« ¿Cómo puedo evitar ser un farsante —dijo el mago— si toda esa gente me obliga a hacer cosas que sabe que son imposibles? »
Frank Baum, El mago de Oz.
Era un frío mediodía de invierno. Un
calmado mar violeta acariciaba el istmo que antaño había sido una isla y ahora
estaba unido a la costa por un dique. Dominaba el paisaje la torre de un faro,
que se alzaba enhiesta sobre el mismo promontorio en el que, también en épocas
pretéritas, una simple fogata alertaba a los navegantes de la presencia del
peligroso rompeolas plagado de escollos. De ahí le venía el nombre al posterior
faro de aceite (ahora electrónico) y a su islote: «Botafoc», que significa
«escupe fuego».
El automóvil oficial, blindado pero pequeño,
evitó la maraña de discotecas y hoteles de turistas, por una serpenteante
carretera aledaña. Y luego dejó atrás también el moderno puerto deportivo
repleto de yates de lujo. Y se detuvo al final, discretamente, frente a la
vivienda al pie del apartado faro histórico, en un entorno de postal bucólico.
Un guardaespaldas descendió del asiento del copiloto entonces, y abrió la
puerta al presidente. Éste salió de la parte de atrás del automóvil junto a
otro guardaespaldas, que se apresuró luego a abrir el maletero del vehículo
para extraer de él los paquetes.
Una sencilla escolta de policía local les había acompañado todo el
trecho. Formada ésta únicamente por dos motos y una furgoneta, que se quedaron
montando guardia con las sirenas apagadas. No hacía falta más: era un lugar muy
amigable, aislado y seguro. Y la visita era extraoficial y breve. El presidente
no necesitó llamar a la puerta de la sencilla vivienda de dos pisos del faro,
donde ya le estaban esperando. La señora de la casa le recibió en la puerta con
alegría contenida, y le animó a pasar dentro con una familiaridad respetuosa y discreta:
—Por Dios, Don Joaquín, no necesitaba
molestarse —Se refirió ella a los paquetes que el guardaespaldas dejó sobre una
mesa antes de volver al coche. Y que contenían vituallas y obsequios para la
familia.
— ¿Cómo está ese cabronazo de tu
hermano, Luisa? —Dijo el presidente en tono jovial, refiriéndose a su mejor
amigo de la infancia.
— Un poquito mejor —aclaró ella
—; ya ha comido. Esta mañana recibió visita de la gente del antiguo sindicato
marino… estuvieron a solas con él hablando de los viejos tiempos. Vinieron a
animarle, tras el ictus.
—Qué bueno que tenga compañía, el
pobre…
—La verdad, le han ayudado mucho
siempre los de la cofradía —dijo ella—. Tan enfermo él, y sin poder trabajar. Y
encima siendo autónomo… Menos mal que nos dejan vivir aquí en el faro, pagando
un alquiler pequeño, en recuerdo de mi padre… Y yo, ya sabe usted… Madre
soltera y malviviendo de la peluquería, que apenas tiene clientela. Y además
cuidando de él día y noche. Esta ciudad es rica ahora, pero no para los pobres.
—Lo sé. Lo sé todo, Luisa —el
presidente asintió con empatía—. Son temas difíciles y los tengo presentes
siempre, créeme. Lo de los autónomos y todo lo demás… Nunca olvidé de dónde
procedo. Nunca. Pero hago lo que puedo, y me encontré la cosa enfangada, ya
sabes...
—Sí. Sí sé, Don Joaquín —contestó
ella—. Si yo no pido nada, sólo le comento… Aquí estamos como casi todo el
mundo, bien jodidos —continuó—. Este país no lo sacude ya ni una galerna, no es
culpa de nadie. Pero bueno… Mi hermano
parece que está más despejado hoy —trató de animarse ella misma—. Más
atento a todo, no sé. Aunque claro, con el cáncer de hígado con metástasis y
encima ese maldito infarto cerebral que le dio ahora… Sólo le faltaba eso al
pobre. No sé cómo ha podido resistirlo, pero ahí lo tienes —Se secó una
lágrima.
