Mario celebraba un cumpleaños
cada día. Y, por tanto, trescientos sesenta y cinco cada año. Siempre venían a
jugar con él niños distintos, de los que luego se olvidaba. Como de sus
regalos, que a la larga le aburrían, aunque los disfrutaba mucho antes de eso.
Cuando ignoraba los regalos, desaparecían sin más, esfumándose en el aire. Y ya
jamás volvía a acordarse de ellos. Cuando se aburría de los otros niños, éstos
hacían mutis discretamente por la puerta del jardín, sin que los echase de
menos tampoco. Y luego resurgían convertidos en los diminutos gnomos del
ferrocarril de vapor, del cual él nunca se olvidaba. De ese, no. Era imposible
que lo hiciese. Ese era su juguete favorito. Y siempre terminaba contemplándolo
a solas, completamente absorto y feliz.
Se trataba de un diorama enorme y bello que
ocupaba toda una larga pared. Representaba un coqueto ferrocarril que cruzaba
lentamente un valle montañoso bordeado por un bosque, el cual se abría al mar
también. El oleaje del fondo parecía auténtico y móvil, con mareas y resacas. Como
una postal viva en la que se vislumbraba, de manera perenne en el horizonte, la
vela de un mismo lejano navío, que no parecía alejarse ni alcanzar la costa nunca.
Pero, si Mario intentaba tocar aquel telón de fondo del diorama, ya fuese en el
mar o en el cielo sobre éste, sus dedos lo atravesaban limpiamente como si de
veras fuese un vertical cristal de agua, pero sin perturbarlo ni mojarse él. Y
lo que más le frustraba era que, si él pegaba la nariz, no podía oler las algas ni
la sal, aunque sabía que el mar sí estaba allí de veras.
Lo demás en la voluminosa maqueta ferroviaria, sí que era tangible, y él lo tenía siempre al alcance de su mano. Pero eso apenas lo rozaba, por miedo a romper algo...
La locomotora la ocupaban dos ferroviarios liliputienses, ambos con la
cara tiznada. Uno mal encarado y flacucho que conducía la máquina, y que fumaba
en una pipa de la que salía un humo igual de oscuro y enfurruñado que su
amargado espíritu y la propia chimenea del tren. Y otro muy corpulento y
risueño, que llevaba unos lentes que tenía que estar limpiando todo el tiempo. Pues
era el fogonero de la locomotora, y se le llenaban de hollín a cada rato. Sin
embargo, él no perdía nunca el buen humor ni la paciencia, pala en mano.
Alimentando animadamente la caldera con la reserva de carbón interminable de un
ténder sin fondo…
También había allí más personajes curiosos: guardagujas
con linterna y banderín vigilando las
vías y túneles, o de pie en su garita de madera controlando los pasos a nivel; ágiles
obreros como saltamontes diminutos en traje de faena, calzando las vías y
limpiándolas de obstáculos aquí y allá; revisores con gorra, también; y un jefe de
estación con silbato y mozos de equipaje con carritos llenos de maletas en el
andén…
Una simpática gnoma solterona con
pañuelo en la cabeza, se desvivía para poner orden en la taquilla de madera de
la coqueta estación de ladrillo con techumbre a dos aguas y un gran reloj en el
frontón. Pero los variopintos y pintorescos pasajeros que formaban cola no le
hacían demasiado caso, sin disciplina alguna. Muy protestones e impacientes
todos, con prisas para comprar rápido el billete antes de ocupar los vagones. Previamente,
esperaban el expreso paseándose ansiosos por la marquesina del andén. Y cuando éste
se detenía frente a la estación al fin, los antiguos pasajeros descendían y se
perdían deprisa en el interior de la estación. El nuevo pasaje subía dentro
luego atropelladamente, y el ferrocarril se ponía en marcha una vez más. Con
cierto retraso siempre al hacerlo, a causa de un grueso rinoceronte que costaba
horrores empotrar de nuevo en el coche de cola con el letrero de un circo, cada
vez que el tren paraba en la estación. Pues, con el frenazo, siempre se le
salía fuera medio cuerpo, y quedaba con las patas traseras colgando. Obligando
a los raudos operarios de mantenimiento de las vías a dejar lo que estaban
haciendo y encajarlo bien en el vagón una y otra vez.
