* * *
Era un hombre positivo, enérgico. No tenía
enemigos, todo lo contrario. Llegó a la cima de su profesión en tiempo récord, sin
suscitar grandes envidias, y ayudando en lo posible a todos cuantos pudo. Incluidos
quienes eran menos afortunados que él. Su matrimonio era feliz y su salud de
hierro. De modo que nada podía hacer sospechar que acabaría tendido en la
alfombra de su despacho, sobre un charco de sangre y con un disparo en la
cabeza.
La policía no encontró ninguna
pista. Aunque, como extraña justificación, el asesino dejó junto al cadáver un
recorte de periódico, a modo de nota exculpatoria. En el recorte figuraba una
entrevista hecha a la víctima veinte años atrás. En la cima de su precoz y
fulgurante éxito, por el cual le interrogaba el periodista: «No
existen fórmulas mágicas —contestaba él a la pregunta—. Sólo el
trabajo duro y un poco de suerte. Y sobre todo, ilusión por lo que uno hace. Mucha
ilusión. Si algún día en el futuro alguien descubre que he perdido la ilusión, le animo a que
me pegue un tiro».
*
* *
Ocurrió algo extraordinario.
Todos, absolutamente todos,
dejaron lo que estaban haciendo para mirar al cielo abierto en ese instante.
Los que estaban bajo techo, abandonaron las casas y locales. Los niños
abandonaron las escuelas. Y en aquellos lugares y países donde, por desgracia,
tenían que trabajar con sus manitas como si ya fueran mayores, dejaron sus
duros trabajos también, para mirar arriba. Los adultos de todas las partes del
planeta hicieron lo propio. Los obreros dejaron sus herramientas. Los soldados
no dejaron sus armas, pero sí caminaron con ellas como todos los demás,
buscando un girón despejado de nubes. El personal médico de los hospitales,
empujó las camillas con gotero y las sillas de ruedas con los enfermos bien
abrigados, como en una evacuación, para mirar con ellos hacia arriba también.
Los presos salieron de sus celdas al patio de las cárceles. Y los que no cabían
allí, fueron escoltados también fuera, como los enfermos. Y alzaron la mirada… En
los países donde aún era de noche, los que dormían despertaron como si fueran sonámbulos,
y salieron también a la intemperie a ver el cielo... Cada parado, cada
jubilado, cada oficinista, cada empleado de comercio, cada estudiante, dejó lo
que estaba haciendo y salió al aire libre para mirar al mismo punto exacto del firmamento,
fijamente... Miraron todos allí. Hasta los bebés en sus cochecitos. Todos. Toda
la humanidad, en su conjunto. Siete mil millones de almas se movilizaron de
repente, y miraron al cielo simultáneamente durante un par de minutos. En total
calma y silencio.
Luego, los niños y adultos
volvieron ordenadamente a la escuela o al trabajo. Los obreros volvieron
a sus herramientas. Los soldados a sus cuarteles. Los médicos y pacientes a los
hospitales. Los presos a sus celdas. Los parados y jubilados a sus casas. Los
oficinistas a sus oficinas. Los comerciantes a sus tiendas. Los estudiantes a
sus aulas. Y los durmientes a sus dormitorios. Sin más.
Eso fue todo.
No ocurrió nada
extraordinario.
* * *
El ladrón de viejos puso en jaque a toda la metrópoli.
No era un atracador, ni un falso inspector de gas dispuesto a esquilmar la
pensión a los incautos jubilados. Era un ladrón de viejos, literalmente.
Los hacía
desaparecer.
Se había tratado de ocultar el
hecho a la prensa. Pero al final se destapó el asunto, aunque sin tanto
dramatismo. Sólo eran vejestorios al azar sin conexión alguna entre sí, pertenecientes
a diversos barrios desperdigados de clase media y baja, y también a algún que
otro hogar de ancianos.
