Dedicado a Z, que convierte el dolor en luz.
-UNO-
"Los niños de Nunca Jamás varían, según los van matando los piratas. Cuando uno decide crecer -cosa prohibida- el mismo Peter Pan lo mata, sin piedad".
James Barrie.
* * *
Estimado doctor/lector, debo confesar mi odio. Y eso no es tan malo. Mejor fuera que dentro, como dicen los defensores del dudoso arte de escupir las flemas, tan en boga.
Odio la literatura infantil. Me repugna, como las flemas. Precisamente porque adoro los buenos libros para adultos de cualquier edad, sea mucha o poca. Y no “para niños de cualquier edad”, como etiquetan con sutil condescendencia disfrazada de ternura cursi los que no eluden el prejuicio tampoco, al menospreciar la infancia por la vía contraria, idealizándola. Infancia que, en sí misma, ya es una etiqueta, por cierto. No del todo inútil ésta a efectos prácticos. Pero fuente de abusos y manipulaciones de toda índole, y no sólo en la literatura.
Etiqueta muy reciente en la historia, además. Hasta hace unos siglos la infancia no existía como tal periodo aislado, sólo la juventud y la vejez. Y lo mismo pasaba con los libros para niños. Ambos, infancia y libro infantil, surgieron a la vez por cierto, dependiendo uno del otro. Pero la infancia cada vez estuvo más protegida (en teoría, al menos), y el libro infantil cada vez fue más denostado (y sigue siéndolo, de hecho).
Al decir que amo los libros para adultos de cualquier edad, me refiero a los adultos que ya han crecido y peinan canas, pero que no han “perdido la inocencia”. Entrecomillo eso pues, quien la tiene de verdad (sea niño o no), nunca la pierde. Pero hago alusión también a los otros adultos (éstos sin comillas) que todavía no han crecido. Vamos, lo que llamamos niños propiamente… Aunque éstos saben perfectamente lo que quieren, pese a su corta edad. O al menos no lo ignoran muchos de ellos. Y tampoco todos los verdaderos adultos tienen claro ese punto... Si bien muy pocos niños saben expresarlo claramente, eso es verdad. Y de ahí la confusión que se genera cuando los adultos ya crecidos les creen desorientados por sistema. Y por eso mismo les venden cualquier engendro a mano. Y cualquier libro horroroso. Se lo venden, sí. Pero no por eso les engañan.
¿Qué es la literatura infantil, en realidad? O mejor dicho ¿en qué consiste un buen libro para niños? Uno malo es obvio en qué consiste: en un refrito de paternalista pedagogía adocenada. Pero ¿qué hay en uno bueno? ¿Qué hay en la buena literatura escrita para niños que la convierte en algo único que (aunque suene excesivo) bastaría para sostener por sí mismo todo el edificio literario en su base, aunque se derrumbasen las paredes?
Obviamente (y por un lado) está su pureza intemporal, es decir: su escasa o nula sujeción a un contexto histórico, cultural o político concreto. Aunque se pueda asociar con alguno levemente. E incluso ayudar a comprenderlo en su dinámica, más allá de su no tan accesoria función como escenario, pues el entorno sociopolítico también forma parte intrínseca (aunque no explícita) de la ficción infantil de calidad, como veremos luego.
Creo que lo que lo define bien a las mejores historias para niños es la radical autonomía de su lenguaje interno. No sufren éstas la hipoteca de una continuidad de estilo o de intención, ni cargan con la pretensión de encabezar una vanguardia. Tampoco con la rémora de fijar un canon presente político o cauterizar heridas del pasado histórico. Su tiempo es todo tiempo, y su lenguaje es el propio del inconsciente y del mito, es decir: el del agridulce y escarpado devenir de la conciencia humana.
Un gráfico ejemplo (nunca mejor dicho) en cuanto a la constitución de su lenguaje, es el invisible cordero del Principito, “metido” en el dibujo a lápiz de una caja. Un significado vivo, pero oculto en un dibujo (en un signo lingüístico). Aunque el libro (el que sea) no tenga ilustraciones. Pero también un dibujo (un significante puro, exento) que habla por sí solo, aunque el libro (el que sea, también) sí tenga palabras.
¿Qué nos cuentan, entonces, las buenas historias para niños, en definitiva? ¿Cuál es su intención final, después de todo? Pues la misma intención que la del resto de relatos para adultos o infantes, pero expresada ésta de una forma tangencial (y, sin embargo, más sangrante) en los segundos. Pues lo que nos narran la Cenicienta, Tom Sawyer o El príncipe feliz de Wilde, es el testimonio (como proyección codificada del propio esplín del autor, habitualmente) de un sufrimiento inabordable. El paradigmático dolor de un ser humano huérfano de sí y preso de una mortalidad enajenada que no sabe cómo abrazarse a sí misma. Seguramente, muchas de las mejores historias (para niños o no) comenzaron con ese frustrado auto-consuelo.