El maquinista maldecía al rinoceronte, entonces. Y luego el silbato de
la máquina sonaba y su chimenea escupía humo. Y el ferrocarril arrancaba
finalmente, y repetía su monótono y reiterado circuito, a nivel de suelo primero.
Y luego zigzagueando entre montañas de cartón con la cumbre nevada. Donde se lo
quedaban mirando algunas cabras, que parecían vivas sobre la orografía de
cartón, fingiendo masticar un pasto invisible sin desplazarse de su sitio. Y,
algo más abajo, se fijaban en él numerosas vacas y ovejas también con vida
propia sobre un musgo sintético. Cuidadas éstas por lugareños y pastores gnomos
que veían pasar el largo tren sin descanso, repitiendo un ciclo idéntico. Aunque
siempre se mostraban sorprendidos al verlo, como si fuese la primera vez. Y se
quitaban la boina todos ellos, entonces. Algunos para saludar en vano al ceñudo
maquinista, que rezongaba entre dientes por toda respuesta. Y otros para
rascarse, intrigados, la cabeza.
Ya abajo y en el último tramo del trayecto,
las barreras de un paso a nivel descendían invariablemente con el repiqueteo de
una campana. Y frustraban una y otra vez el intento de un maduro matrimonio de
avanzar más con su traqueteante y minúsculo automóvil descapotable de época. Empeñados
ellos en seguir el trazo de una serpenteante carretera dibujada que, en realidad, no conducía a
ningún lado, pues repetía un bucle eterno igual que el tren.
Él iba al volante, y llevaba un puntiagudo
mostacho, monóculo y bombín. Y ella iba a su vera, gritándole y gesticulando
todo el tiempo. Tocada con un barroco sombrero de ala enorme, que remataba en
un profuso ramillete de flores secas como adorno. El cual le estorbaba la
visión a él, para colmo, pues se le metía siempre el mismo tallo del sombrero en
su ojo sin cristal, en el mismo punto exacto del trayecto. Y eso le condenaba a
frenar in extremis, cerca de llevarse por delante la barrera… Entonces, ella le
gritaba más aún, histérica. Puesta de pie sin bajar del automóvil. Y sólo se sentaba
y se calmaba un poco, cuando la barrera se volvía a alzar, dejándoles el paso
libre una vez que el tren ya había pasado. Pero, en cuanto el automóvil llevaba
ya cumplido medio ciclo de su ruta idéntica otra vez, la iracunda mujer se
volvía a poner progresivamente rabiosa de nuevo. De camino ambos al paso a
nivel una vez más, donde se repetía la misma escena eternamente.
Mario contemplaba extasiado todo aquel
prodigio en miniatura, que despertaba su ensueño y le hacía imaginarse otros
mundos. Aunque en realidad lo tenía ya todo en el suyo. O casi todo, al menos…
Incluido un hábil mago adulto de tamaño natural, vestido de payaso. Que le maravillaba
con sus proezas imposibles, y le hacía reír siempre con sus ocurrencias. A él y
a sus compañeros de cumpleaños. Los cuales iban cambiando cada día, sin que
llegase nunca a hacerse amigo de ellos… Aunque en realidad sí eran perfectos
para él, porque jamás le chinchaban ni le disputaban los juguetes. Ni insistían
mucho en ver el tren, si él quería disfrutarlo solo. Así que él gozaba lo
indecible en cada fiesta diaria cíclica. Amenizada siempre por el mismo mago disfrazado
de pierrot que, sin embargo, le sorprendía cada vez con un truco distinto.
