jueves, 25 de mayo de 2017

Cerebro de mosquito












 Finaliza Mayo y pronto llegará el calor. Con nosotros, tenemos a un polémico protagonista de esa época del año, de quien sin duda se hablará mucho este verano. Esta entrevista será incisiva, sin paños calientes. Tal como corresponde a mi estilo periodístico agresivo. Iremos al grano, por tanto. Poniendo al entrevistado entre la espada y la pared. O entre la alpargata y la pared, en este caso…

— Señora Mosquita Gutiérrez: ¿cuáles son sus reivindicaciones y por qué actúa de ese modo tan dañino para la comunidad?

—No tengo adscripción política alguna. Simplemente busco alimento, y tengo una prole que sacar adelante. No es nada personal

—¿Qué significa adscripción? Recuerde que esta entrevista es para Internet, no use usted palabras que no sean coloquiales. Mucha gente es algo bruta y se satura. Y prefieren abrir la nevera a un diccionario. Siempre que la nevera no esté lejos, claro está…

—Adscripción quiere decir que no participo en política. Insisto, se trata de una cuestión de supervivencia alimenticia, nada más. Ya que habla de neveras...

—Pero usted transmite enfermedades. Y perturba la paz y el descanso de la gente. ¿No podría buscar una forma alternativa de nutrirse que no implicase todo eso? ¿O hacerlo sin causar ese molesto zumbido, al menos?

—El zumbido es involuntario, lo provocan mis élitros

—Traduzca, por favor. Le recuerdo que…

—Mis alas. Son delgadas, y al batirlas causan ese ruido. Vuelo buscando el calor y la humedad de un huésped. Y también sus emisiones de CO2. Normalmente floto alrededor de la cabeza del sujeto, hasta que mis receptores anatómicos localizan el lugar perfecto para extraer la sangre, insertando mi probóscide en el punto exacto de la piel de la víctima elegida. Para ello introduzco una saliva que facilita el drenaje. Y que provoca irritación en la piel del huésped luego. Aunque eso me trae sin cuidado, si le soy sincera…

—¿Podría aclarar términos, por favor?

—¿Drenaje?

—No: probóscide

—Mi probóscide es mi trompa

—Vale, pero el caso es que usted perjudica a mucha gente, no puede negarlo. Y hasta los científicos han dicho (disculpe mi franqueza) que su especie no es vital para el planeta, como ocurre con otros insectos. Y nada ocurriría si desapareciera del todo y para siempre. Vamos, que son ustedes vulgares parásitos sin utilidad alguna, perdone que se lo diga crudamente…

—¿Cómo esos jóvenes gamberros que se emborrachan y lo ensucian todo, dice usted?

—Algo así, señora…

—Pues le informo que mi zumbido “tan odioso” ha sido imitado por esos mismos científicos humanos de los que alardea usted. Para incluirlo en un dispositivo tecnológico con el que dispersar jóvenes vandálicos. Emitiendo para ello un pitido insoportable, con una baja frecuencia que sólo pueden captar ellos… ¿sabía eso? Así que no soy tan inútil como piensa usted, después de todo. Y además, molesta sí seré. Pero yo no orino como un elefante en plena acera igual que ellos, aunque tenga trompa. Perdone usted que sea tan gráfica…

—Admito que no me esperaba una defensa tan hábil. Tiene usted buenos reflejos para esquivar golpes, señora

—Estoy acostumbrada…   

—En cualquier caso, permítame que insista de nuevo. ¿De veras no hay alternativa a su maldito zumbido? Anoche mismo un pariente suyo me impidió pegar ojo, no le miento

—Verá usted: necesito las proteínas de la sangre para que mis huevos eclosio… puedan nacer bien, para que se me entienda. Y no espere que las vaya a pedir a una farmacia…

—¿Y el ruido al volar, señora Gutiérrez? ¿No habría forma de evitarlo?

—¡Y dale con eso! ¿Qué quiere, que vaya en bicicleta?

—Hum… No sé qué decirle, la verdad. Entiendo su punto de vista, lo de su prole y eso... Pero creo que no vamos a entendernos nunca. Y esta entrevista no da ya más de sí. No cambiará usted de actitud por más que la interrogue yo, eso está claro. Ni aunque termine por odiarla todo el mundo...

—Me desprecian sin excepción, sí. Pero esa es mi gran virtud: soy yo misma siempre, aunque dé por culo a todos

—Así me gusta, que se exprese llanamente al fin...