—Es un tío duro, el cabrón. Nunca
hay que rendirse —dijo el presidente, poniéndole una firme mano a ella en el
hombro, en gesto de consuelo—. Somos de la misma quinta, y cortados de idéntico
paño también… De los que mueren de pie, y tú lo sabes bien Luisa. Así fue
también tu padre, ¿no es verdad? —trataba de animarla—. No le mató la marejada
faenando al bou durante tantos años. Ni la artrosis luego, cuando se jubiló en
el faro. Y murió mientras dormía, a los noventa años, el cabrito... Y hasta el
último día leyendo el periódico, el hijo de puta, para poderse cagar en todo el
mundo con criterio —Añadió, con sorna—. ¡Genio y figura! ¡Y lo que fumaba!
Desde los quince años, como un perro. Yo firmaba ya mismo… ¿Y la cría cómo
anda? —preguntó por la hija de ella.
—Está poniendo la habitación
decente —aclaró la mujer— porque al venir usted… Eso sí: a él ni tocarlo.
Porque apenas si junta dos palabras. Y no se le entiende casi lo que dice,
desde que sufrió el infarto cerebral, el pobre… pero desde esta mañana gruñe si
se le acerca alguien —dijo con ternura ella. Y esbozó una sonrisa leve, de la
que se contagió el campechano presidente.
—¡Hostia, Luisa! —Exclamó él—.
¡No me trates de usted ya más, que nos criamos los tres juntos, no me jodas! Y
menos ceremonias, que estamos en familia, como quien dice... Nada de adecentar,
¡déjame ver a Anselmo ya, coño!
Justo cuando dijo eso, la hija adolescente de
Luisa apareció con una escoba y un trapo. Saludó con timidez al presidente, e
hizo un guiño a su madre…
—Ah, sí… —recordó Luisa—: la niña
quiere saber si se podría hacer una foto con usted, don Joaquín… es para
ponerla en Internet y presumir. Ya sabe usted, está en la edad del pavo —La
hija bajó la mirada, con cierta timidez. Y el presidente aceptó encantado.
—Joder, ¡que no me trates de
usted, Luisa! —dijo—. Claro que sí, venga guapa —Posó con la muchacha. Y luego
la madre le llevó por fin a la habitación de su amigo, dispuesta a dejarles a
los dos solos allí.
—Acomódese lo mejor que pueda
usted, el cuarto no es muy grande… —dijo ella en el umbral.
—Luisa…
—Perdona, Joaquín. No me
acostumbro… Tú háblale a él aunque no te conteste, lo entiende todo bien. Pero
intenta no agobiarle mucho, se le satura la cabeza —le instruyó ella, pasando
por fin al tuteo—. Si ves que él quiere hablar, acércale la oreja. Aunque
vocaliza mal aún, y no podemos pagar un logopeda… Ahí te lo dejo un
ratito—Añadió—. Yo me voy a llevar a la niña a la universidad. Es su primer año
y tiene un examen importante esta tarde, no debe faltar ni dar un paso en
falso. Si pierde la beca no podrá seguir estudiando, no podemos permitírnoslo…
Y no voy a dejarle la peluquería, porque tendré que acabar cerrándola, me
temo...
—Sí Luisa, lo sé. Lo sé todo, no
me digas más. Si de mí dependiera… Pero no puedo incurrir en favoritismos, ya
sabes—se excusó él, encogiéndose de hombros.
—Claro que no puedes ¡Sólo
faltaría…! —Ella le exculpó, tajante—. Bastante haces con acordarte de mi
hermano, pienso yo... Eso no lo hace todo el mundo, desde luego. Y con tus responsabilidades,
además… Gracias de veras por venir al faro a vernos —Se dispuso a irse ya,
poniéndose un abrigo—: eso es lo que importa, tu presencia aquí... Yo estaré de
vuelta en cuarenta minutos. En coche es un momento hasta la facultad, está aquí
al lado. Y Anselmo está tranquilo ahora...
—¡Cómo pasa el tiempo, parece
mentira! ¡En la universidad ya, la mocosa! —Dijo el presidente, de buen ánimo—.
Claro mujer, ve tranquila. Tarda lo que quieras. Yo cuido de tu hermano, no
podría estar en manos mejores. Después de las tuyas, claro está… —Concluyó con
un atisbo de orgullo propio, que corrigió enseguida.
