Vivimos una vida estresante, apresurada, pero no somos como
caballos de carreras. Ojalá. Somos más bien como el galgo de un canódromo.
Seguimos, de manera irracional y apresurada, la gris estela de una impersonal
liebre mecánica, que ni podríamos alcanzar jamás ni nos alimentaría de verdad
aunque lográsemos tocarla, debido a que es sintética. Y la perseguimos sin
saber bien por qué tampoco, y sin disfrutar de veras la carrera. Así son la
mayoría de personas en este alienado mundo posmoderno. Y así era yo también…
hasta esa imborrable tarde en el cine.
No me crean todo lo
que les voy a contar en adelante. No cada detalle, al menos. Aunque los
detalles sí que importan, y eso lo he logrado aprender bien. Digamos que mi
singular historia es el sueño de una tarde de verano, que se desvaneció en la
noche… aunque duró luego eternamente.
Como hacía siempre,
dejé que Marta escogiera la película aquel viernes. Me daba igual una que otra.
No me fijaba en los matices por entonces, ni mucho menos me detenía a
disfrutarlos. Solo quería evadirme, rápido y fácil. Con tal de que el film no
fuera de terror o un romance ñoño, me bastaba. Las cintas de miedo me producen
carcajadas, en eso no he cambiado. Y las románticas me aburren, aunque en eso
sí que soy distinto ahora: antes, además de sueño, también me daban risa.
Y no fui yo el único
que cambié espiritualmente aquella tarde, créanme. Fueron muchas y variopintas
las personas que sufrieron una similar metamorfosis interior. En realidad,
todas las que llenaban aquella sala de cine… La cinta que escogió mi esposa por
mí, era una de tantas de acción extrema y violenta. Se desarrollaba en un
entorno estrictamente urbano, y trataba sobre el atraco al casino de una
moderna metrópoli, erigido este junto a un lago natural. Apenas comenzó la
proyección, la enorme pantalla se llenó de encapuchados con armas automáticas,
códigos de seguridad violados, vigilantes discretamente narcotizados con
cerbatanas, y otros masacrados en un intercambio de disparos cuando aparecían
de improviso para intentar frenar el robo. Luego, una escapada grupal del
comando atracador en helicóptero desde la azotea del casino. Y en una lancha
rápida después, cruzando el lago. Tras haber hecho estallar en una bola
ardiente la aeronave que aterrizó en la misma orilla. Para borrar, así, las
huellas de los sofisticados delincuentes y, de paso, marcar también la escena a
fuego en las absortas retinas de los espectadores.
Y eso solo fueron los
diez primeros minutos de metraje. Todo así de frenético, saturado y extremo.
Nada que ver con un entorno bucólico campestre… o con caballos. Salvo el
pacífico lago natural plagado de árboles, que servía de vulgar telón de fondo
estético. Con el que darle a las tensas meninges de los espectadores un fugaz
respiro tras el desbocado prólogo, hasta la siguiente catarata de acción
vertiginosa.
Y en realidad, eso fue
todo lo que vimos con atención los allí presentes, esa primera secuencia
trepidante con la que arrancaba la película. Fui yo quien, para el bien común
aunque no adrede, lo interrumpí todo de golpe. Y aunque puse fin, sin
pretenderlo, a la proyección en la pantalla, terminé cambiando el guion de
muchas vidas. Allí mismo, sin salir de la sala de cine. Si bien lo que yo hice
no fue nada espectacular tampoco, como sí que ambicionaba serlo la película que
privilegiaba el efectismo. Simplemente, no pude evitar fijarme en aquel caballo
tan bonito…
La lancha rápida de
los atracadores, con ellos mismos y con su jugoso botín guardado en bolsas
dentro, desaparecía ya en la lejanía. Dejando una estela de espuma en la mansa
superficie natural lacustre, que contrastaba con el retorcido esqueleto
industrial del helicóptero envuelto en crepitantes llamas… Y en ese instante,
cuando la cámara se elevó para ampliar la panorámica y captar mejor la rauda
huida de la lancha, un hermoso caballo blanco invadió la escena al trote y
desapareció enseguida. Fue visto y no visto, pero fue inolvidable también.