Porque a veces se trata de un dolor creativo, que revolotea también de vez en cuando. O incluso vuela libre alguna vez (como Peter Pan, como cualquier niño), con alas prestadas.
Un dolor alado a veces, sí, pero jamás uno convertido en unas alas. Uno similar (más bien) a una mariposa herida que zigzaguea sin sentido (y, a la vez, llena de sutil sentido trágico) antes de caer muerta. Como la redimida hada Campanilla, después de haberse bebido de un trago rápido el veneno del remordimiento para salvar a Peter Pan.
Pero no siempre hay una redención a mano, salvo que sea ad hoc como en los malos cuentos (que no cuentan). Pues, repito, el dolor alado no se convierte en alas él mismo, y menos solamente por hacer uso de esa prótesis. Ni lo puede convertir en semejante cosa ningún hada, como la azul de Pinocho que (en la versión de Disney) usaba su redundante varita para darle vida propia a un tronco, el cual tenía vida ya desde el principio en el relato de Collodi.
Si hubiera dicha conversión forzada en los cuentos buenos de verdad, o bien no habría dolor alguno (en una consunción idílica del daño), o el dolor sería la auténtica fuerza motriz en el impulso feérico (y artístico). Y el dolor nunca es tal fuerza, al menos por sí mismo. Ni en las buenas historias (para niños o no) ni en la vida real tampoco. Pues, por sí mismo, el dolor sólo destruye o paraliza, salvo que lo azuce la rebeldía bien.
El tema del libro infantil es la propia infancia, al fin. Añorada, sí, pero, ante todo, defendida. Defendida de lo que más puede dañarla: el desamor y el abandono. Pero también de su enemigo mayor: el desengaño.
Leyendo bien entre líneas la sublime obra/universo de James Barrie, no es cierto que Peter Pan se negase a crecer porque no le gustaba el mundo adulto, como se ha dado por hecho. Él tenía mucho de adulto, en realidad. Demasiado, si se mira, incluido el egocentrismo y la malicia. Nunca Jamás era un reino sin tiempo, pero no un reino para niños. Más bien era un reino para adultos que (como el propio Pan y el Capitán Garfio, o los Niños perdidos) se encontraban desterrados en él a falta de un lugar más apropiado, como en un laico purgatorio. Esperando allí por otro entorno que fuese igual de crudo, quizás (Nunca Jamás no es un Edén, de hecho), pero también más sincero y digno para ellos.
Si los niños perdidos de Peter Pan tenían prohibido crecer más, bajo pena de muerte, no era para que no pudiesen ser adultos (que ya lo eran, en parte), sino para que el mundo no les quedase pequeño, en su incontenible afán de liberar sus energías plenamente.
Lo que Peter Pan odiaba de verdad, no era (aunque también) el previsible y ordenado mundo adulto, simbolizado en Londres. Lo que rechazaba con inquina por encima de todo, era un mundo adulto donde el honor y la sinceridad no tenían (no tienen) cabida posible. Uno en el cual, parafraseando al cantante español Joaquín Sabina, ser valiente sale demasiado caro y ser cobarde sí vale la pena. No era el dolor de ser adulto lo que obcecaba a Pan, sino el dolor de no poder serlo dignamente. Ni era el dolor de ser niño, tampoco. Sino el dolor de no poder serlo del todo, en su eterno destierro sin edad en un mundo adulto hostil más inmaduro y hosco que él mismo en sus desmanes.
El libro: para niños. El escenario: la infancia. El protagonista: también el niño, casi siempre. Pero no para que el niño lector “se identifique”, simplemente. Se trata de una trinidad, a fin de cuentas: el “niño interior” del autor, que proyecta su dolor innombrable (y su psicodinámica entera) en un texto. El niño como codificado héroe en la historia, que pugna por cauterizar ese dolor o lo sublima de algún modo. Y el niño lector (o el niño en el lector) que se funde y confunde en la lectura con los otros dos, aportando al bucle su propio relato latente.
Y todo ello bajo un centenario (si no milenario) torrente bajo tierra. Los buenos libros para niños, poseen algo que se alimenta de la savia de su brutal carga alegórica, en lo visible. Pero que se enraíza en algo más telúrico, que entronca subterráneamente con la irracionalidad más irreverente, pero también con la más digna y salvífica. Esa que impulsa una forma de creatividad desmedida y delirante, pero también imprescindible para abrir nuevas dimensiones en la vida y la conciencia propia, o en el arte. Aun a riesgo de perderse en el camino y de perderlo todo en él, de paso.