Cuando ella abandonó la casa del faro con su hija, él ya había cruzado
la puerta. Y se había acomodado en una silla frente a Anselmo. El amigo íntimo
de infancia del presidente, estaba sentado en un viejo sillón orejero, con el
cuerpo cubierto por una manta gruesa hasta los hombros. La habitación era
sencilla pero cómoda, presidida por la foto de un gran barco atunero que
cabalgaba las olas en plena marejada. Y tenía una pequeña ventana que daba al
mar auténtico, que estaba en calma ahora.
Cuando el político exitoso saludó al humilde
pescador enfermo, este último contestó con un gruñido ininteligible en su
sillón. Para rubricar el saludo, el presidente le palmeó el hombro con tiento,
antes de sentarse. Sin atreverse a mayores efusiones, dado su evidente débil
estado de salud y lo que le habían dicho sobre su mal genio esa mañana. El otro
le miró con ojos muy vivos bajo su manta, como si toda la energía que le
faltaba en el maltrecho organismo se concentrase en su mirada. Y el presidente
empezó la charla entre ambos que, más bien, fue un monólogo suyo.
—¡Coño Anselmo, si estás hecho un chaval!
—Trató de darle ánimos—. Menudo susto nos has dado a todos, ¿eh, gandul?
—Continuó, con distendida verborrea—; ¡mecagüen la mar! ¿Cuánto hace que no nos
veíamos? ¿Quince años? ¡Hostia, cuánto tiempo! Pero bueno… los amigos siempre
están juntos ¿no? Aunque haya distancia por medio… Tu hermana me avisó: “El
Anselmo está muy mal”. ¡Tu hermana es más dramática…! Pero bueno, aquí me
tienes, al pie del cañón…
»¿Te acuerdas de las trastadas
que hacíamos de críos? ¡Joder, cómo cabreábamos a tu padre! —Le decía a su
silente amigo, que le miraba con atención—. Y el peor de los dos eras tú, ¿eh?
¡Sí, no disimules, sinvergüenza! He,
He... ¿Recuerdas cuando le pusimos un globo en el tubo de escape a mi tío, y
pensó que había pinchado una rueda? ¡Hostia, y luego a correr los dos! ¡Y cómo
hacías rabiar a Luisa, porque sabías que odia los insectos!… ¿Te acuerdas
cuando recortamos bichos de cartón, y luego se los pusimos por dentro de la
lámpara de la mesilla de noche, para que se asustase al encender la luz?
¡Despertó a tus padres con los gritos! O cuando le hicimos creer a tu madre que
la ventana de la cocina estaba rota, marcándola con jabón por dentro… ¡Joder,
qué pillos éramos! —Continuó con los recuerdos—. Y siempre juntos. Codo con
codo. Alma con alma. ¿Recuerdas cuando Sebas, el de la tintorería, nos dio
aquella propina por recoger la leña para la caldera, y nos la gastamos en
chucherías en el kiosco de Adolfo? Nos pusimos las botas… Pobre Sebas, por
cierto —Se puso serio de pronto—. Era un tío raro pero cojonudo, ¡y qué loco
estaba el cabrón!… Recuerdas cómo acabó ¿no? Ya decía tu madre que era muy
extraño que se metiese a vivir en el garaje rodeado de basura cuando fracasó el
negocio —explicó—. Porque la casa sí era suya. Pero se encerró en el bajo
absurdamente, y fue acumulando allí bolsas de mierda… Y cuando se quejaron los vecinos
del olor y fue la policía a reclamarle… se atrincheró allí y ¡Pum! Se hizo
volar con una bombona de butano, cuando quisieron hacerle entrar en razón…
¡Joder, vaya manera absurda de morir! Salió en todos los periódicos… Y a mí me
dio mucha pena, la verdad. Y sé que a ti también, Anselmo… Estaba muy quemado
el pobre, y se hartó de esta perra vida, supongo…
»¿Recuerdas esa bici vieja tuya
que te regalo tu padre, justo cuando dejó de faenar y se colocó en el faro?
—cambió a otro tema menos trágico—. Nos la íbamos turnando. Pero tú la usabas
más tiempo, cabrón, porque decías que era tuya… Y luego encima le tenía que
poner yo los parches a las ruedas, porque tú no sabías cómo…
»Y todo el puto día en la calle,
nosotros dos. No como los críos de ahora, como zombis pegados al ordenador
siempre, o al teléfono. Nos la pasábamos jugando a la vuelta ciclista con
chapas de botellas. Esas sí eran mías, me las daba mi tío cuando le ayudaba en
el bar ¿te acuerdas?… Y ahí te ganaba yo siempre, ¿eh? —Continuó su
remembranza, con melancólico entusiasmo—. Claro, que yo hacía trampa… O no,
según se mire. Porque tú siempre has sido demasiado formalista, Anselmo.