—Bueno, ¿tiene más preguntas? Mi vida es muy breve, un mes como mucho. Es decir: mil veces más corta que la suya

—Así que estos cinco minutos humanos de entrevista que llevamos, equivalen a… no me sale el cálculo…

—Tres días y medio de un mosquito, esa es la cuenta

—Exacto, es usted una mosquita muy lista. Tiene un cerebro privilegiado para su especie, sin lugar a dudas… Así que, en agradecimiento, y para que no se tenga que preocupar más por el tiempo, le he preparado un regalo a la altura de su inteligencia, para que se pueda marchar ya. Y con eso concluimos de una vez, descuide

—¿Qué regalo?

—Un libro, aquí lo tiene

—Ya lo veo ¿De qué trata?

—Es para que pueda volar lejos. Ya que al parecer seguirá zumbando usted, al menos mejorará su destreza aero... ¿cómo es la palabra?

—Aerodinámica

—Eso. Definitivamente, es usted una mosquita brillante. Aquí está el libro de física, y gracias por su presencia aquí

—Pero este libro es gordo. Y yo no me canso por leer mucho, al contrario. Pero le recuerdo que mi vida es brevísima…

—No hace falta que lo lea entero, señora. Puede ir… picando, aquí y allá. Distraídamente, como los que leen en Internet. Hagamos una prueba: ábralo y escoja cualquier párrafo

—Como comprenderá, este libro es inmenso para mí. Y pesa mucho para que yo lo abra, ¿cómo se le ocurre? No podría ni darle vuelta a una página siquiera. Ni con la ayuda de veinte como yo…

—Tiene usted razón, ¡qué torpe soy! Perdone… Lo abriré yo por usted, señora. Así, por la mitad. Pósese en el libro abierto y lea, no sea tímida

—Tan amable usted… A ver, ya me posé… Las letras son muy grandes para mí, ahora que lo veo abierto. ¿Dijo que es de física? Qué raro… no parece que haya fórmulas en él… ¿Quién es el autor?

—Stephen

—¿Hawking?

—Casi…



 






   
©  Bonifacio Álvarez


viernes, 19 de mayo de 2017

Un criador de cuentos: Eloy Barba Domínguez








Internet está lleno de conchas entreabiertas (o cerradas, para la masa indiferente) con alguna que otra perla dentro. La mayoría están huecas, tampoco hay que engañarse. Pero en este caso quiero hablar de alguien que ha puesto diez de ellas (de momento) a disposición de quien quera leerlas. Y ello en lo más hondo del anónimo océano de la auto-publicación, adonde apenas llega luz, por desgracia. Por eso, hay que abrir bien los ojos en las profundidades.

Aquí las tienen:




Y otro cuento aquí:



 No todas las diez perlas brillan igual, e incluso algunas tienen leves grietas. Pero otras sí son redondas y pulidas, relucientes y uniformes. Y reflejan la pureza y el habilidoso oficio de un muy solvente narrador de cuentos infantiles, que he tenido la suerte de descubrir por puro azar… y que recomiendo ahora a cualquiera. Y sobre todo a quien desee (y pueda) darle la difusión que se merece.

 No tengo más datos biográficos de Eloy Barba Domínguez. Aparte del origen geográfico que se deduce de sus andalucismos. Y su apellido que me hace imaginarle como un barbudo duende que escribe incansablemente en un pergamino con una pluma de ave dentro de su (azul) cabaña de madera. Prestada dicha pluma quizá por uno de sus inocentes pero muy vivos personajes, caracterizados casi todos ellos por una solidaria naturalidad inter-especies que choca en estos tiempos (también en la literatura). Rara de hallar dicha virtud en esta era turbulenta más arenosa y turbia que abisal, donde el nihilismo y la exacerbación de lo violento, lo escatológico y lo traumático se imponen como estándar en cualquier ficción. Incluida buena parte de la literatura infantil, como denunciábamos no hace mucho en este ensayo:




 Hoy por hoy, en la literatura para niños, lo que no es bizarro parece ser demasiado prudente. Limitado a una función utilitaria, bajo el aséptico dictado de un comité de pedagogos que impone una receta de ingredientes. En ese contexto, sorprende leer a un autor infantil cuya máxima es la de contar historias con inocente limpieza, humor blanco y solidario optimismo. Sin aleccionar ni provocar tampoco, y sin otro afán que el de entretener honestamente. Sin duda es conservadora esa premisa, y en ella está su límite: no arriesga. Pues cierto es que, aunque no carece de humor (Los extraños trabajos de Paulino y Eusebio tiene párrafos hilarantes, como el de la mujer con macrocefalia en el camión de melones), Eloy Barba está lejos de la retranca sarcástica de Roald Dahl. Y aunque no carece de mensajes sutiles (su excelente “Médico de los árboles” es el certero cuento ecologista menos redichamente aleccionador que he visto), no se aproxima tampoco a la abisal profundidad del Principito de Saint-Exúpery. O a la melancolía reflexiva de Momo de Michael Ende, por citar otro ejemplo.