Estoy seguro de que aquel bello animal salvaje se cruzó espontáneamente frente
al objetivo cuando el equipo de filmación rodaba la secuencia. La estructura de
la aeronave en llamas era claramente real, no un superpuesto efecto digital de
quita y pon. Así que supongo que dejaron la escena como estaba, para no tener
que repetirla invirtiendo más dinero y esfuerzo. Además, el espontáneo equino
creó un bello contraste épico con las llamaradas gracias a su bruñida piel
blanca, su tensa musculatura poderosa y su dorada crin al viento destellando
con el fuego. Fue solo un mágico instante, que a mí me dejó embobado. Y en la
penumbra de la sala en relativo silencio, no pude reprimirme:
— ¡Qué caballo tan bonito! —dije a Marta, en un susurro más
bien alto. Y ella me miró un segundo, incrédula. Soy de los que odian molestar
en el cine, y también que lo hagan otros. No sé qué me pasó. Pero como me
ignoró, insistí.
— ¡Calla, me distraes de la película! —protestó.
—Es que es un caballo muy bonito, no me digas que no
—Persistí, cuando no quedaba rastro del animal en la pantalla, que mostraba ya
la siguiente secuencia con los atracadores repartiéndose el botín con euforia
en un garaje.
— ¿Qué dices? ¿Qué caballo? —Ella no daba crédito ni
recordaba ya al bello animal, aunque lo había visto bien igual que todo el
cine, hacía tan solo un minuto.
— ¿Cómo? ¡Pues ese blanco tan bonito! ¿Cuál va a ser? —Me
indigné yo, subiendo cada vez más el tono de voz sin darme cuenta. Marta se
contagió y elevó la voz también un poco, tras meditar un segundo.
—Ah sí, el del lago —dijo—. Sí, sí que era bonito. Ya calla,
veamos la película —sentenció, algo tensa. No quería que nos regañaran por el
bisbiseo, que había subido al nivel de un murmullo ya.
— ¡Qué espécimen tan impresionante! —Yo seguí en mis trece,
sin ceder—. ¿Recuerdas la exhibición de potros que vimos en Cádiz? ¡Qué bello
espectáculo! Y lo bien que lo pasamos...
—Sí me acuerdo —replicó ella, un tanto incómoda— Calla ya, o
nos llamarán la atención— dijo. Temía más el qué dirán, que el hecho mismo de
molestar nosotros al resto del aforo con el murmullo que subió de volumen.
—Luego fuimos de ruta ecuestre en grupo —Insistí yo como si
nada, y casi a viva voz—. Por poco te derriba aquel percherón un par de veces,
¿te acuerdas?
—Es que el bicho ese era nervioso— replicó ella, de pronto
relajada y con la voz algo fuerte también— ¡Qué miedo pasé! Aunque también fue
emocionante.
Al final sí que
incordiamos a la audiencia, cuando nos desentendimos los dos de la película a
la larga. En la fila de enfrente, un joven hípster se molestó con nuestra
charla a media voz, aunque él tampoco se fijaba mucho en la pantalla grande…
— ¡Ya dejen de hacer ruido! —protestó cuando lo distrajimos
de su Tablet, en la que husmeaba buscando ofertas de comida macrobiótica.
— ¡Pero si no estás viendo la película, hombre! —Me defendí
yo— ¿Qué te importa? ¡Estamos hablando del caballo, déjanos en paz!
— ¿Qué caballo? —preguntó, desorientado, el barbudo
treintañero, que ignoraba adrede aquella cinta meramente comercial, tras haber
entrado en la sala por error creyendo que proyectaban una de Wes Anderson.
Aclaré su duda y tuvo que darme la razón, pues había visto el prólogo de la
película de reojo: “Sí que era un caballo guapo, sí” —aprobó, y volvió a
concentrarse en su tableta.