Demasiado tiquismiquis, perdona que te lo diga… Pintábamos la carretera para
las chapas con una tiza en la acera. Y tú tomabas las curvas muy correctamente,
con paciencia, muy cabal… Pero yo, claro, hacía un atajo en diagonal para
saltarme la curva ¿por qué no? ¡No se puede ser tan estricto Anselmo, siempre
te lo dije! —insistió en la suave crítica—. Porque, perdona que te lo señale,
ya de paso… Siempre fuiste el más listo, eso sí. Más listo que el hambre. Pero
te faltó ambición, Anselmo. Y un poco de carácter, ya puestos a decir la
verdad… Pero bueno, perfectos no somos ninguno —continuó—. Y siempre fuiste un
buen amigo, eso desde luego. ¡El mejor amigo!... Cuando ya éramos mozos, si nos
gustaba a los dos la misma chavala, me la dejabas a mí siempre. Porque eso sí:
tú eras el más guapo, también. Sí, no disimules, pillastre… Yo era más golfo,
pero tú tenías una labia cojonuda. Tiene gracia que acabase yo siendo el
político… ¡Quién me lo iba a decir a mí, cuando empecé en el sindicato pesquero
en la isla, que acabaría siendo diputado en Madrid! Luego, líder nacional de mi
partido y, finalmente, ¡presidente del gobierno!
»Un presidente del pueblo, pero
de verdad —continuó—, alguien de abajo realmente. No un matasanos o un leguleyo
de clase media, como los que presumen de origen humilde falsamente… ¡un
trabajador, coño! —Hizo un enfático gesto alusivo, mostrando las palmas de las
manos hacia arriba— Yo empecé arrastrando redes de pesca y con callos en las
manos, y ahora tengo hasta quien me limpie el culo, si yo quiero… ¡Lo
conseguimos, Anselmo! —Volvió a tocarle con suavidad el hombro, como cuando le
saludó al entrar— ¡Lo logramos, mecagüen diez! La putada es que no es tan fácil
como la gente cree. Llevo sólo dos años y estoy quemado ya, casi tanto como el
pobre Sebas… —El presidente se levantó de la silla y caminó un poco por el
cuarto, todo decorado éste con recuerdos marinos—; es como esa foto —señaló la
imagen del atunero en la pared—; hay que estar siempre capeando el temporal, en
la política nunca amaina la tormenta. Y si te descuidas, se amotinan y te tiran
por la borda… Y si intentas mantener la cabeza fría —continuó, señalándose la
sien— no sirve de nada, no puedes aislarte. Porque eso es como cuando tu padre
se subía a lo alto del faro, ¿recuerdas? Cada día tenía que ascender los
noventa y ocho escalones de la torre, ni uno menos. Sé cuántos son, porque yo
mismo los conté una vez. Él vigilaba desde lo alto luego, y hacía señales con
la luz y la sirena si era preciso… Si viene sólo un barco, bien. O dos a la
vez, incluso…. Pero si tienes el poder, es como si vinieran diez al mismo
tiempo, por todos los flancos. Y tuvieras tú que guiarlos a todos al unísono
para evitar una catástrofe… Y si alguno naufraga o encalla simplemente, te
cargan a ti toda la culpa —explicó—. Eso sí es soledad, Anselmo. Ahora
comprendo a tu padre, y esa forma de rezongar tan suya… Pero la gente no lo
entiende. No entiende lo dura que es la cima. Porque la cima no son noventa y
ocho escalones, que es como quedarse muy cerca de los cien, del verdadero
éxito…. Son sólo dos más, en realidad… pero los más difíciles de alcanzar. Y
los más duros, después. Dicen que yo cambié por el camino, que traicioné mis
principios en cuanto estuve arriba. Que incumplo mis promesas… ¿Y quién las
cumple? Hacemos todos lo que podemos, Anselmo, en la política o fuera de ella
—Se justificó—. Las circunstancias cambian las premisas. Y yo, que escogí
representar al pueblo, no puedo ser mejor que él… A ti no puedo engañarte
Anselmo, contigo soy sincero siempre: es cierto que he mentido algunas
veces—confesó— pero, ¿quién es sincero siempre, sobre todo cuando la verdad
cambia todo el tiempo? Además, la gente se ilusiona con uno en demasía. Se
fanatizan, y te ven como un mesías capaz de todo… Se engañan a sí mismos,
pienso yo. Porque dime la verdad, Anselmo —Interrogó a quien seguía mudo, pero
escuchando cada palabra suya atentamente—. ¿Cómo puedo yo evitar ser un
farsante, si la gente me empuja a hacer cosas que todo el mundo sabe que son
imposibles? Dímelo tú, ¿cómo puedo hacer eso? —No obtuvo respuesta de Anselmo,
que sí aumentó la intensidad de su mirada en ese punto. Y entonces cambió de
tema un poco.