Al final, Mario terminaba agotado, después de
tanto juego y tanto truco y tanta fiesta. Y tras abrir tantísimo regalo magnífico. Y
luego de zamparse tantos dulces y pasteles y hacer explotar tantos globos de colores… Dejaba
solo el tren, tras contemplarlo una vez última ese día. Apartaba algunos
juguetes no olvidados para hacer espacio. Y se encogía en cualquier rincón del
suelo, para descansar con los ojos entreabiertos. Con el fin de que Mario estuviese
tranquilo y no tuviese la tentación de desvelarse del todo, el sol decaía en el
jardín cada doce horas exactas, hasta un penumbroso anochecer. Aunque sin llegar a ser
noche cerrada por completo. De ese modo él no soñaba, porque no llegaba a
dormir nunca. Pero sí que venían a su mente ensoñaciones vaporosas. Unas le
daban una paz profunda y otras le inquietaban un poco. Y había otras que le
llenaban de melancolía siempre, sin que pudiese comprender por qué…
Cada
vez que él se apartaba para hibernar de esa manera, el ferrocarril se paraba frente a la estación, en cuyo
edificio sonaba un silbato y se perdía el último turno de viajeros del día. En
el fondo marino del diorama, el sol sí se ponía por completo, entonces. Dejando paso a
una hermosa luna llena, que brillaba sobre la lejana y misteriosa vela del
estático navío, henchida por la brisa. El corpulento fogonero descansaba por
fin en la angosta cabina de la locomotora, entonces. Y estorbaba con su corpachón
y sus ronquidos al huraño maquinista, que no podía pegar ojo con la estrechez y
el ruido. Sonriendo abiertamente al hacerlo como si, pese a estar dormido, le divirtiese
molestar al otro de esa forma.
El orondo rinoceronte también roncaba en el
último vagón. Y los demás trabajadores hacían lo propio. Incluida la taquillera
solterona, que dormitaba tranquila en la ventanita de su taquilla de madera. Con
su delicada cabecita sobre un minúsculo cojín con un corazón, que ella misma
había bordado con sus microscópicos dedos. Las cabras de montaña seguían
comiendo sin descansar nunca, aunque a la fría luz lunar su pasto inexistente sí
se hacía visible como hilillos de reflejos plateados. Los lugareños recogían el
ganado y también se iban a dormir en sus cabañas. Y en el automóvil detenido,
la esposa de recargado sombrero se quedaba al fin callada, en brazos de Morfeo.
Mientras su marido se mantenía desvelado un rato aún. Mirando el telón marino
con tristeza, con el perenne barco mecido en la lejanía por las olas, en las que
la luna rielaba también con suavidad.
Una media mañana, cuando medio amaneció —porque
el sol sí se asomó bien, pero tampoco se había puesto antes—, Mario se levantó
él solito del rincón, para el siguiente cumpleaños. Normalmente le despertaba la
algarabía de una hornada nueva de niños, que entraban como una exhalación gritando
con euforia, cargados de regalos. Les seguía el mago vestido de payaso, que
tiraba siempre de una carretilla con más regalos todavía. Aunque cuando Mario despertaba,
ya tenía muchísimos presentes esperándole antes de que entrase nadie. Y una amplia
mesa ya dispuesta con todo tipo de dulces y vituallas riquísimas. Con el techo
y los rincones llenos de nuevas guirnaldas intactas y multicolores globos sin explotar
aún. Algunos regalos estaban a la vista, adornados con un lazo. Pero la mayoría
venían dentro de cajas envueltas en colorido papel.
Aunque en
esa medio mañana Mario notó algo raro: se desperezó de su hibernación sin
muchas ganas de fiesta. Era la primera vez que se sentía así. Sí quería
celebrar su cumpleaños, pero deseaba algo discreto. Por eso mismo, y como allí su caprichosa voluntad parecía dictar todo, y ello sin necesidad de que él tuviese que pedirlo, Mario sólo encontró entonces un pequeño
robot articulado y un juego de bolos esperándolo, cuando el sol abandonó su
parcial anochecer y él dejó de entornar los ojos tras descansar su anatomía un
poco, aunque no su espíritu...