— ¿Se quieren callar todos? ¡Qué falta de respeto!—protestó,
rabioso, un señor maduro, al otro lado del pasillo que dividía en dos el patio
de butacas. Y hubo un ostensible murmullo general de indignación en el cine,
que secundó su reprimenda, al principio al menos…
— ¡No se meta! Hablamos del caballo del lago —Le reconvino a
viva voz el hípster, con un ojo en su dispositivo.
—Sí, ese blanco tan bonito. ¡No me diga que no se fijó en
él! —Le secundé yo, feliz al encontrar apoyo en alguien más que en Marta.
—Ah, ese —Meditó el señor enojado, calmándose de pronto—
Pues sí, sí que era un animal hermoso. Un camargue francés, creo yo…
— ¿Un camargue? ¡No me haga reír, no tiene usted ni idea de
caballos! —Le rebatió, escandalizado, otro señor de edad provecta sentado un
par de filas adelante—. ¡Era un lipizzano, hombre! —aseveró—. Los camargue son
gris claro, no blancos. Y no tienen tanta alzada— Le instruyó.
— ¿Está seguro? —El otro dudo aún.
— ¡Pues claro! Me crie en el campo, entre caballos. Soy de
Conil de la Frontera, en Cádiz, no le digo más— sentenció el experto.
— ¡Qué casualidad! Yo soy de Hozanejos, muy cerca de Conil.
¡Casi somos vecinos! —exclamó a viva voz entonces, con desparpajado entusiasmo,
un tercer señor de edad madura, desde la altura del anfiteatro él.
— ¡En Conil estuvimos nosotros de ruta ecuestre, y nos
encantó el lugar! ¡Fue una experiencia increíble! —Dijo Marta, a voz en grito,
feliz con la doble coincidencia. Levantándose ella incluso de su asiento del
patio, para que el tercer señor pudiera oírla bien desde arriba. Marta, tan
discreta y apocada siempre, se había motivado en exceso al final. Así que la
tuve que sujetar del hombro para que volviera a sentarse y no armara tanta
bulla.
— ¡Qué algarabía tan inconveniente! ¿De qué hablan?—
preguntó a su esposo una señora en la primera fila de butacas, cuando en la
retaguardia ya todo se había vuelto un desenfrenado parloteo. Era un tanto
redicha esa mujer. Y muy estirada también, incluso para aposentarse, rígida, en
su butaca. Entre ella y su esposo, se sentaba una esbelta niña de diez años, hija
de ambos.
—Hablan del caballo ese tan bonito que salió al principio,
creo —respondió él—. ¿No te fijaste, cielo?
—Sí claro. La verdad es que era un caballo elegante y con
buen porte —asintió la mujer—. Con mucha clase, diría yo.
— ¡Yo quiero un caballo! —gritó la niña.
— ¡No seas caprichosa, hija! —La reprendió el padre,
aleccionado por su esposa que levantó una ceja con disgusto—. ¿Cuántas veces
tenemos que decírtelo? Tendrás un caballo y lo que tú quieras si estudias bien,
ya sabes… —La estricta madre asintió al aprendido sermón con la cabeza.
En el resto de filas
y butacas del cine a pleno aforo, se reprodujeron conversaciones parecidas. A
los cinco minutos de mi primer murmullo a Marta, que desencadenó la verborrea
colectiva, ya nadie hacía el menor caso a la película. Pues ya todos hablaban
del caballo en la sala, admirativamente siempre aunque en diferentes términos.
A viva voz, para compensar la megafonía fuerte del film. Y de manera
distendida, como si estuvieran al aire libre en una concurrida feria, en vez de
en una sala de proyección climatizada pero cerrada a cal y canto.