Decía Michael Ende, el célebre autor infantil alemán (quien tuvo que emigrar de su país, cansado de la incomprensión de quienes le llamaban “escapista”, tan solo por negarse a politizar de forma explícita sus textos), que hay tres formas de acercarse a la fantasía. O a la irracionalidad, podríamos decir. La primera, es darle la espalda con desprecio a la puerta que lleva al jardín del delirio, y no cruzarla. Esa es la opción más segura, pero también la más mediocre. La segunda (el otro extremo) consiste en atravesar la puerta con impulsiva imprudencia, y perderse para siempre en la fantasía que hay tras ella. Y esa es la opción peor posible, sin duda. Pues conlleva el muy real (nada ficticio) riesgo de sucumbir a la locura. O al autoengaño, que también es cosa seria.
La tercera posibilidad (y la mejor, de hecho, para quien afronta la aventura) implica atravesar la puerta del delirio (de la irracionalidad) sin miedo y sin desdén, pero sin adentrarse demasiado. Y volver luego sano y salvo (aunque con algún arañazo) a la mundana realidad, como la Alicia de Carrol tras enfrentarse a un caótico mazo de cartas. Recobrando, así, la (relativa) sensatez perdida en ese lapso, con las fuerzas y la mente renovadas. Después de una arriesgada pirueta entre cristales rotos y tentadores cantos de sirena, que amenazan con arrastrar la mente humana a lo más hondo de su propio abismo creativo.
Y ello tras haber obtenido también en el infierno del ensueño, un elixir que sirva “para sanar ambos mundos”, el ficticio y el real con él, según subrayaba acertadamente el autor de La historia interminable.
En los buenos clásicos (y no solo en los infantiles) siempre pasa eso, de hecho. Aunque no siempre suceda de una forma tan explícita. Y menos con una redundante (o incluso inútil) moraleja, que cuando no lastra gravemente, está de más. No sabemos lo que Alicia pensó al abandonar la madriguera, por ejemplo. Ni hace falta. Sólo sabemos que, tras acompañarla a ella en el viaje, ni nosotros, ni la realidad, ni la ficción, ni el mundo, ni la propia cultura de Occidente volvieron nunca a ser iguales. Nada menos que eso.
Y lo mismo vale
para Peter Pan, o para la Dorothy de Oz, o para el Principito, o para Pinocho.
O para la Momo de Ende, incluso… O para la (aún menos laureada) anárquica niña
de coletas de Astrid Lindgren, de la que hablaremos luego al terminar (y que terminó ella con mi reputación, la muy canalla...)
Pues el mito (el verdadero, el sustancial, no la vulgar ficción escapista) perfila la realidad de forma irreversible con su cincel simbólico, muy poco a poco y sin que nos demos cuenta.
Hoy por hoy, en esta abúlica posmodernidad que domina el arte, y que entroniza únicamente la auto (y hetero) referencialidad biográfica directa (más o menos disfrazada de ironía), o la cruda abstracción política presente (empantanada ésta en la biográfica y en la histórica a la vez, en un abrupto y espeso totum revolutum), resulta sorprendente descubrir que el hecho de ser clásico, es lo más rebelde que existe, es paradójico... Y preocupante a la vez, porque cierta lúcida modernidad sí es necesaria, aunque la de hoy es un exabrupto casi siempre. Y clásicos o no, los buenos cuentos para niños son mucho más irreverentes en el fondo (y algunos en la superficie, como los de Roal Dahl) que el realismo sucio más obvio y descarnado, tan de moda. El cual ha terminado imponiéndose del todo y en todo (hasta en lo infantil) y está al alcance de cualquiera. Ya sea como autor o espectador. O como las dos cosas a la vez, que es lo que ha terminado de calar con el auge de las redes sociales y los blogs (lo cual no es malo en sí, vulgaridad aparte).
Y no se trata de tener la piel muy fina, aquí. Simplemente, entre la beata candidez de Marcelino pan y vino, y la sonrojante procacidad de “Un ratón educado no se tira ratopedos”(sic) bajo el pseudónimo comercial de Gerónimo Stilton (con portada ilustrativa de las ventosidades, por si no quedaba claro), ha tenido que pasar algo más grave que el tiempo...
Aunque el mal gusto es sólo un vicio secundario, comparado con la inveterada costumbre de mutilar impunemente las obras infantiles clásicas (y muchas juveniles) adocenando sus desechos sin pudor alguno. Hasta llegar al colmo presente de industrializar todo el proceso hasta el descaro. Como ocurre con el propio ratón citado ya (aunque no sólo con él), el cual reescribe sin pudor todo tipo de obras clásicas como Heidi, Moby Dick, Tom Sawyer y hasta la Odisea, añadiendo para colmo a cada título inmortal su nombre propio de ratón también. Y su cabeza de roedor antropomorfo en las portadas, para que el impune asalto quede claro del todo.