»¡Hostia! ¡Cómo te envidio el
vivir aquí Anselmo! —Continuó—. ¿Crees que no te envidio? ¡Pues claro que lo
hago! Ojalá pudiera yo estar aquí siempre, en este rincón tranquilo junto al
mar… Día tras día y sin más preocupación, mirando ese paisaje hermoso —El
presidente se asomó un segundo él a la ventana que daba al limpio océano—; esto
es un paraíso… y me trae tantos recuerdos… Joder, Anselmo, te seré sincero… ¡me
mata verte así! —Se volvió a sentar frente a su amigo, que le seguía mirando con
profundidad sin emitir sonido alguno y sin emoción aparente—; ¿crees que no me
duele?: pues sí, me duele aquí, en el pecho —se lo palmeó— ¡Con lo que tú eras,
Anselmo! Siempre de acá para allá, inquieto haciendo cosas nuevas. Y peleando
con todo dios, como tu padre… ¡Mecagüen la mar, que puta vida esta! A veces
entiendo que el Sebas se reventase, para terminar con todo. —El presidente se
ensimismó un momento en su propia melancolía, mesándose la barbilla—.
¿Recuerdas cuando salimos con el llaüt a pescar sirvias, y nos pasó rozando
aquel buque arrastrero enorme? Dijimos los dos: « ¡Joder, a que nos vuelca la
barca! » Pero sabíamos que no iba a pasar eso… Simplemente nos dio envidia
verlo, esa es la verdad. Queríamos que fuese nuestro ese barco. A veces la razón
es sólo esa, la impotencia. Como la del Sebas mismo, pobre hombre...
»Ahora parece que el buque grande
aquí soy yo, Anselmo. O el pez gordo, que es más típico… Y tú estás en dique
seco para colmo, en el astillero y bien jodido... Pero no te creas, que yo
también tengo lo mío ¿eh? —Cambió el tono fúnebre por uno más festivo de
repente, para no amargar ya más al otro— ¿Te cuento una confidencia?: ando mal
de la próstata, tendrán que operarme… pero no seas chivato ¿eh?. Esto queda
entre nosotros. Imagínate, me hicieron un examen hace una semana. Ya ves, soy
el presidente del gobierno y a mí también me meten el dedo por el culo, para
que luego digan… ¡muchos aplaudirían al médico! Bueno…—Bajó la voz, en chusca
confidencia, acercando más el rostro al de su amigo—: y a más de uno le
gustaría hacérmelo en persona, que hay mucho maricón en la política… He, he,
¡Te has sonreído, cabroncete, no digas que no! — En efecto, el otro mostró
apenas un atisbo de sonrisa, aunque desangelada. Con un destello de inteligencia
en los ojos que, como siempre, confirmó que lo entendía todo demasiado bien.