Don Eloy está mucho más cerca de la obra fabulística de La Fontaine, en cambio. O del más reciente (aunque clásico) Viento en los sauces de Kenneth Graham. Y sobre todo es heredero de la intemporal obra de Hans Christian Andersen, de quien se diría que Eloy Barba es deudor y también aventajado discípulo.

 No es el señor Barba un filósofo ni un sesudo literato. Tampoco un crítico social. Es solo un contador de historias para niños. Pero un extraordinario contador de esas historias, con un genuino pulso tradicional intuitivo y una frescura intemporal en sus escritos, virtudes estas que resultan admirables y casi imposibles de hallar hoy por hoy en un escritor de su género. Y sin por ello dejar de lado un estilo ágil y rítmico, sintético y bien tramado en su aparente sencillez externa. Que le reconcilian con lo contemporáneo a fin de cuentas, en cuanto a la falta de retórica y la facilidad de lectura de sus escritos, deseables ambas en un autor de género infantil hoy día.

 Como alguien dijo de Enid Blyton, la célebre autora de las novelas de Los Cinco, Eloy Barba escribe como un niño… pero con la habilidad propia de un adulto. Y eso es muy difícil. La diferencia es que a la autora inglesa se le achacó siempre su escasa imaginación y la repetición del mismo cliché en todas sus novelas. Defectos ambos que no son atribuibles a nuestro autor en absoluto: cada una de las obras de Eloy es distinta, aunque con elementos en común (el resiliente optimismo, la solidaridad, el amor por la naturaleza...) Su imaginación es muy rica, chispeante y polimorfa. Y va a caballo de una rítmica frescura. Aunque tampoco es reflexiva dicha imaginación en exceso. Y sobre todo, no se arriesga a aventurarse en más “planos” de la realidad que el de la (inagotable) naturaleza misma. Y ello de la mano de la hipérbole como recurso reiterado, y de una bien diluida (pero latente) herencia mitológica clásica: Frisias/Neptuno con su tridente en El criador de estrellas, por ejemplo. O la Atlántida a la que remite claramente el mítico reino de Haspuria que relata Eloy en La maleta del tío Hugo.

 Simplemente, la imaginación de Eloy Barba es natural. Como si sus propios personajes le dictasen las historias a él mismo, o se las tradujesen de un idioma extraño como hace la Gata Clara al leer al protagonista/autor un librillo hallado en una botella… que no es otro que la propia (y muy brillante) historia del Criador de estrellas ya citada, a mi parecer la mejor “perla” (en alusión al propio cuento) de las diez disponibles del autor hasta el momento (y la más “redonda” junto a La maleta del tío Hugo, sin duda. Aunque la maleta es cuadrada, claro…). 

 La magnífica narración del duendecillo marino Frisias (un pastor de conchas que “pastan” en el mar y cuyas perlas –diez también por cierto, como las obras de Eloy si contamos la Ciudad bella y su extensión “inédita” como obra única– son semillas de futuras estrellas), está llena de personajes carismáticos: humanos, animales, robots, seres realistas y mixtos mitológicos también. Cuyos personajes se mueven en planos diferentes que se entrecruzan, convergen y cooperan sin mezclarse. Y todo entreverado sabiamente y envuelto en sutil poesía, ágil acción, emoción, imaginación desbordante y un profundo amor por la naturaleza y por la vida. Una extraordinaria historia sin duda la de Frisias, Paula y su perro Dante y compañía, que ningún amante de la literatura infantil (y de la literatura en general) debería perderse.