No la toques ya más (subrayando ese “ya más”), que así es la rosa. Sobre todo cuando se pretende actualizarlo todo a toda costa, en un paradójico proceso de tradicionalización que afecta incluso a los autores modernos, y vuelve absurdamente anónimos (o atribuye a Disney) a los que sí que tienen un nombre propio conocido, como el Collodi de Pinocho. Y ello en nombre de un forzado presentismo eurocéntrico, que se empeña en arrancar a las historias infantiles, ya sean estas viejas o modernas, cualquier elemento cultural intenso (machista, clasista, violento…) disonante con lo que se considera “educativo”. Reduciendo el valor de cualquier historia para niños a una moraleja visible que, una vez salvada, justifica malbaratar todo lo demás… Pues cierto es que siempre se priorizó la moraleja, o al menos la implícita. Eso es verdad. Pero sin desechar el resto por ello, y permitiendo otras lecturas. Y ahora se ha llevado eso al peor extremo. Por un impulso buenista incongruente, que asesina al anciano pero poderoso elefante, tan solo para arrancarle de manera impune los colmillos del (supuesto) buen ejemplo una vez muerto. Abandonando luego el cadáver sin más. O (lo que es peor) disecándolo en mediocres versiones de cordel como las de Disney y las del polimorfo ratoncillo que, irónicamente, son más retrógradas, caducas y llenas de prejuicios, que la intemporal fuente escrita originaria, que se pretendió adecuar bajo un dudoso molde biempensante a la realidad moderna. Dice Marcela Carranza muy acertadamente, en un imperdible artículo, que dichas adaptaciones:
“…se toman todas las libertades en relación al original, mientras por otra parte resultan muy obedientes a nociones generalizadas sobre lo “adecuado” en un texto para niños en el momento de su producción”.
El problema es cuando ese momento pasa, y la obra violentamente cercenada (que tenía el don de la intemporalidad) se diluye indiferenciada entre una madeja de clones pésimos que se acaban confundiendo unos con otros, inclusive los que pertenecen a historias (o tradiciones) distintas. Por ejemplo, y como cuenta también Marcela Carranza en el artículo sobre este mismo tema que enlazo más abajo, la Sirenita de Andersen, que salvaba la vida del príncipe primero, y luego sacrificaba la propia en bien de él, se convierte ella en la salvada por el príncipe en las adaptaciones modernas, y los dos terminan juntos y felices (claro…). Se aparta de los niños cualquier idea de sacrificio, miseria o muerte. No su extremo más crudo. No la tortura o las vísceras, que ya pulieron los Grimm bien. Sólo la idea, eso es lo malo. Y aparte, se evita cualquier matiz emocional que no sea vulgarmente maniqueo. Y se va más allá de todo eso incluso, para que no quede a salvo ningún fleco. Cercenando sin necesidad cada detalle irracional o creativo presente en una obra, hasta el delirio:
“Se censuran no sólo temas o contenidos tabúes, sino también formas literarias como la sátira, la parodia; los juegos de palabras, las figuras retóricas, los finales abiertos o negativos, las descripciones minuciosas y cualquier atisbo de ambigüedad, complejidad u opacidad que otorgue mayor libertad a la actividad interpretativa del lector infantil. Un cúmulo de “formas prohibidas” bajo la excusa de los supuestos límites de comprensión del lector y la preservación de su salud psíquica, afectiva y moral.
¿Es el objetivo de tales adaptaciones, como nos invitan a creer, el rescate y transmisión de un patrimonio cultural universal, cuando éste resulta prácticamente irreconocible luego de tantos cercenamientos y cambios? ¿Qué es lo que estas adaptaciones buscan preservar en realidad?”
Y lo peor, añado yo a lo dicho por Carranza, es que ese tipo de manejos, que en cualquier otro género literario (u otro arte) se consideraría un abuso insultante y castrador, es bendecido no sólo por las editoriales, sino por numerosos autores infantiles. Muchos de los cuales (y por eso la mayoría son pésimos) mutilan sin pudor alguno la obra ajena en insulsos remakes. O sucumben a la autocensura biempensante en la obra propia, por miedo a que los niños se traumaticen o “no entiendan”. En una edición de los cuentos para niños de Oscar Wilde no tan antigua, por ejemplo, se justifica sin ningún pudor el despropósito. Admitiendo que se le han cercenado al texto original algunos “rasgos paradójicos que en mentes juveniles podrían producir efectos desconcertantes” (sic).
No sé qué habría pensado de ese desconcierto frente a lo paradójico la Alicia de Carroll (que también sufrió y sufre lo suyo con las adaptaciones), cuando ella misma experimentaba el desconcierto como algo insólito pero natural al fin y al cabo. Sin despeinarse en absoluto, por ejemplo, cuando el sonriente gato de Cheshire se le mostraba de la nada a cada rato, sin pedir permiso y mutilado en fragmentos, como las malas ediciones infantiles.
Porque los niños sí entienden, como bien decía el Principito. Quien, en vez de sermonear al borracho del cuento o ignorarle (censurarle) dándole la espalda, se limitó a acercarse a él con prudencia. Y a dejarle hablar (pensar) entonces por sí mismo, para que su (triste) verdad pudiese hablar por él. Los borrachos y los niños nunca mienten, pero solo cuando se les escucha sin prejuicios. Aunque tampoco hay que creerles cualquier cosa, porque ambos están un poco locos, como diría el propio gato risueño de Alicia.
