es tarde —Musitó Anselmo, con la voz rasposa.

—¿Tarde? Bueno, yo voy bien de tiempo aún —dijo el presidente, confundido, mirando su reloj de nuevo—. En cuanto venga Luisa me despido…

—Es tarde… —Repitió Anselmo a la oreja de su viejo amigo.

—¿Tarde para qué? —preguntó el presidente, y se inclinó de nuevo para escuchar bien.

—Tarde… para los dos —Dijo Anselmo a su oído, vocalizando con dificultad.

—¿Para los dos? No entiendo… —El presidente siguió sin comprender. Y entonces los ojos de Anselmo le taladraron de una manera esclarecedoramente gélida. Así que, en un fugaz instante, el político intuyó todo de golpe. Y el pánico le pudo. 

 Efectivamente, era tarde.

 Anselmo pulsó el botón del detonador oculto debajo de su manta. Y la vivienda del faro de Botafoc estalló en una viva llamarada, haciendo saltar la sirena de alarma de la torre con la sacudida.     






©  Bonifacio Álvarez