Fue tal el pacífico
alboroto masivo, que el encargado de la sala ordenó prender todas las luces,
creyendo que se estaba produciendo algún tipo de altercado serio entre los
espectadores. Incluso se personó él en la sala, acompañado de un vigilante de
seguridad del multicine. Y entonces le sorprendió ver que todos charlaban allí
animadamente y de buen tono, sin pelea alguna. Unos de pie invadiendo el
pasillo, otros sentados en la moqueta del corredor mismo o bien correctamente,
en sus localidades asignadas. Y otros apoyando las manos en el respaldo de su
butaca abatible, para departir amigablemente con el desconocido que se sentaba
justo detrás. Sin atender ninguno a la proyección en la que los atracadores
previamente alborozados con su éxito en el robo, sí que se dejaban llevar ellos
por la ira en la ficción de la película. Y terminaban traicionándose y
asesinándose unos a otros por codicia, pues cada uno acabó queriendo quedarse
para él todo el botín…
Pero a ninguno de los
presentes le importaban ya los entresijos narrativos de la trama que mostraba
la pantalla, a la que dieron la espalda de manera unánime abstraídos en el
comadreo generalizado. Así que se mostraron ellos también muy sorprendidos,
cuando el gerente del cine irrumpió, alarmado, junto al circunspecto vigilante,
pidiendo explicaciones:
— ¿Qué está ocurriendo aquí? ¿Qué escándalo es este?
—No pasa nada, tranquilo. Hablamos del caballo ¿No lo vio
usted?—Le puso al día el señor maduro del anfiteatro, que había bajado hasta el
patio de butacas para conocer de cerca a su vecino geográfico.
— ¿Qué caballo ni qué…? —El gerente no daba crédito. Y traté
de ofrecerle una explicación mejor yo mismo, aunque tampoco quedó muy
convencido. Subrayó que él solo era un empresario. Y que, por tanto, su trabajo
no era molestarse en ver todos los estrenos que se proyectaban en sus salas. Ni
mucho menos su labor era fijarse en si salía de refilón en tal o cual película
un “bonito caballo” o un vulgar y feo escarabajo volador, lo cual para él venía
a ser lo mismo y además le importaba un comino.
La arbitraria
comparación con el vulgar insecto me sonó ofensiva. A mí y al resto de los
concurrentes, que le dedicaron al encargado del cine un sonoro abucheo cuando
él osó referirse a nuestro admirado amigo con semejante menosprecio frívolo.
Para apaciguar los ánimos y darle al gerente una ocasión de rectificar y
congraciarse con todos, se me ocurrió solicitarle que le pidiese él mismo al
operador de la cabina que volviese atrás la película, para proyectar de nuevo la
imagen del hermoso caballo albino en la pantalla también blanca. Todos
aplaudieron literalmente mi ocurrencia, con júbilo « ¡Sí, que salga el caballo!
¡Queremos verlo! ¡Queremos ver a Trotador!» Reclamaron a coro, no sin cierto
delirio cuando llegaron al extremo de bautizar al animal de la pantalla igual
que a un tótem. Y todo ello para pasmo del boquiabierto empresario, que creyó
estar siendo víctima de algún tipo de broma pesada.
— Pero rebobinar la proyección… No sé, no hay precedentes...
Va contra la política del cine interrumpir una película en marcha— objetó el
gerente, visiblemente nervioso. Muy descolocado con mi particular ruego, que
apoyaron todos.
—Da lo mismo, hombre, total nadie la está viendo— Le animé
yo, sin faltar a la verdad.
— Además, son todas iguales hoy en día —intervino el
vigilante jurado, en favor mío—. Las tomas de circuito cerrado que veo en mi
sala de control tienen más chicha, que ya es decir —sentenció con ironía—. Y
eso que solo salen allí perros meando en el farol que hay en la calle, y gente
dentro haciendo cola en la taquilla y sacándose los mocos o mirando el móvil
—explicó—. Es muy aburrido, créanme. Una vez sorprendí a un chico tecleando en
el teléfono y hurgándose a la vez, y casi le jaleo dando palmas.
Al final el gerente cedió a la presión general. Y acudió en
persona a la cabina del proyeccionista,
que tardó un poco en situarse:
— Pues eso, que quieren ver de nuevo no sé qué caballo,
están chiflados —le explicó el dueño del cine a su empleado—. Ya pagaron la
entrada todos, así que por mí como si les proyectas tu culo peludo en
cinemascope. Pero haz algo y hazlo ya, no sea que se amotinen en serio y me
destrocen el local.