 Otras de las narraciones de Eloy (aunque con una buena base siempre) adolecen de falta de desarrollo y caen en finales precipitados. En Los rescatadores de princesas, la bruja es “vencida” en un visto y no visto (sobre todo lo segundo: no visto). Y su (por cierto, muy original) redención gracias a una simple muñeca, se cuenta a toro pasado y sin convicción en boca de un personaje ajeno a los hechos. En La casa de los animales talentosos, el discurso final “poderosamente motivador” del perro Argos resulta demasiado genérico y tópico para cerrar y decidir toda la historia por sí mismo tal como pretende. En Un carrusel a orillas del Sena, historia de excelente planteamiento –perfecta para un guión cinematográfico, por cierto– la resolución queda lastrada por una solidaridad demasiado utópica entre los personajes. Todos ayudan a todos demasiado alegremente, y la tensión argumental brilla por su ausencia…

 Infatigable explorador en la poesía de lo minúsculo, Eloy Barba no cava muy profundo, pero encuentra algo sorprendente en cada brizna de lo conocido. En cada anécdota de lo natural y cotidiano. Hasta el punto de que las mayores hipérboles fluyen en sus relatos con naturalidad absoluta, como si no pudiera ser de otra manera (un buen ejemplo es el entusiasta Señor Trigo). Y en esa gozosa inevitabilidad de lo extraordinario (que viene a recordarnos que la vida es justo así: un tsunami imprevisible que hay que tomar con el mejor humor posible) estriba la verdadera fuerza y la rúbrica personal del autor, en mi opinión... 

 Y todo ello respira y se sucede sin cambiar ni un solo elemento de la realidad de sitio: los animales de Eloy hablan algunos. Tienen raros talentos casi todos. Pero no dejan de ser simples animales. Los niños no son héroes ni “elegidos”, y tampoco dejan de ser niños y comportarse como tales siempre. Y los humanos adultos (verdaderos protagonistas de sus historias, en contra del estándar de la literatura infantil) son un poco niños también, pero no por infantiles o ilusos: simplemente no han perdido la inocencia (quien la tiene, sea adulto o infante, la conserva siempre) 


Hans Christian Andersen. Sin barba.


 El protagonista de las historias de Eloy nunca es un héroe tópico, “nacido para serlo”. Si es que hay algún héroe, este es siempre uno colectivo, solidario (por ejemplo: la familia). Y por encima de los seres humanos, los protagonistas de sus relatos son más bien los animales: activos, complejos, carismáticos en su simplicidad (como la entrañable ardilla Gina o el valiente roedor Señor Gómez).

 En definitiva: la naturaleza alerta, dispuesta a eclosionar sin previo aviso como ese huevo que una andersiana “mamá gansa” pone por sorpresa en el vagón de tren de una de las historias de Ciudad Bella. Con la solidaria ayuda del ser humano que tira del freno del tren para que su trance no tenga contratiempos, como si la gansa fuese una mujer humana en trámite de parto. Lo cual es visto con naturalidad por todos los del tren. Incluido el maquinista, que no se queja por el incidente ni el retraso. En Ciudad Bella todo es sorprendentemente positivo y optimista. Y sorprende que eso nos sorprenda. Porque así debería ser la realidad, sencillamente. O al menos, un poco más aproximada a ese ideal.

 Sólo quien ama la vida, puede convertir en algo extraordinario el defenderla hasta en los más mínimos detalles, como un vulgar huevo de pájaro en peligro. Y ello sin que deje de ser lo más normal del mundo hacerlo. Sólo quien lo sabe contar bien en un escrito, puede hacer que quien se asoma a sus páginas (ya sea adulto o niño) encuentre algunas cosas que creía haber perdido, como quien tiene las gafas puestas y las está buscando fuera de sí mismo. Y sólo ese buen cuentista, finalmente, (y Eloy Barba es uno excelente, sin duda) puede hacer también que uno halle por sorpresa lo que se había cansado de buscar, ya sea por desilusión o aburrimiento…

 En la Ciudad Bella de Eloy, un hombre se preocupa porque el duende de su casa ha dejado de cambiar las cosas de sitio. Y en esa ciudad tan peculiar (en la que, por ejemplo, en una tétrica avenida solitaria brotó un pintoresco barrio musical la primera vez que alguien silbó para poderla atravesar sin miedo), el exceso de orden es visto como todo lo contrario: un caos. Así que el dueño de la casa pide consejo a un experto para volver a la (anormal) normalidad: 

«El duendecillo había cambiado de lugar tantas veces todos los objetos que había sobre las mesas, aparadores y vitrinas de la mansión, que ya no se divertía nada volviéndolo a hacer. El profesor Davidovich opinaba que una completa renovación en la decoración de la casa, incluyendo lápices, posavasos, mecheros y cepillos de dientes, solucionaría el problema de manera satisfactoria durante muchos años. Aníbal Bisiesto siguió al pie de la letra el exhaustivo informe; sin reparar en gastos, cambió hasta el timbre de la puerta».