Como reacción frente a tanto disparate, ha habido muy dignos intentos de poner orden en ese referido y caótico afán mutilador mediante la ironía. Como los Cuentos en verso para niños perversos de Roal Dahl, o los Cuentos políticamente correctos de James Garner.
Pero los buenos cuentos para niños no son políticamente incorrectos. Ni correctos tampoco. Cualquiera de esas dos cosas es fácil, sobre todo hoy en día. Los buenos cuentos para niños (que no “infantiles”) son políticamente indiferentes, es decir: intemporales. Y en eso está su fuerza. En su forma (elástica) y en su fondo (rígido) que se enredan en un continuum indivisible e irrompible como una espiral de mítico ADN imposible de reproducir por nadie. Y menos en un “laboratorio editorial” ratonil, que más bien es una circular noria en una jaula.
A su vez, el citado y metafórico ADN también es una eterna (pero frágil) cinta de moebius, que se rompe siempre cuando alguien trata de estirarla más de lo debido o convertirla en algo plano. De ahí lo inútil de reescribir lo que ya está bien escrito, con el absurdo empeño de las readaptaciones que se ha convertido en una plaga, y no solo en la literatura infantil.
Bien escrito, digo, y bien pulido incluso en su momento, a manos de los Grimm, Perrault, etc. Quienes fijaron primero la tradición oral, y adaptaron luego lo que tenía que adaptarse y sin abusar de la navaja, limando la grosura cuando todavía tenía algún sentido hacerlo.
¿Qué es lo que buscan las adaptaciones de hoy en día, entonces? Es la pregunta central de Marcela Carranza en su brillante artículo.
Pero todo eso está en la realidad, a día de hoy también. Y lo mejor es mostrárselo a los niños tal cual es, y luego explicarles todo bien. Leer con ellos, como los pedagogos aconsejan. Pero también leer en ellos, para que puedan (confiadamente) buscar en nuestros ojos la verdad, sin miedo alguno. Aunque los cuentos (algunos) sí den miedo.
Los hermanos Grimm adaptaron cuentos viejos para someterlos a la (tristemente vigente) idea de que la literatura infantil ha de ser explícitamente moralizante, y sólo eso. Lo que vuelve su moral maniquea y caduca a la larga. Roald Dahl, el último gran autor infantil, explicaba muy bien ese defecto. Y eso que con los Grimm la cosa no era grave aún…
Dahl, por cierto, quien se movía (en parte) en un cierto límite de edad (la pre-adolescencia), no escribió libros para adolescentes que también leen los niños. Sino libros para niños que también pueden leer adolescentes… y adultos. Justamente porque él conocía bien el mundo infantil y la crueldad propia de ese mundo (que también la hay). Y respetaba la inteligencia del adulto que hay dentro del niño, y viceversa. Y porque la moral metida ad hoc con calzador le espantaba con razón.
Cierta autora de un libro infantil célebre lo envió a una editorial con una nota irónica: “Espero que no me denuncien a los servicios sociales”. El libro lo rechazó el editor, de hecho, porque temió que sus propios hijos se asilvestraran al leerlo, imitando a la anárquica protagonista con coletas (paciencia, ya casi hablamos de ella...). Nada de eso ocurrió ni ocurrirá. Sería absurdo que así fuera.
Quizá los hijos de esos hijos sean ahora editores infantiles también, o incluso escritores o críticos. Y, de paso (porque la cosa no ha cambiado mucho desde aquel 1945 cuando se publicó el libro por fin), quizá se hayan transformado en unos adultos tan tristes y aburridos como los niños perdidos de Peter Pan. Esos que, tal como cuenta con melancolía su autor, James Barrie, al final de la novela, crecieron y se olvidaron por completo de su infancia. Una vez arrancados de Nunca Jamás (el país sin tiempo) para ser más productivos en un presente mediocre. Fabricado éste a la arbitraria medida de lo que los adultos esperaban de ellos.
La verdad (como la mediocridad, como el pragmatismo estricto) es diáfana cuando la razón la encuentra al fin. Pero tiene dos dimensiones sólo, como un cuadro. Para profundizar en ella, hay que aventurarse a atravesarla, como Alicia atravesó el espejo. Aun a riesgo de romperse la cabeza, si lo que hay detrás es un vulgar muro. A veces sí lo hay. Y lo inteligente en ese caso es sentarse en su borde como Humpty Humpty, tratando de no perder el frágil equilibrio entre la acuciante realidad (libresca o no) y sus metáforas resbaladizas.
Pero lo que suele haber detrás es un hermoso lago, hondo y transparente, si uno aparta primero algunos juncos. A veces hay un océano incluso, que desborda el marco como en un cuadro surrealista.