Los niños tardaron en entrar. Y fueron muy
escasos esa vez, saludándole por su nombre sonrientes, pero sin pegar ningún
grito ni armar bulla. Apenas le trajeron cuatro o cinco obsequios bien
sencillos. Y Mario los olvidó enseguida, igual que a los donantes. El mago llegó
luego, sin carretilla alguna. Y se limitó a hacer malabares con los mismos
bolos del regalo. Después de haber servido limonada al escaso público infantil
en la mesa, con su propio gorro de payaso en el que primero hizo aparecer
mágicamente el dulce líquido. Luego, se despidió de Mario mirándolo de una
manera extraña, y se fue por el jardín… Y éste jugó luego con los otros niños a
los bolos, por un rato. Comieron todos algunas chucherías, también. Pero Mario enseguida
se desentendió de los demás. Así que ellos regresaron al jardín sin ser
notados. Y él se pasó el resto de su cumpleaños en completa soledad, mirando el
tren con aire aburrido…
Esa abulia le hizo concebir una ocurrencia
algo caótica... Se acercó al juego de bolos, que ya casi había olvidado. Así
que ya sólo quedaban dos de ellos, además de la pelota para derribarlos, tras
haberse desvanecido en el aire los demás. Hizo botar la esfera con desgana, pensativo.
Mirando de refilón el robot, que habían usado también para incluirlo en el
derribo, durante el breve rato en que jugó con los niños a quienes ya no recordaba...
Entonces, hizo rodar la bola hacia el diorama del tren, sin apuntar a nada allí
en concreto. No afectó al avance del ferrocarril, que en ese instante cruzaba
un puente alto en dirección a las montañas, observado por las cabras estáticas.
Lejos éste, así, de la trayectoria de la esfera de goma, que pasó sobre las
vías limpiamente a ras de suelo, perdiéndose en el fondo. Aunque en su camino derribó un par de arbustos y la taquilla de
madera de los tickets, eso sí. Cuando la volcó, la pobre taquillera emergió de
ella ilesa, con ayuda del jefe de estación. Y se fue aparte a llorar
desconsolada, al ver que su amada caseta estaba tumbada y con algún destrozo. Sin
que entre ella y su salvador tuviesen fuerza suficiente para ponerla en pie de
nuevo... Entonces, lejos de achantarse con la desoladora escena, Mario cogió el robot y
quiso ir un paso más allá, con morbosa malicia. Así que lo atravesó en la vía,
para provocar un descarrilamiento…
Cuanto el ferrocarril llegó al obstáculo, al
maquinista se le cayó la pipa de la boca y al fogonero se le borró la perpetua sonrisa.
La máquina frenó por poco, pero no pudo evitar una fuerte sacudida al topar con el
muñeco. Varios vagones se salieron de las vías. El furgón de cola con el cartel
del circo volcó directamente, y el rinoceronte salió despedido y empezó a
correr por el diorama, como un caballo desbocado. También huyeron del coche volcado
otros varios animales, que era inverosímil que cupiesen en él todos: dos
tigres, un león, un oso, una morsa e incluso una jirafa que iba dentro
encogida. Y también un grueso gorila que se parecía un poco al fogonero. Quien,
por cierto, saltó de la locomotora para evaluar los daños y ladeó preocupado la
cabeza. Le imitó el escuchimizado maquinista, tras recobrar su pipa del suelo
de la cabina de la máquina. El cual cambió el mal humor por legítima tristeza
cuando estuvo fuera, al comprobar de un vistazo el preocupante estado del
convoy descarrilado. El corpulento fogonero lo abrazó para consolarlo entonces,
haciéndole escupir la pipa de nuevo con el espontáneo apretón en su anatomía
escuálida. Pero le volvió a poner él mismo la humeante pipa en la boca otra vez,
arrancándole un asomo de sonrisa a su ceñudo compañero de fatigas. Así que, entre
los dos, se pusieron a apartar con gran esfuerzo el pesado robot de la vía,
codo con codo, hermanados como nunca...