Sólo eso: viejos, nada más. Sin mayor
actividad propia ni relevancia social. Viejos de esos que molestaban en casa y
eran atados y sedados en los asilos. No eran niños llenos de futuro ni importantes
políticos que hicieran, además, sospechar una conspiración más seria. Y dado el
deterioro físico, tampoco era creíble que los estuvieran usando para vender sus
órganos…
Un secuestro por dinero no tenía
sentido, nadie había tocado un céntimo de las cuentas bancarias de los ancianos
con sus exiguas pensiones, ni había pedido rescate alguno. Tampoco habían
aparecido los cadáveres que, siendo cuerpos de viejos, tendrían un efecto
parecido a los de las anónimas palomas destripadas en los semáforos, que algún
operario municipal barre con desidia antes de arrojarlos a un cubo fríamente.
Al final, había cundido la idea
de una oleada casual de ancianos desorientados que se perdían al salir de paseo
con su bastón o silla de ruedas, debido a un imprevisto efecto de la medicación
o una jugarreta de su Alzheimer. Pero no aparecía ninguno, y la obligación de la policía era
investigar.
Así que el joven inspector Muñiz siguió concienzudamente las escasas
pistas… A punto estuvo de pillar a los culpables con las manos en la masa, por simple
azar. Cuando hacía una rutinaria ronda en sus pesquisas, sorprendió a dos
corpulentos individuos saltando de una furgoneta. Dispuestos a cubrir a un renqueante
anciano con un saco, con la intención (al parecer) de introducirlo a la fuerza en el
vehículo. Tuvo tiempo de evitarlo, pero los sospechosos huyeron sin que pudiese
apuntar la matrícula, pensando sólo en auxiliar al pobre hombre que terminó en
el suelo... El débil anciano estaba ileso, pero, para su sorpresa, le recriminó la
ayuda:
—¡Toda la vida soñando este
momento, y me lo joden! —Gritó el viejo, entre la rabia y la tristeza —¡Ochenta años esperando! ¿Le parece
bonito?— Exclamó, con lágrimas en los ojos— ¿Sabe el daño que me ha hecho?
¿Tiene idea?
—No entiendo, señor… Soy inspector de policía,
le acabo de salvar de un secuestro…—Balbució el inspector, muy
confundido.
—¿Salvar, dice? ¿Secuestro? ¿En serio? —Se indignó
el anciano— ¿De verdad no tienen nada mejor que hacer ustedes, con tanto
delincuente suelto? ¡Váyase al carajo!
El inspector Muñiz se tomó la inesperada reacción
del anciano como un delirio de la edad. Quiso pedirle los datos para elaborar
un informe, pero el otro hizo un gesto de desdén con su bastón y se marchó
refunfuñando. No intentó detenerle. El agente Muñiz se quedó muy confuso, pensando
en lo ocurrido... Y en adelante se enfrascó aún más en su empeño en dilucidar
aquel misterio por su cuenta. Aunque toda la policía de la ciudad y del país
estaba alerta ya, según creció el fenómeno. Y enseguida, el hecho tuvo eco
internacional también, dado lo insólito del caso.
Pero el inspector Muñiz se lo había tomado
como algo personal, y no podía quitarse de la mente la extraña actitud de aquel anciano que
le echó en cara su ayuda. De pronto, se trataba de un misterio doble para él: la
desaparición masiva y esa rara mirada... Seguramente aquel viejo era un
cascarrabias enajenado, pero… ¿no había notado, acaso, un brillo de necesidad
sincera en la mirada de quien se enojó con él así?
Quizá no tenía sentido pensar eso, aunque no
podía quitarse esa mirada iracunda pero triste de la mente. Soñaba con esas dos pupilas profundas, incluso. Y extrañamente, en ese sueño le acompañaba siempre el sonido de un acordeón, que le hacía despertar con su chirriante melodía.
Tampoco había lógica
alguna en la oleada de robos de viejos sin móvil aparente. Que llegaron a sumar
más de ciento cincuenta, al final, extendiéndose a las ciudades vecinas y a
algún pueblo del extrarradio, también.