Y aunque el océano de la literatura (y del arte) es mucho más vasto -aunque no más rico en vida submarina- que el pequeño lago del jardín de Kensington en el que Peter Pan botó el nido flotante que le fabricaron los tordos (y a cuyo mástil él ató también su camisón infantil como una vela), no es menos cierto que las más humildes barquichuelas de pureza que todavía salpican el hoy día hipertrofiado océano de la literatura infantil (y juvenil) con su blanca vela al sol, sirven como boyas que no indican un camino como la mayoría quiere ver, vulgarizándolas. Sino el lugar preciso donde el espíritu humano puede zambullirse todavía, para pescar en él las nacaradas perlas que se le han pasado por alto alguna vez. Si es que logra, primero, superar el miedo de ver su miseria de náufrago reflejada en el agua…
Puede que el problema, a fin de cuentas, y para acabar ya con la primera parte de este ensayo, esté en la literatura de género en sí misma. En la infantil, sí. Pero también la de ciencia ficción, la policiaca, la romántica… La cual sólo se salva de la mediocridad (o de la basura, sin más) gracias a las pocas excepciones que sí se pueden enmarcar en ella a efectos de clasificación, en principio. Y que sin duda la superan ampliamente, pero sin por ello dignificar su género de origen (el que sea) en absoluto. Y eso sí hay que remarcarlo: lo que de veras logran (por su bien) algunas de esas obras, es desembarazarse por completo de la etiqueta en la que las encuadraron en principio. Lo peor del encasillamiento son las propias casillas, llenas éstas del polvo de todos los engendros que las ocuparon previamente. Así que mejor zafarse bien.
Simplemente, las pocas excepciones que sobreviven al naufragio de un género concreto, se sacuden luego las algas del talón, cuando al fin alcanzan la limpia arena de la orilla tras haber nadado en solitario hasta la playa. Y en el caso de la literatura hecha (o más bien prefabricada) para niños, las algas no sólo se enredan en los pies: están mezcladas con el pegajoso chapapote de un petrolero industrial hundido ya hace tiempo.
Y ahora, por fin, Pippi Calzaslargas…
* * *
-DOS-
Hay algo muy hermoso en esa foto. La creadora abrazando su creación que, al mismo tiempo, es una proyección de sí misma. Y abrazando a la niña actriz de paso, a la que (como mujer adulta) guía en el camino correcto con un dedo. Como en una invertida estampa de la patriarcal Creación de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. En la que las protagonistas son mujeres y no hombres esta vez. Y la impuesta y fría unción pasiva y jerárquica, se convierte aquí en una dulce guía, compartida y cercana. Mezclando ficción y realidad en una estampa, pero dejando entrever lo mejor que hay en las dos.
Femineidad, maternidad y cálida energía. Confiada fragilidad en la niña y fuerza lúcida en la adulta, en cuyos ojos se puede intuir un brillo de astucia y de tristeza al mismo tiempo…
Y justo así es el libro Pippi Calzaslargas. Que en realidad son tres, como los personajes de la foto (aunque en la imagen se ven dos, y una peluca). Algo como lo descrito… y nada menos que eso.
Astrid Lindgren escribió otros libros para niños. El más conocido (aparte de Pippi), fue Miguel el travieso. La temática general de su obra es algo tan sencillo como los recuerdos de una infancia feliz en un entorno rural relativamente bucólico, el que la autora misma vivió de niña en una granja en Suecia. Y siempre con la ecología, la sinceridad de sentimientos y la libertad como motores. Además de un razonable feminismo subyacente, que más que reivindicar el enfrentamiento o la ruptura, dejaba claro lo que era necesario respetar, sencillamente.
Y por supuesto la defensa de una infancia frágil como lema. En manos de unos niños que se portan como niños en su obra, pero que poseen una íntima fortaleza extraordinaria en su irreductible afán de libertad. Pippi es justo eso mismo. En ella, la desesperada fuerza interior deviene en una inverosímil fuerza física también. Como si, al no poder separar los pies del suelo para volar en busca de otros mundos (Pippi es una niña singular, pero no “mágica”) se viese ella forzada a cambiar todas las cosas de lugar en su prisión mundana. Para poder estar más cómoda en ella, al menos. En lo que se delata la subyacente y atribulada psique de su autora, como en otros detalles que veremos enseguida.
Incluido su caballo en lo del desplazamiento, al que Pippi carga con indolencia para moverlo de sitio como si fuera un simple gato. Y hace igual con todas las cosas, cuando le suponen un estorbo. Lo mismo que un fantasma de leyenda, al fin. De esos que desordenan los cajones de la casa, pues están desubicados ellos mismos, debido a que aún no se han dado cuenta de que han muerto…
Pero Pippi está muy viva (demasiado), y sí lo sabe. Y, lo mismo que su energía interior se vuelve un irrefrenable géiser físico hacia afuera, su espíritu libérrimo preñado de nobleza subvierte toda sicología convencional y todo orden en su entorno. Para desesperación de los adultos que confunden su legítima libertad –y su ocasional protesta física– con una rara forma de anarquía. La frase más paradigmática del libro (la que se cita siempre) lo resume bien, en un sarcástico lema: “La vida de los niños debe estar bien ordenada. Sobre todo si se la ordenan ellos mismos”.