Mario se sintió culpable entonces, viendo aquella
espontánea escena solidaria. Así que terminó de colocar él bien todos los vagones. Para
pasmo de los ferroviarios, que no entendieron cómo se había terminado de
recomponer el orden por sí mismo... Pero no perdieron tiempo con filosofías metafísicas
que podían entorpecer el seguro fluir de lo mecánico. Así que, cuando el camino
estuvo limpio y el convoy en orden, el ferrocarril avanzó de nuevo sin más
contratiempos. Por suerte, los animales más salvajes del vagón de circo se
perdieron en el bosque de montaña, sin causar más líos. La morsa se zambulló en el mar inodoro del fondo,
que a ella sí le salpicó. Y el gorila, puso él la taquilla en pie sin problemas,
antes de que le diese tiempo a hacerlo a nadie. Y se metió en ella a repartir
billetes como si tal cosa, y sin que los amedrentados pasajeros que formaban cola
se atreviesen a rechistar siquiera al verle allí, como sí hacían con la previa titular de la taquilla. Así que mantuvieron todos
ellos una perfecta disciplina en adelante. Y, lejos de la caseta, la relegada taquillera
seguía presa de la desolación. Sentada finalmente en una piedrecita de espaldas
al paso a nivel, encerrada allí en sí misma después de haber vagado en soledad
por toda la maqueta. Cuando se produjo el descarrilamiento, el tren se retrasó
y el automóvil con el matrimonio encontró la barrera abierta por primera vez.
Así que el conductor no supo a qué atenerse con ese cambio en la rutina…
Si
bien tenía el paso libre, optó por frenar el descapotable frente a la vía
igualmente. Y se bajó de él para estudiar la inesperada situación, mirando a un
lado y otro del trazado desierto. Y también al suelo de gravilla, pensativo. Su
esposa se encolerizó con él entonces, indignada al ver que él no aprovechaba
aquella ocasión de oro para seguir avante, sin obstáculos. Como él la ignoraba,
bajó ella también del automóvil de época hecha una furia, para hacerse oír. Y se
acercó a un palmo de su esposo, gesticulando como loca con las manos, a punto
de abofetearle… Pero entonces la embistió el rinoceronte, más encabritado que
ella aún. Y la histérica mujer terminó cabalgando sobre el lomo de la bestia.
Que la paseó después corcoveando por todo el diorama, zarandeándola como un bisonte
a un cowboy. Hasta esfumarse ambos para siempre en el bosque de montaña, después de haber hecho saltar, despavoridas, a las flemáticas cabras. Las
cuales desaparecieron también ellas de la vista por un minuto. Aunque no tardaron
en volver a su lugar para mascar allí con parsimonia su pasto invisible.
Cuando el rinoceronte raptó por las bravas a
la esposa histérica, ella perdió el sombrero. Y el pasmado conductor lo recogió
del suelo, tras haber perdido con el susto él el monóculo, que ya no encontró
más. Se fijó entonces en la taquillera triste por primera vez, encogida ella en
su asiento al otro lado de la vía. Y cruzó el paso a nivel desierto para consolarla.
Pero desconfiaba aún, así que lo hizo a pie dando saltitos, sin arriesgar el
automóvil... Se acercó a ella con delicadeza, para no asustarla. Pero entonces
sonó la campana, despertando a la taquillera de su melancolía. La barrera bajó,
al fin. Y al alzar ella la vista, lo vio a él acercarse muy meloso, quitándose
el bombín con ceremonia, en su honor. Había fabricado, raudo, un ramillete para ella, con el
manojo seco que arrancó antes del sombrero. Y se lo entregó a la solterona
humildemente, haciendo enrojecer la cabecita bajo su minúsculo pañuelo. Ella lo
aceptó con timidez, y sus rostros se acercaron mucho entonces. Mucho. Y cuando
casi se tocaban en un beso, los tapó el paso del tren.
Mario vio la escena con una curiosidad tierna. Y
un extraño escalofrío lo atravesó entonces… No pudo entender bien lo que sentía,
aunque era algo muy profundo y nuevo. También estaba incómodo, de pronto. Así
que dio la espalda a la maqueta, en la que el automovilista ayudaba gentilmente
a la taquillera a subirse a su vehículo. Y Mario optó por acomodarse él en un
rincón. El sol entornó su luz para ayudarle. Y cuando terminó la hibernación de
doce horas, Mario se desperezó en el suelo, sin ganas de celebrar ninguna fiesta
por vez primera en su vida...