 En el trabajo sobre literatura infantil enlazado arriba, expresábamos el deseo de que una nueva hornada de narradores rompiese como un coro el frío hielo de la castigada (y adormecida) literatura contemporánea para niños. Formando parte de ese coro y dispuesto (si le dejan) a poner las cosas en su sitio (o a desordenar las que están mal ordenadas) está, sin duda, Eloy Barba Domínguez. 

Un  “desconocido” autor auto-editado de Internet que debería estar en el escaparate de las librerías infantiles. Muy por encima de tanto librillo ad hoc estupendamente ilustrado y encuadernado casi siempre, pero insustancial y frío escrito como mera herramienta educativa. O de “sagas ratoniles” prefabricadas sin otra inspiración ni motivación que le meramente mercantil, a la hora de exprimir los clásicos adaptándolos torpemente sin tener un ápice de respeto por ellos. Y sin conocer su verdadera esencia, que sin duda late de forma muy legítima en los escritos de Eloy Barba. O más bien tiembla, como un cascarón al que sólo le falta un leve empuje para romperse y desplegar las alas bien.

 Desde mi propia cáscara (o paraguas cerrado, en mi caso) acojo a Don Eloy en este blog humilde, que es como una solitaria estación de tren en el vasto ferrocarril de la literatura. Le hago sitio en el calor de mi bolsillo, como el protagonista de la historia del tren hizo con el huevo fecundado de la gansa, una vez que el ave lo hubo puesto tras haber frenado él mismo en seco el convoy para ayudarla.

 El mismo bolsillo, por cierto, donde guardo esa vieja (y mágica) moneda de ilusión y de esperanza que Eloy conoce bien (está en un cuento suyo), y cuya efigie sabe hablar a quien está dispuesto a oírla. Cuya moneda, aunque se pierda alguna vez, siempre termina regresando a su dueño de algún modo inesperado. Y cuando retorna al fin, se apresura a contarle a éste cada detalle de lo que ha vivido en el camino. Como Eloy Barba mismo sabe hacer muy bien (y muy poquitos son capaces): con vibrante emoción y con brillante sencillez.




© Bonifacio Álvarez
  
                        *       *       *    


Obras de Eloy Barba Domínguez (desconozco el orden cronológico):

-El criador de estrellas

-La maleta del tío Hugo

-El señor Trigo nunca se aburre

-Los rescatadores de princesas

-El médico de los árboles

-Cuentos de la cabaña azul

-Un carrusel a orillas del Sena

-Los extraños trabajos de Paulino y Eusebio

-La casa de los animales talentosos

-Crónicas de Ciudad Bella

-Crónicas inéditas de Ciudad Bella



martes, 9 de mayo de 2017

El mundo en una caja






Dedicado a ti. O a Tú, no sé...




                                                                                  *    *    *
   



—Cuéntame otra vez lo que soñaste, Tú.

—Sí, Tú. Pero es complejo. Y muy extraño. Había muchos más seres… no sólo nosotros. No hay más seres que Tú y Tú en esta realidad, eso lo sabemos. Pero en mi sueño había muchos. Muchísimos… Por eso, para no equivocarse unos con otros se ponían… nombres, esa es la palabra. Y los usaban para distinguirse entre uno y uno. Y otra cosa: podían notarse con esferas blancas que tenían arriba de su cuerpo. No sólo se tocaban y olían como nosotros. Se… veían, así lo llamaban. Podían percibir sus propios cuerpos sin contacto alguno. Y para entenderse, tenían una rendija que se abría y se movía de forma muy graciosa, haciendo vibrar el aire. No sólo se hablaban con la mente, como Tú y Tú. Y a sus cuerpos no los llamaban “Tú”. Y no los nombraban siempre enteros. Lo hacían por partes también. Por ejemplo, lo que usaban para tocar lo llamaban… deja que recuerde… dedos. Sí: lo llamaban dedos. Decían que son cosas diferentes. Y a todas ellas juntas, las llamaban manos.

—O sea, ¿esto que estoy tocando ahora en Tú, Tú, lo llamaban dedos?