El insólito y atractivo cuadro, lo completan la generosidad a espuertas de Pippi, su natural resiliencia y su autosuficiencia anárquica. Pero también y sobre todo, su hilarante mayéutica pasiva, capaz de derribar paredes de hipocresía sin tocarlas. Y ello pese a la fuerza hercúlea de la que la heroína con pecas nunca abusa, aunque podría hacerlo... Y todo en un contexto lleno de aristas y matices, al menos en la protagonista de la obra. Los otros personajes están sólo bocetados, como los apocados amigos de Pippi (Annika y Tommy), o su báquico padre Efraim. El resto son comparsas, incluso (alguna muy inquieta, como el mono).
Pippi Calzaslargas (o Langstrump, en el idioma original) hizo furor en su época, al final de la segunda Gran Guerra. Sobre todo en la Suecia natal de la autora. Se internacionalizó después, aunque no sin contratiempos. Y finalmente su popularidad mundial cuajó en los años setenta del pasado siglo, en gran parte gracias a una exitosa serie de televisión y alguna olvidable película. A día hoy se sigue hablando de Pippi. Y se continúan publicando y reeditando sus libros en múltiples idiomas (La última edición íntegra en España, fue publicada por Blackie Books en 2012).
Aunque la indomable hija pecosa del Rey Negro que gobierna a los caníbales de los Mares del Sur (al cual la arbitraria censura que hemos denunciado en este ensayo, ha convertido recientemente en “rey” a secas, entre otros tijeretazos sin sentido), no ha llegado nunca a alcanzar la categoría de mito (o de arquetipo), como la Alicia de Carroll, Pinocho o Robinson Crusoe entre otros, pese a su gran fama.
La pregunta es ¿por qué no lo ha conseguido? Parece extraño, dado el éxito del personaje protagonista en sí mismo, carismático éste y reconocible por cualquiera. Y vista también su enorme fuerza –en múltiples sentidos– tan arrolladora (mírenla, si no…)
Y la respuesta es absolutamente simple. Franca y sin ningún misterio, como el revoltoso personaje de coletas. Porque, si bien Astrid Lindgren era una autora brillante sin duda, su buque insignia Pippi Calzaslargas, se quedó muy lejos de lo que se puede considerar una obra maestra como obra literaria, personaje protagonista excepcional aparte. De hecho, ni siquiera es un gran libro, si se mira. Sí un buen libro, excelente por momentos, pero no uno grande. El brillante personaje principal, que carga sin pestañear con todo el peso de la historia con la misma facilidad con la que levanta en vilo su caballo, supera con creces la deslucida aguada sobre la que Lindgren decide perfilarlo. Y lo chocante es que, sin tener que leer mucho entre líneas, queda bien claro el motivo, en mi opinión. Y no tiene que ver éste con la calidad de la autora ni con ningún impedimento externo. Simplemente, Astrid Lindgren no quiso hacer literatura. No quiso poner toda su fuerza en eso, al menos. Sólo proyectarse a sí misma, y su dolor…
Puede parecer gratuita una conclusión así. Y chocar incluso, dado el entorno bucólico del libro (y el de los otros de Lindgren) y la primigenia fuente de inspiración de todos ellos: la despreocupada infancia de la autora, vivida en una granja y sin mayores traumas aparentes, tal como se ha dicho. Pero no es tan simple… No exprimiré aquí la triste historia de fondo, la lucha adulta de Lindgren para mantener el tipo (intelectual y personal) siendo madre soltera en un entorno tradicionalista y patriarcal no preparado para ella. Ni su enfrentamiento con el statu quo en su país, cuando tuvo un peso decisivo –convertida ya en autora célebre y referente ideológico– a la hora de derribar un gobierno que masacraba a impuestos a sus ciudadanos (y a la autora).
El dolor, que es muy explícito en la literatura en general (y no tan disfrazado en la de niños) usa alas para revolotear, como dijimos. Pero nunca para librarse alzando el vuelo. Como la propia Pippi, es incapaz de eso, así que sólo desplaza algo la carga… El papel lo aguanta todo, en un principio. Pero, en este caso, Astrid Lindgren (de la que Pippi es una obvia proyección intensa pero humilide, pues no “vuela”), recurrió a la palabra escrita para aliviar algo su angustia de la manera más sencilla: improvisando un cuento simple de estructura (y así empezó, de hecho, por encargo de su propia hija enferma en una cama). Pero volcando en él, sin filtros ni retóricas, toda una arrebatadora carga psíquica que, de haberla dejado fluir su autora libremente, habría tenido un peso lo bastante enorme como para volver el libro impublicable para niños (y ya tuvo problemas, aun así). Y también habría acarreado un balance final demasiado gravoso, sobre todo, para la conciencia de la propia Lindgren. Quien concibió la obra como catarsis propia hasta un límite tan solo, sublimando y frenando en lo posible toda esa tormenta emocional cuando la volcó en ella finalmente.