Sólo había un paquete de regalo no muy grande
esperándole. Pero como no deseaba nada, ni siquiera reparo en él. No
aparecieron niños, ni tampoco los echó de menos. Fue directamente a ver el
tren, cabizbajo y con desánimo. Aunque en el diorama sí estaban de celebración,
al parecer. El ferrocarril estaba parado en el andén, engalanado con banderines
y lazos. Los viajeros aplaudían en la marquesina. Y los trabajadores del
ferrocarril emitían a pleno pulmón unos casi inaudibles vítores, lanzando sus gorras al aire. Mientras
que una ruidosa banda musical, de la que solo se distinguía un cantarín cascabeleo, formaba
un pasillo para agasajar a la pareja de novios, que salió de la estación para
subirse al tren. Todos parecían felices, e ignoraron por completo a un
personajillo que abandonó un vagón en el diorama. Con gorra a cuadros éste, una funda de
violín en una mano y un reloj de bolsillo en la otra. Se perdió él dentro de la
estación muy concentrado en el reloj, entre la euforia de la concurrencia….
Hasta el maquinista parecía estar de buen
ánimo esa vez. Pero refunfuñó cuando se tuvo que detener a medio trayecto violando
el itinerario habitual. No obstante, paró la máquina en seco frente al telón
marino, urgido por el entusiasmado fogonero. El lejano velero estático en el
horizonte, se había acercado hasta la costa esa noche, mientras Mario dormitaba. Y estaba ahora anclado
allí, en primer plano del diorama. Extendió una pasarela, para que lo abordaran ambos
tortolitos. Ella llevaba puesto un traje de novia más blanco y reluciente
incluso que las velas del navío, pero con su pañuelo de siempre en la cabeza.
Llevaba el ramo seco en una mano, y con la otra se agarraba del brazo del
automovilista. El cual vestía su traje habitual, bien pulcro como su repeinado
bigote puntiagudo y su bombín en la cabeza. Para la singular efeméride, añadió
sólo el detalle distintivo de un gran crisantemo en la solapa, del tamaño real de
una punta de alfiler. Ambos cruzaron la pasarela tan ufanos, y luego el barco zarpó
y se perdió en el horizonte de forma definitiva esta vez, hasta desaparecer del todo.
Entonces, a Mario se le escapó una lágrima.
La probó sin entender lo que era eso, y le supo como la sal del mar... En ese
instante, escuchó que alguien golpeaba con los nudillos en la puerta de cristal
de la terraza. El hombre de gorra a cuadros entró con la funda de su
instrumento. Recobrada allí su escala natural, tras haber sido un minúsculo liliputiense más en el diorama. Y saludó a Mario, con una dulce
sonrisa…
Mario lo reconoció sólo por la voz, pues nunca
había visto al mago sin su maquillaje de payaso puesto. Tampoco se esperaba que
fuese tan mayor, pues con la cara limpia aparentaba ser un hombre maduro. Se
había imaginado que el payaso sería un niño como él, pero más alto y fuerte. Y éste
adivinó sus pensamientos ahora. Y lo miró muy serio de repente, dispuesto a darle una mala
noticia:
—Ya me empiezo a sentir viejo, Mario,
y necesito un descanso como todo el mundo —dijo—. He animado tus fiestas una y
otra vez, con dedicación y con ilusión durante años. Día tras día, sin faltar
ni uno. Viviré un retiro dorado ahora, en una bonita cabaña al pie de un lago.
Por fin tendré tiempo para mí: pasearé, montaré a caballo, tocaré mi violín,
pintaré acuarelas del paisaje. Disfrutaré de la naturaleza y de mi propia vida,
a fin de cuentas. Me lo merezco, ¿no crees?
—Pero… ¿y mis cumpleaños? ¿Y mis
regalos? —Mario sintió que el suelo se abría a sus pies en un segundo, pensando
sólo en sí mismo. Y confirmó, con las palabras del otro, el oscuro presentimiento
que arrastraba ya hacía tiempo.
