Les dejo un poema propio ecologista de verdad, es decir: que no pretende serlo. Y con más de una lectura posible. Que lo disfruten (y la música, al final, si tienen tiempo).
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¿A qué le llaman distancia?:
eso me habrán de explicar.
Sólo están lejos las cosas
que no sabemos mirar.
Atahualpa Yupanqui.
Acodado en su pupitre de formica,
con su alameda de lapiceros de colores
en perfecta hilera en su cajita de cartón,
el niño dibujó una casa muy pequeña
bajo un árbol inmenso.
¡Qué exagerado! –Corrigió la maestra–:
no hay árboles tan grandes –dijo.
Podría ella haber imaginado
un exculpatorio hogar de gnomos
o una casita de pájaros.
o una casita de pájaros.
Pero no, ella pensó con su prejuicio:
“No hay árboles tan grandes”.
Casi tiene excusa,
pues ella fue a la
escuela en un suburbio de cemento
cuando aún eran de madera los pupitres, sin embargo.
La escuadra, el gran compás, el cartabón, aún de madera.
Pero nunca vio un bosque de sequoias,
ni siquiera una aislada.
Olvidó cuando ella era chiquita
como su alumno ahora.
Diminuta y frágil frente a lo gigante –a los gigantes.
En su encierro urbano hostil sin el cobijo de los árboles.
Asfixiante sin la fresca sombra de los árboles.
(Ojalá cuando su alumno crezca poco o mucho,
como chato arbusto o colosal gomero
no le diga a sus hijos:
“Los árboles ya no existen, niños”.
Aunque ellos –ignorados– sigan en pie en otro lugar.
Ellos, árboles e hijos.
Y todos ellos hijos de los árboles).
Quizás él no los olvide, pero tú los olvidaste.
Te olvidaste de los árboles, sí.
Eso es lo que faltaba en tu ecuación,
el error minúsculo que echó a perder toda la suma.
(Te gustaba atesorar
sus hojas en un álbum,
acariciarlas, distinguirlas, ¿lo recuerdas?)
Te olvidaste de los árboles aunque hay millones todavía.
Si perdieses solo un diente, lo echarías siempre en falta.
Pero tienes cierta excusa: ya van estando lejos.
No se pueden mover, pero se esconden de nosotros.
Su presencia fue envolvente antaño:
desde las cunas de madera
a los pupitres de madera
y los molinos de madera.
Y de madera (aún hoy) el ataúd bajo la tierra,
allí donde los amigos no te olvidan
según mienten las lápidas de mármol.
La madera no es tan fría y dice la verdad,
obedece al clima de manera fiel:
se dilata, se comprime, y casi nunca se congela...
Mas los árboles se vengan, no lo dudes.
Y no por derribarlos –eso lo asumen: es su muerte útil.
Se lamentan de que ya
no los busquemos
como rincón de juegos infantiles,
de adolescentes besos
escondidos.
Odian que ya no nos durmamos a su sombra.
Que ya no los llamemos por sus nombres
ni arañemos con los nuestros su piel dura.
Su muda ausencia –que hemos dejado de sentir–
nos derriba ahora a nosotros.
Y ellos nos entierran, cruelmente, en una caja.
Como antaño abrasaron brujas malas con ramajes
y clavaron a un judío bueno en un madero,
todo ello sin remordimiento alguno.
Y hoy, que somos mezcla turbia
–ni tan viles ni tan puros–
nos asfixia la nube de su incendio
sumada al sucio hollín del tráfico.
Pero ya no ardemos dentro como antes.
Ya no sentimos la pasión del fuego como antes.
Ya casi no contamos cuentos a la lumbre,
ni alimenta las calderas del ensueño
el humo enfurruñado de las locomotoras.
Solo manda lo eléctrico en la urbe.
En la cual aún quedan árboles pequeños,
alineados en aceras sucias.
alineados en aceras sucias.
Sin hojas casi, resecos y algo mustios
que se confunden con farolas,
disponibles como urinario de los perros.
(Los grandes requieren planes, automóviles,
excursión al extrarradio y fotos).
Pero tú te olvidaste de los árboles.
Frente al escaparate del bazar urbano
ya no puedes sentirlos
aunque todavía están ahí, en tristes réplicas.
Ahora ves también, tras un cristal,
ciervos falsos doblemente muertos.
Disecados sin haber estado vivos,
esclavos de una macabra danza cíclica
grabada en un circuito de silicio.
Perdido en la espesura de un bosque sin raíces
hecho de abetos navideños de plástico,
el tendero sí
recuerda los árboles.
Pero olvidó su olor para huir a la ciudad.
Necesitó olvidarlo para huir a la ciudad.
Olvidaste los árboles por amarlos malamente,
el peor enemigo es un amante tibio.
El que adora sin entrega, sin sentir la savia oculta,
pero exige el tacto y el abrazo obvios.
Cuando bastan el aroma,
la flor discreta, inaprensible.
La tenaz sombra, la raíz firme, el blando musgo,
y el sabor agridulce de las bayas.