— ¡Ah, el caballo ese del lago! —El proyeccionista hizo
memoria—. Pues sí, es un caballo muy chulo, la verdad… Puedo rebobinar el disco
duro de la peli, pero el caballo solo sale unos segundos… ¿Y después?
— ¡Pues ponlo en bucle, joder, que para eso me dejé un riñón
en el proyector digital nuevo!
El subordinado
obedeció e hizo eso exactamente: puso en bucle la imagen del caballo, a la que
quitó el sonido para que este no chirriase mucho al repetirse. En su lugar,
activó una suave música ambiental, gracias a la aplicación de su Smartphone con
la que podía controlarlo todo cómodamente a distancia. Y luego acompañó a su
jefe a pie de sala, en donde los espectadores celebraban ya con alborozo la
muda reaparición del animal hermoso y libre. Como no sufrían ya el zumbido
machacón de los altavoces envolventes, pudieron escucharse mejor unos a otros,
y la relajada charla mejoró mucho en adelante. Nada más ver la imagen del
caballo proyectada a gran escala, el gerente del cine tuvo que admitir que el
animal era sublime. Así que se adhirió, sin más, al clan de iniciados en el
esotérico culto al Espécimen Que Unió Ilusiones y Nunca Olvidamos. Pues, de
hecho, el hermoso equino habría de perdurar para siempre en la memoria de todos
los que estábamos allí. Persistente en ella lo mismo que su estilizada silueta
repetida ad aeternum igual que en una cinta de Moebius en la pantalla del cine
aquella tarde.
Para engrosar el
grupo incluso más, se sumó a la repleta sala de cine gente externa, atraída por
el animado ambiente nuestro. Entre otros, el personal de limpieza y de
taquilla. Y también algún que otro espectador de los que habían terminado de
disfrutar la sesión previa de un estreno distinto en otra sala. Se añadieron también
los que vendían cubos de palomitas y refrescos fuera, que repartieron sus
golosinas gratis entre los presentes con la satisfecha aquiescencia del dueño
del negocio. Al final, aquello era una fiesta. Apareció también allí
inesperadamente, empujando su carrito, un vendedor callejero de gofres y
perritos calientes que se colocaba siempre a la salida del cine de forma
estratégica. Y muchos en la sala, hartos de las palomitas, le compraron gofres.
Pero casi ninguno quiso probar las salchichas, por miedo a que contuvieran
carne de caballo… La excepción la hizo el barbudo hípster de la Tablet. Al que
tentó el olor de los perritos con mostaza y pidió uno, pese a llevar años
siguiendo una estricta dieta macrobiótica. Pero es que allí cambiaron muchas
cosas, de repente. Todos los de aquel local, tan desconocidos y tan diferentes
unos de otros, nos sentimos un poco menos rígidos, más confiados y más libres.
Más humanos, en suma. Y algo más cerca de las demás personas, pues sufrimos una
sutil metamorfosis. La cual fue imperceptible en apariencia, pero profunda en
esencia a partir de aquel detonante anecdótico de gallarda estampa y sueltas
crines.
El propio hípster
hizo buenas migas con el proyeccionista, al que invitó a un gofre. Pues
compartían ambos la misma preferencia por el cine independiente y no adocenado
y fabricado en serie, aunque solo el barbudo se encaprichó con las salchichas.
Los dos maduros vecinos gaditanos se hicieron amigos, allí mismo. Y hasta
descubrieron que tenían ciertos lazos familiares, gracias a su desenfadada
charla mutua. Marta se animó a unirse a ellos. Y abandonó ya cualquier atisbo
de timorato retraimiento, al contagiarse por completo de la natural
extroversión de los dos hombres de campo. Confesando a ambos sin asomo de
vergüenza y mediante una desinhibida mímica incluso, sus ridículos apuros con
el inquieto percherón aquel de nuestra antigua ruta ecuestre, por una vez sin
miedo a ser juzgada o sufrir burlas.