—Ahí te dejé uno espléndido, y ni
siquiera te has fijado… —El adulto le señaló el paquete solitario al niño, que
reparó por fin en él.
—¿Qué regalo es? —Preguntó Mario,
intrigado de repente por el mismo objeto que la había pasado desapercibido
hasta entonces.
—El mejor posible. No tendrás
nunca uno semejante —dijo el mago, con sincera solemnidad.
—¿Es mejor que un tren de gnomos?
—Sí: mejor que eso, créeme —Se
sonrió con ternura ante la inocencia del chiquillo.
—¿Cómo puede haber algo mejor que
un tren de gnomos? —Mario replicó de esa manera, seriamente incrédulo. Y
entonces el rostro del mago volvió a adquirir un rictus grave. Y le contestó a
él con otra pregunta:
—¿Qué haces siempre aquí metido,
Mario? ¿Nunca te has hecho esa pregunta?—El mago le clavó los ojos.
—Bueno… mis padres me dejaron
aquí dentro del sótano. Y me prohibieron asomarme —dijo él.
—¿Y no te has preguntado por qué
tu sótano es tan grande, y con ventanas al jardín? ¿No te extraña eso? —Replicó
el mago—. ¿No se te hace raro que nunca sea de noche por completo y, aunque
siempre hace buen tiempo en el jardín, jamás te haya apetecido salir fuera? —Lo
interrogó sin compasión, aguijoneando su conciencia.
—No lo sé —Mario se sintió muy
confundido, y comenzaba a estar nervioso—; supongo que me entretienen dentro mis
juguetes… Les preguntaré todo eso a mis padres cuando vuelvan. Dijeron que lo
harían.
— Ajá… ¿Y cuándo será eso? —El
mago esbozó media sonrisa incrédula.
—Cuando se acabe el cumpleaños,
supongo… —El otro no estaba muy seguro.
— Pero tu cumpleaños dura siempre,
¿no? —objetó—. ¿Qué edad tienes, Mario?
—Nueve años… creo —Él hizo
memoria. Y el otro negó con la cabeza.
—Tienes cincuenta, en realidad —Sentenció
el mago—. Igual que yo. Claro que tú no has envejecido, es evidente. Tus padres
ansiaban firmemente que no murieses nunca y lo tuvieses todo. Y yo he cumplido
su deseo. Bueno, más o menos…
—No entiendo… ¿Cómo puede ser eso?
—El corazón de Mario latía fuerte, mientras él se resistía a que aflorase la
evidencia en su interior—. ¿Quién eres tú? —Trató de mantener el tipo, confundido
pero sosteniéndose en su orgullo.
—Soy un mago… eso ya lo sabes —El
interrogado fue lacónico.
— ¡Pues haz magia ahora mismo! Quiero ver
a mis padres —Exigió Mario, aunque sin demasiada convicción ante quien parecía más
sabio que él.
—Ellos murieron en la guerra. Es
hora de que sepas eso —El mago bajó el tono, muy solemne.
—¿Qué es una guerra? —Mario no pudo entender.
—Es complicado de explicar… —El
otro vaciló un poco, sin saber cómo responderle.
—¿Y qué es morir? —Mario tampoco
entendía eso.
—Eso no lo sé seguro —dijo el
mago, encogiéndose de hombros—. Nunca me animé a hacer ese truco.
—Quiero verlos ahora —Mario
insistió con lo de sus padres—; los extraño mucho, desde el primer día. Aunque esté
jugando todo el tiempo… —subrayó, y el mago se agachó enfrente de él, para
borrar de su mejilla una lágrima sincera.
—Está bien, Mario. Hay una manera
—dijo el mago en tono de consuelo, poniéndole las manos en los hombros y
mirándole muy fijo a sus pupilas vidriosas—. Pero yo me tendría que ir muy
lejos para eso. Así que es mejor que me ponga en marcha cuanto antes —Se
incorporó al pronunciar esas palabras. Y tomó el estuche del violín, dispuesto
a irse de verdad de allí.