(Quien abraza un árbol sin probar su fruto amargo
se abraza a sí mismo únicamente)
Te olvidaste de los árboles,
que aún dibujan los niños en la escuela
bajo un orden estricto al evocarlos.
Sin desmadrarse mucho, sin licencias.
No sea que despierte en ellos lo salvaje
y latente en cada retoño de este mundo:
animal, vegetal o mineral.
Y decidan luego echar lejos sus raíces,
lejos de la inercia de un orden aprendido.
Te olvidaste de los árboles, sí.
Pero no sólo a ti te
falla la memoria.
A veces las ardillas,
ángeles del bosque,
olvidan dónde enterraron sus nueces
(¿En qué rincón, junto a qué árbol?).
El exacto lugar de su tesoro,
de su tímida avaricia.
de su tímida avaricia.
Y gracias al milagro de ese descuido intermitente
hacen que crezcan árboles de nuevo.
Bonifacio Álvarez.
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"El árbol que tú olvidaste", de Atahualpa Yupanqui:
Me has enviado a las pinchas espinariegas donde volví por ingrimos secretos que susurré a los árboles. No te los revelaré si quiera en un dibujo de papel. Es curioso que en las Smart cities o ciudades inteligentes,se anhelen escenarios de Blade runner y se hayan olvidado los árboles. Trufan de pantallas que nos bombardean con información toda la tramoya urbanística. Nos dirigimos según dicen los oráculos a una segunda electrificación. Y Bonifacio en lugar de escoger como Alberti una oda al progreso y la electricidad, nos recuerda nuestras raíces,para que no nos olvidemos de quiénes somos. Estupendo y compartido.
ResponderEliminarMe alegra que el poema te haya inspirado y evocado algo (espero que bueno). Más que una oda a la naturaleza externa (no soy muy ecologista) es un recuerdo de la naturaleza interior, la que hay dentro de nosotros y nos conecta con el mundo. Y a veces la olvidamos, por miedo a perder nuestro (relativo) avance o, como digo en el poema, a desmadrarnos demasiado.
ResponderEliminarTambién defiendo la creatividad, precisamente (lo de la maestra es verídico). La cual está siempre amenazada por la inercia del convencionalismo. Y del racionalismo a ultranza que vivimos.
Sí hay árboles gigantes (y bonsais), pero al ignorar los árboles comunes (de tamaño medio) en nuestra vida cotidiana, la excepción nos parece inverosímil de pronto, esa es la (alegórica) idea.
Una maestra sabe bien lo que es una sequoia, si le preguntas al respecto en un test. Pero al sacarla de su realidad mental, corre el riesgo de eliminarla también de la de sus alumnos, contribuyendo a estrechar su mundo (eso ocurre también con muchos padres, por desgracia).
Cualquier tiempo pasado no fue mejor ni peor. Fue diferente, pero merece la pena conservar algunas cosas. Gracias por leer y comentar.
Yo si me puedo definir como ecologista, pero no a ultranza o con un fervor rayando lo religioso. Si me preocupan los nuevos cachorros que creen que todo el misterio de la realidad se reduce a una distribución normal.
ResponderEliminarMe evocó a las pinochas espinariegas, refugio de nis tribulaciones adolescentes y a las que he vuelto en mi edad madura.
Con pinochas no sé si te refieres a las hojas o a las ramas del pino, perdona mi despiste. Tiene gracia el nombre por cierto, porque los árboles no mienten (los frutos, a veces: hay manzanas muy lustrosas con gusano dentro).
ResponderEliminarSiempre es bueno volver a lo valioso, que suele ser lo más sencillo.
A las hojas caídas por doquier. Me iba buscando la soledad y delirando con mundos imposibles. Un saludo y no nos abandones, Bonifacio, que sabes que se echa de menos la enjundia literaria en las comunidades virtuales, donde en muchas ocasiones se cansa uno de discusiones superficiales.
ResponderEliminarDescuida, seguiré por aquí e iré publicando según pueda. Sigo leyendo tus crónicas, la de Julio Sosa (y otra anterior sobre Gardel) me gustó bastante, el fondo temático y el ritmo de tu lenguaje y tu retórica muy acordes con el mismo.
ResponderEliminarMe atrae mucho el mundo del tango y esa época, de hecho me documenté bastante en su momento. Saludos y gracias por tu interés.
Me sorprendió el poema. Mucho. Y me gustó.
ResponderEliminar¿Olvidar los árboles? Imposible.
Gracias Carmen. A ver cuándo haces una entrada sobre cuadros de árboles en tu página. Sería interesante.
ResponderEliminarMis árboles son los melocotoneros, los perales, los manzanos, y también los chopos, algunos pinos, el olivo, la vid... Vivo en un llano demasiado torturado por el regadío, demasiado regular. Incluso los pinos se ordenan en las pendientes cuadriculados por la repoblación. En fin, un arranque romántico. Y se agradece la canción.
ResponderEliminarSaludos
Gracias por leer y comentar, Rubén. Al menos tienes variedad de árboles cerca. Mientras sean los pinos (y no las mentes humanas) los que se cuadriculan, no todo está perdido. Ni olvidado.
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