El vigilante de
seguridad convenció a los inflexibles padres de la primera fila, para que
dejaran a su pequeña hija prepararse como bailarina —lo cual era su sueño— sin
abandonar por ello los estudios. Cuando esta demostró allí mismo que era
literalmente flexible ella sí, logrando tocar su propia nuca con la punta de un
pie antes de hacer un salto de media luna sin manos. Para rematar la exhibición
circense y con la ayuda de un pequeño empujón del vigilante como arranque, la
chiquilla cruzó el largo pasillo enmoquetado entre butacas por medio de un
agilísimo flik flak múltiple de espaldas, que arrancó un aplauso entusiasmado
de los allí presentes. Luego, el proyeccionista usó su movil para hacer sonar
distintos géneros de música en la sala, a petición del respetable y como si
fuera él un disc jockey. La niña acróbata se esforzó tratando de enseñarle a su
patoso padre algunos pasos de street dance. Y luego su encorsetada madre
demostró ser mucho más dúctil de lo que cabría esperar de ella, cuando se soltó
a bailar tanguillos de Cádiz con los dos oriundos de esa tierra, y con bastante
estilo por cierto... Yo me abracé después a Marta en un íntimo bolero. Mientras
los padres de la niña hacían lo propio, y ésta le enseñaba ahora la sencilla
rutina del bolero al agarrotado hipster, que en su vida había bailado cosa
alguna y la pisó varias veces... Después, el gerente del cine se defendió bien
bailando un tango con una taquillera. Al unísono con el vigilante de seguridad
y el proyeccionista, que improvisaron como pareja masculina, sin complejos.
Finalmente, sonó un alegre pasodoble que bailamos todos.
Al final y entre
ocurrencias, bailes, conversación y risas, la espontánea verbena se prolongó
hasta bien entrada la noche, con el caballo en bucle como telón de fondo.
Cuando abandonamos el cine por fin, nos sentíamos distintos. A nosotros mismos
y al resto de la gente, que nos vio emerger del edificio como si hubiésemos
salido vivos de un naufragio. Con el manso abatimiento dulce que sigue a la
vorágine marcado en nuestros cuerpos cansados. Y también en nuestros rostros
imbuidos de una especie de paz lánguida, que más bien era alivio por haber
vuelto a pisar el suelo firme después de nuestro arrebatado ensueño. Todos
sentimos la bendición del relente nocturno en la piel al dispersarnos en la
puerta como él se dispersó en nosotros: ingrávido y fresco, igual que un aire
nuevo. Y más de uno miró arriba, buscando alguna rutilante estrella en la
tupida contaminación lumínica.
Todos cambiamos, sí,
desde aquella singular jornada. Estoy seguro de ello, aunque nunca volví a ver
a los que nos acompañaron en la sala. Yo mismo, como les dije, empecé a
saborear mejor la vida y sus matices más pequeños. Y Marta dejó de ser tan
introvertida y paranoicamente cautelosa.
Al día siguiente de
nuestra singular experiencia en el cine, leí por vez primera el periódico de
cabo a rabo, hasta los anuncios. Aunque la curiosidad me picó fuerte. Así que,
antes que nada, busqué la crítica de la película sobre el atraco al casino, en
el espacio de la sección de cultura que firma cada sábado un célebre analista.
Ya saben, ese tan amargado y gafapasta que siempre encuentra pegas…
Pues resulta que le
encantó la película al tipo. En su entusiasta y pormenorizado panegírico, tuvo
encendidos elogios para todo: el director, los actores, el guion, el sonido, la
escenografía, el vestuario, y hasta la efectista explosión del helicóptero. No
dejó un aspecto visual, sonoro o narrativo sin reflexión ni halagos. Ni uno.
Pero, aunque sé que les parecerá inaudito, no hizo mención alguna al caballo.
Ni una sola palabra, se lo juro. Ni una maldita referencia a un caballo tan
hermoso en toda su detalladísima reseña. ¿Pueden creerlo?
Aunque tampoco es tan
extraño, así son los críticos siempre. Está claro que el muy idiota ni siquiera
vio toda la película.
© Bonifacio Álvarez.