—¿A dónde vas? —Preguntó el niño.
—A cumplir tu deseo ¿A qué, si
no? —Contestó el otro—. Yo siempre cumplo la voluntad de los demás. Es mi
defecto. Y mi naturaleza, también: soy incapaz de negarle nada a nadie —aseveró,
con melancólica ironía—. Mis propios sueños… bueno, esos dan igual. Y tampoco
nadie me pregunta por ellos nunca, así que… —Se encogió de hombros, y concluyó—:
Supongo que la cabaña al pie del lago puede esperar, ¿verdad? Tú cuídate mucho,
eres lo más importante —Le acarició la cabeza, y encaró la puerta sin más.
—¿Vas muy lejos? —Preguntó
intrigado Mario que, efectivamente, no hizo intento alguno de ponerse en el
lugar del otro.
—Feliz cumpleaños, Mario —dijo el
mago, por toda respuesta. Con una sonrisa agridulce, conmovido por su inopia—. Abre
tu regalo cuando yo no esté…
Dicho
eso, se fue por el jardín. Y, ya a
solas, Mario miró el misterioso paquete en un rincón. Con mucha
curiosidad por
el obsequio, pero también con una extraña inquietud después de todo lo
que el
mago le había dicho. Tomó con sus dos manos el paquete hermosamente
envuelto. Sin
animarse a indagar en él aún, como si le diese cierto miedo… Se lo llevó
consigo hasta el tren, y lo dejó a su lado sin abrir. El ferrocarril
giraba y
giraba, y todo parecía seguir un monótono orden allí. Los operarios de
las vías
jugaban a las cartas en un breve descanso en su trabajo, aprovechando el
tiempo
ganado en cada ciclo al no tener que empujar ya dentro del vagón al
rinoceronte huido. El gorila gruñía en su caseta. Un pastor esquilaba
una oveja. Y Mario creyó
vislumbrar entre los árboles del bosque de montaña a la señora gritona,
corcoveando
todavía toscamente sobre el rinoceronte encabritado.
Entretanto y lejos de la habitación de juegos,
el maduro hombre de la gorra a cuadros se sentó en el porche de su cabaña al
borde del lago. E hizo que su violín sonara allí por vez última. Con una
melodía sublime y emotiva, antes de devolverlo a su estuche. «Morir,
dormir… tal vez soñar» —recitó de memoria las palabras de un libro. Y luego dejó
que su reloj de bolsillo se hundiera suavemente en el lago, sujetándolo por la
cadena:
«Duerme, Mario. Duérmete
enseguida.
Duerme bien, pequeño.
Y deja de soñar ya con tu vida.
Mejor, vive tu sueño»
Pronunció esa estrofa finalmente, como si fuera
un sortilegio y con un nudo en la garganta. A la vez que su envoltura humana se
desvanecía poco a poco en el paisaje para siempre. Cuando él ya no estuvo más,
el sol se puso en el horizonte por completo. Y lo sustituyó una enorme luna
llena en lo más alto, brillante y redonda sobre el lago como la esfera del reloj
sumergido en él.
Y en el jardín que estaba fuera del salón de
juegos, se hizo de noche de verdad también, por vez primera. A la luz de la gran
luna, Mario sintió un profundo sueño de repente, como nunca lo había sentido. Pero se
resistió un momento, y abrió el regalo al fin. Era una bonita casa de muñecas
con luz. Tenía varias habitaciones, y estaba llena de detalles. En el ático
había un dormitorio con una gran ventana abierta. Cuya diminuta cama llevaba la inicial
de su nombre, grabada en el cabecero de madera. Miro la casa en miniatura
fijamente, durante un minuto. Y le buscó un buen sitio al fondo del diorama, cerca del
océano que rielaba con la luna.
Ya le vencía el sueño. Así que se acurrucó en
el duro suelo, sin más. En un rincón limpio de juguetes, como hacía siempre. Y se
quedó allí dormido de verdad por fin, cerrando los ojos por completo.
Cuando amaneció en su cama, le despertó el
olor del mar.
© Bonifacio Álvarez Gutiérrez.
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