»¿Sabes? Quiero enseñarte
algo—Continuó el presidente, sacando un bulto del abrigo que había colgado de
su silla—: acabo de publicar un libro sobre mi experiencia pública… también
cuento cosas sobre mi pasado y cómo llegué a donde estoy ahora. De nosotros dos
no hablo, porque eso es demasiado íntimo… —Hojeó el tomo él mismo, tras
enseñarle la portada al otro—; y el faro tampoco lo menciono, no cabían tantos
datos... Sólo hice una semblanza biográfica general, para contextualizar un
poco mi carrera política... Mejor dicho, me la hicieron. Porque de eso se
encargó un escritor profesional —explicó—. Un periodista amigo, quizá imaginas
quién es... Yo no sé redactar bien, además, y tampoco tengo tiempo con tantos
compromisos… El resto son reflexiones propias sobre las cloacas del poder. Nada
que no se haya dicho ya, pero quise dar mi punto de vista. En resumen, todo
este tocho —señaló el grosor del libro con los dedos— es para decir que la
política es un mierdero. Lleno de vísceras de peces, que ya no van a nadar
nunca de nuevo... Muchos de los cuales, no llegan a crecer gran cosa antes de
morir. Y eso es una pena, pero la vida es cruel… —razonó, muy pensativo—. El
truco para sobrevivir uno mismo, está en arrojar el cubo con las vísceras al
mar a favor del viento. Porque si lo haces contra el viento, te las devuelve y
te bañas en mierda tú... Y para saber por dónde sopla, lo mejor es escupir
antes, como prueba… Si te vuelve a ti el escupitajo, te jodes, es el riesgo. Y
si le das a alguien en un ojo, que se joda él ¡que no se hubiese puesto
enfrente!… He, he… qué cabrón soy, ¿verdad? —Se recreó en el sarcasmo—. Bueno,
este ejemplar es para ti, Anselmo. Le escribí una dedicatoria a bolígrafo—La
leyó en voz alta él mismo—: «Para Anselmo, juntos a bordo contra viento y
marea. Desde el principio hasta el fin». ¿Qué te parece? ¿Te gusta? Sé que sí.
Aquí te lo dejo —Concluyó. Y dejó el libro en una mesa camilla. Al alcance del
otro, que no le hizo mucho caso al obsequio…
»Bueno, Anselmo… Ya no sé qué más
decirte, si no hablas... Aunque sé que entiendes todo —Miró su reloj—: Luisa no
tardará en venir. Y en una hora yo tomo el avión para Bruselas. Tengo una
reunión importante allí, pero antes quise estar aquí contigo… ¡Que se esperen,
coño!: hay mucho fantasmón ahí. Se lo dije hoy al ministro de Exteriores, que
está allí ya y me metía prisa con eso por teléfono. Te juro que se lo dije así:
«Que le den por culo a Bruselas… ¡Yo no pienso volar hasta que vea a mi amigo
Anselmo!» —Le dio una nueva palmada suave en el hombro a su amigo de la
infancia, tras enfatizar bien eso último—; y aquí me tienes, macho. Y ¿sabes
qué más te digo, Anselmo? —Prosiguió—. Que hoy desaparezco, sí. Pero en cuanto
pueda… no sé, en unos meses, volveré aquí a verte y vas a estar mejor. ¡Ya
verás cómo sí! —Le animó, con forzado optimismo—. ¡Tan parlanchín y pegando
brincos, como cuando eras un chaval! Es más: vamos a alquilar tú y yo una
lancha y nos vamos a ir a Cala Salada a pescar sargos… ¿qué te parece? O
sardinas, lo que caiga, para recordar los viejos tiempos. —Hecha esa idílica
proposición, su amigo de la infancia hizo intento de hablar por primera vez. El
presidente, sorprendido, acercó rápido la oreja a Anselmo, como le había aconsejado
hacer la hermana de él. Y escuchó entonces un áspero murmullo, que le costó
interpretar bien:
—Es tarde —Musitó Anselmo, con la
voz rasposa.
—¿Tarde? Bueno, yo voy bien de
tiempo aún —dijo el presidente, confundido, mirando su reloj de nuevo—. En cuanto
venga Luisa me despido…
—Es tarde… —Repitió Anselmo a la
oreja de su viejo amigo.
—¿Tarde para qué? —preguntó el
presidente, y se inclinó de nuevo para escuchar bien.
—Tarde… para los dos —Dijo
Anselmo a su oído, vocalizando con dificultad.
—¿Para los dos? No entiendo… —El
presidente siguió sin comprender. Y entonces los ojos de Anselmo le taladraron
de una manera esclarecedoramente gélida. Así que, en un fugaz instante, el político intuyó todo de golpe. Y el pánico le pudo.
Efectivamente, era tarde.
Anselmo pulsó el botón del detonador oculto
debajo de su manta. Y la vivienda del faro de Botafoc estalló en una viva
llamarada, haciendo saltar la sirena de alarma de la torre con la
sacudida.
©
Bonifacio Álvarez