A la postre, la esforzada investigación del
inspector Muñiz tuvo buenos frutos. Todas las pistas le condujeron a una nave
industrial en las afueras, donde quizá escondían a todos los viejos retenidos para
un ambiguo fin… De camino allí, el comisario le felicitó en persona,
mencionándole un posible ascenso en el escalafón. Pero, cuando las fuerzas
policiales llegaron a la nave, ésta ya estaba vacía. Aunque con signos de haber
albergado en ella a los ancianos. Y descubrieron las marcas de ocho neumáticos
también…
Se actuó rápido y diligentemente, poniendo controles
en todas las salidas de la metrópoli, por avión, tren y carretera. La prensa y
la televisión lo llenaron todo de cámaras y reporteros. Y la adrenalina aguzó el olfato del
inspector Muñiz, que ató los últimos cabos… Tuvo, entonces, la intuición de ponerse al volante de un furgón policial, seguido por otros dos vehículos repletos de agentes a sus órdenes. En
dirección todos a una vieja carretera secundaria que conducía a un embarcadero en
desuso... Pusieron vallas y trampas con pinchos para los ocho neumáticos en el
asfalto repleto de baches, mientras llegaban más refuerzos. Esperaron
pacientemente en la carretera desierta… Y al final, apareció un solo vehículo
de ocho ruedas, que avanzaba muy despacio, a velocidad parsimoniosa. Era un gran autocar doblemente
articulado, con estructura de acordeón. Tenía enormes cristaleras y estaba adornado con globos y cintas de colores.
Lo ordenaron detenerse.
Estaba repleto de ancianos, con aire de total felicidad
y vestidos con colores alegres. Charlaban animadamente entre ellos, algunos. Otros
cantaban con jolgorio. Otros estaban jugando, riendo, leyendo, o escuchando
música en audífonos. Algunos hacían varias de esas cosas a la vez, lúcidamente
pese al deterioro de los años… Los había con la nariz pegada a las ventanas del
vehículo, para señalar detalles del paisaje, con ilusión inocente. Eran como
niños de excursión, totalmente seguros, confiados y felices. Con aire de no
saber exactamente a dónde iban. Pero honestamente convencidos de ir a un lugar mejor,
que no era la muerte…
De un solo vistazo, el inspector Muñiz
comprendió... Recordó la mirada de tristeza del anciano que le recriminó por
haber frustrado su secuestro. Cayó en la cuenta de que, en el fondo, era una
mirada de súplica. Y se sintió profundamente culpable. Cuando recordó además, de
pronto, los ojos de su propio padre, que le habían mirado de una forma parecida
antaño. Con una mascarilla de oxígeno cubriéndole el rostro, en sus
últimas horas en el hospital en que murió.
—Abran la barrera —El
inspector Muñiz dio la irreflexiva orden—: es sólo una excursión de
niños.
Los demás obedecieron, sin objetarle ni
sospechar nada. Porque, debido a un extraño espejismo, lo que creyeron ver todos, de hecho (salvo el propio inspector), fue
justamente eso: alegres niños de excursión dentro de un gran autocar, y no otra
cosa.
Y el enorme vehículo repleto de
ancianos felices, siguió su misteriosa ruta sin obstáculos, en dirección al muelle abandonado.
© Bonifacio Álvarez
¡Excelentes! Me han gustado mucho las tres historias: sobre todo, la segunda. Esta es tu voz: más auténtica que la de Eduardo Cornejo.
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ResponderEliminarGracias, Carmen. Creo que el arte (literatura incluida) es el grito del espíritu, más que una simple voz. Por eso grita siempre, incluso cuando aparenta susurrar.
Munch es la excepción.
No sé si lo leiste ya, pero si un día tienes tiempo, te recomiendo el cuento La séptima pregunta, en esta misma página (el enlace está arriba a la derecha, pinchando en el cuadro con el hacha). Creo que podría gustarte, es tan intemporal como sencillo. Y grita muchas cosas en silencio.
Saludos.
Lo leí, me gustó. El bosque, el gesto de asentimiento del viejo guardabosques, la nieve.
EliminarCuriosa mezcla de historias,con las que demuestras tu maestría cuando sugieres al lector,más que arrasarle con un aluvión de metáforas y escenas mascadas.Enhorabuena.Exiges siempre que el lector complemente tus historias.Hemingway acudiría a su manoseada teoría del iceberg.
ResponderEliminarGracas Sergio. Hemingway se pasaba al otro extremo, era demasiado parco. Pero a él le quedaba bien ser así de breve, no cualquiera puede hacerlo sin resultar seco. Porque su iceberg no era tanto la literatura en sí, como la dilatada (y aventurera) experiencia personal que había detrás de sus escritos, lo cual potenciaba subterráneamente la fuerza de éstos.
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