—Dedos y manos también, según... Es confuso... Y aparte de su cuerpo, esos "ellos" que eran muchos y no uno, tenían un espacio enorme para poder moverse. Mucho más que el que nosotros tenemos en esta caja. No tenían que estarse oliendo y rozando todo el tiempo. Y ese espacio suyo inmenso estaba lleno de cosas... diferentes, cada una con su propio "nombre". Así que usaban algo que llamaban “números” para “contar” las cosas del cuerpo y las de fuera de él. O sea, dividían el mundo como si estuviese hecho de cosas distintas. Por ejemplo decían que esos... dedos eran cinco. Y las manos dos, creo... O eran diez dedos y una mano, no recuerdo bien. Es muy complejo.

—Pero el mundo sólo es una caja… Y los cuerpos de Tú y Tú metidos dentro de ella. Y todo ello es lo mismo. No hay nada separado. ¡Deja de contar las manos de Tú!

—Son los dedos lo que estoy tocando en ti... o sea, en Tú.

—¿Dijiste "en ti"? De pronto hablas muy raro... Creo que te afectó ese sueño, Tú.

—Quizá...

—¿Sabes?: a veces pienso en algo… ¿Recuerdas aquella vez que se te ocurrió subirte a Tú, Tú?

—Sí, Tú. Lo recuerdo bien. Me aupé a eso que los muchos seres de mi sueño llamaban “espalda”. Me subí a la espalda de Tú.

—Dijiste que la caja arriba era distinta. Como más débil.

—Eso me pareció. La empujé y fue como si se le abriese una rendija. Una como la que usaban para comunicarse los seres de mi sueño. Me asusté y volví abajo sin cerrarla…

—¡Súbete otra vez, ahora! Dejemos que Tú y Tú jueguen un poco.

—Pues ayúdame, Tú. Vaya, me resbalo… Estás sudando y yo peso más que antes. Es raro, parece que he crecido desde que se me ocurrió subirme la otra vez…

—Inténtalo de nuevo. Apóyate en mi "una mano" para auparte.

—No puedo... mejor usa tu otra "una mano", también. 

—¿Así?

—. Perfecto. Ya estoy. Sí: arriba es más blanda la caja. Sigue un poco abierta, como la dejé… Espera, la empujaré más fuerte ahora… ¡Tú! ¡No vas a creerme!

—¿Qué pasa, Tú?

—Algo sucedió… se abrió más y sentí un aire… fresco. ¡El aire de fuera!

— ¿Qué dices? Lo de afuera no existe. ¡Qué miedo! ¡Cierra bien la caja y luego bájate, es peligroso!

—Espera Tú… yo… he… ¡He visto mi propia mano con la luz!

—¿Visto? ¿Luz? ¡Estás loco! ¡Estás soñando despierto! ¡Baja ya!

—Sí, ya voy… Ya está. Siénteme con tu… mano. Ponla aquí. Ponla en mí. Quiero decir: ponla en Tú, Tú. ¿Lo notas? Pasé mucho miedo arriba.

—Se siente fuerte, sí. ¿Cómo llamaban a esto en tu sueño, Tú? ¿Lo recuerdas?

—Corazón, creo…Y lo dividían en "latidos". Y ahora, a mí casi se me parte de la impresión, Tú

—Ha sido mala idea nuestro juego. A mí también me retumba esa cosa dentro, de repente... Mejor dejar la caja como está. No vuelvas a subirte nunca. Corriste mucho peligro, no quiero perderte si te falla el… corazón. No sabría que hacer sin Tú, Tú. Gracias a que te amo, siento que, en el fondo, sí somos diferentes. Pero aquí dentro somos sólo uno. Y esa es la única realidad que importa.

—Tú también eres mi único mundo, Tú. Y no preciso más que eso. Porque sin Tú yo no sería Tú. Y los dos nos entendemos sin palabras... Pero la luz sí que me gustó, no voy a engañarte… fue mágico sentirla. Ni te imaginas lo especial que fue… ¿Sabes lo que me dio miedo de verdad?

—No...

—Pues que no sólo vi mi propia… mano. También sentí que alguien me percibía desde fuera.

—¡Eso es imposible! Somos puro lenguaje fuera de esta caja. Sólo letras escritas. Letra muerta. Y dentro de la caja... lo exterior no existiría, simplemente.

—¿Y si alguien nos estuviera ahora leyendo?

—¿Quién?

—No sé... alguien.

—Hum... ¿cerraste bien la caja? 







© Bonifacio Álvarez