Lindgren era demasiado Pippi para quedarse quieta y callada. Pero Pippi era demasiado Lindgren para exponerla (para exponerse) por completo a la intemperie editorial y pública en una obra literaria con absoluto compromiso ético y estético. Aunque la autora usase un recipiente escrito al final, como convencional medio de escape.
Y si pedimos a Pippi que aparte para nosotros el bonito caballo moteado que impide ver la escarpada cordillera envuelta en nubarrones que hay al fondo de la idílica estampa, veremos eso bien…
Tras cada jornada de aventuras, Annika y Tommy, los únicos amigos de Pippi (demasiado libre ésta y su carácter, para la ciega inercia de un mundo hosco y previsible), vuelven a su cálido hogar junto a sus padres. Y Pippi Langstrump regresa a su gran casa vacía, en soledad. Un día, como Peter Pan, ella decide no crecer, y así se lo declara a sus amigos. Sólo por juego, sin creérselo de veras. Pues Pippi sabe que, al contrario que el personaje de James Barry, ella no puede volar aunque sea fuerte, y su sueño no va a cumplirse nunca.
El libro acaba con los dos hermanos espiando a Pippi sin ser vistos por ella, que está meditabunda y solitaria a la luz de un candelabro en Villa Villekulla, su hogar de (casi) huérfana. En esa fría noche de invierno, al verla a ella (tan turbulenta siempre) extrañamente inmóvil en la ensoñación de su melancolía, a través de una ventana y en la penumbra de la vela, son ellos conscientes por primera vez de la profunda soledad que anega el alma de esa amiga tan perfecta. Esa que les ha colmado siempre de regalos y ayudado a superar sus miedos. Sin que supieran valorarlo, ni entendieran bien por qué Pippi hacía todo eso por ellos sin pedirles nada.
Sienten el drama de repente, pero no pueden comprenderlo. Son demasiado puros para eso, aún. En cambio Pippi/Lindgren, con un nudo en la garganta, sí lo entiende todo bien. Demasiado bien. Y simplemente sopla, para apagar la vela.
* * *
El arraigado dolor en los autores infantiles daría para un ensayo por sí mismo. Es curioso (y chocante) entrever la persistente herida, ubicua también en sus melancólicos retratos. No sé si alguien más habrá notado antes ese rasgo físico expresivo tan sintomático en ellos, es de suponer que sí…
Una unánime tristeza, a través del tiempo. Da qué pensar. |
Empezamos este ensayo (y reseña) preguntándonos qué es lo que define un libro para niños. No es una mala idea terminarlo preguntándonos también qué es lo que mueve a un alma humana a volcar su propia infancia adolorida codificada en un papel. Todas las infancias son un poco tristes, por la propia idiosincrasia de desgarro que conlleva el hecho de madurar para enfrentarse a un mundo adulto hostil. Pero la tristeza infantil en un adulto hace pensar en otra cosa… No en alambicados traumas enquistados, o en morbosas e inconfesables biografías. Aunque, en ciertos casos, (sin entrar a valorar ninguno) puede haber algo de eso…
Pero lo que, más bien, parece asomarse sutilmente en las páginas, y (ya más obvio) en los rostros de los autores infantiles, es el cansancio, simplemente… El tedio de un Peter Pan entrado en años que, harto de luchar en vano contra el Capitán Garfio de la mediocridad y la hipocresía adultas, rinde armas al fin. Y acepta crecer muy a su pesar, encadenado a un sueño, como Segismundo en su gélida mazmorra. Pero en el camarote del barco pirata de Garfio, no tan frío éste y abierto a la aventura. Para que su castigada voz de bardo tímido se filtre, al menos, a través de una rendija de la puerta. Y se escuche, eso sí, atronadora después, como un liberador grito de guerra una vez fuera.
En todas partes, pero sobre todo allí donde los niños (huérfanos de sí mismos siempre, como Pippi) no pueden tener voz, atrapados en su vulnerable soledad. En su orgullosa insignificancia siempre, esa que juega a los piratas con una adulta espada de mentira. Y con la espada de la mentira adulta, también…
Ojalá algún día esa tenue voz conjunta de los autores infantiles, por medio del vivo crisol del arte verdadero, vuelva a convertirse en un ardiente río de belleza, que haga que el hielo de Nunca Jamás se resquebraje de nuevo y para siempre.
Bonifacio Álvarez Gutiérrez.
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