Laura
jamás rompió un plato. Nunca. Eso era imposible. No es que no fuese imperfecta,
ni tampoco que jamás fuese caótica. Ordenada sí era, y mucho. Pero también algo
revoltosa alguna vez. Y a veces descuidada, igual que todo el mundo. Simplemente,
la entropía huía de ella. Como de un muelle deformado con tenazas que regresa a
su estado primitivo sometido al fuego de un soplete.
Ella nunca rompió un plato. Fuerza en las
manos sí tenía, pero no estaba en sus manos hacer eso. Ni de niña con su tímida
torpeza pudo nunca, ni de adulta con su confianza desenvuelta. Y tampoco eran solo
los platos en sí (que también), o cualquier vajilla o cosa frágil. Es que Laura
no podía romper nada, simplemente, por más que lo intentase. Ni material ni emocional
tampoco. Aunque lo aplastase al volante de una apisonadora auténtica. O aunque
lo sometiese al gravoso peso de su ira, o al cortante filo de su indiferencia. Ella
era así, sin parangón. Cuando nació, rompió su molde. Y ya nunca volvió a
romper nada.
De pequeña y en la escuela, la tenían por una
alumna muy discreta. Jamás hablaba sin que le preguntase antes la maestra, pues
ella era incapaz de romper el silencio por sí misma. Cuando hacía cola en el
comedor con su bandeja, o en clase de gimnasia para saltar el potro, se ponía
siempre la última, pero no por retraimiento: temía verse obligada a romper ella
la fila.
En clase de ciencias la dejaban usar con
libertad, como si fuera adulta, los frágiles tubos de ensayo y los matraces conteniendo
tóxicos reactivos. Pues sabían que jamás podría causar una catástrofe si se le
resbalaban y rompían al caer. Las matemáticas, en cambio, no las conseguía
llevar bien, pues se le resistían siempre las divisiones y quebrados.
Laura era feliz cuando veía un abrefácil, y
había que entregarle los regalos desenvueltos. A veces se sentía rara y sola. Y
entonces la dejaban desahogarse en la cocina. Jugando ella a derribar pilas de
platos de cerámica, hileras de vasos de cristal fino, y pirámides de tazas de
loza. Para ver cómo rebotaba todo ello en el suelo como si fuera de goma cuando
ella lo empujaba, sin hacerse añicos. O cómo descendían los objetos muy
despacio y oscilando a veces, como plumas al caer, sin dañarse nunca nada. Aunque
terminó por aburrirse de ese juego.
Cuando cumplió 10 años, su padre la llevó a un
psiquiatra para pedir consejo y entender mejor la peculiar rareza de su hija:
— Verá doctor, estoy muy preocupado —dijo—. Mi pequeña, ahí donde la ve, no es capaz de romper
un plato.
—Hombre —contestó el médico, sin
alarmarse mucho —; hay chiquillos algo retraídos al principio. Luego con la
adolescencia se vuelven todos más inquietos, ya verá. No se queje ahora, que
echará de menos tanta calma…
—No me ha entendido —replicó el padre,
e hizo un gesto convenido a la niña. Esta se levantó de la silla de cuero en la
que estaba hundida en la consulta. Y para espanto del médico, que no esperaba un
arrebato semejante, se puso a arrojar sin más al suelo y a golpear con saña todo
lo que encontró a su paso en el despacho, y con la mayor fuerza que pudo:
muebles, libros, instrumental clínico, adornos… En concreto, se enzarzó con un
gran diploma enmarcado que, primero, descolgó de la pared. Intentó luego romper
su marco a golpes contra el suelo. Se subió encima de él, saltando allí como si
fuese una colchoneta. Y finalmente golpeó de forma repetida el cristal que lo cubría
contra una aguda esquina de la lujosa mesa de caoba en la que estaba sentado el
estupefacto médico, sin causarle el menor rasguño a aquel objeto. El doctor permaneció paralizado por el pasmo todo el
tiempo. Sin atreverse a poner freno a los desquiciados manejos de aquella
turbulenta fiera enana, aunque temía seriamente que le destrozase la consulta. Pero
ni el cristal, ni el marco, ni el diploma, ni el resto de objetos que la
chiquilla sometió a un rabioso esfuerzo destructivo, sufrieron el más mínimo rasguño
o desgaste tras la intensa prueba. La niña, muy bien educada, lo volvió a dejar
todo en su lugar exacto. Inalterado y limpio, sin que su padre necesitase recordárselo.
Incluido el incólume diploma que ella misma regresó a su sitio en el muro,
colocándolo bien recto como colofón de su teatro. Y se volvió a sentar en la
silla entonces, atusándose la melena algo revuelta con un pequeño peine como si
tal cosa…
Todo quedó pulquérrimo e intacto, como si nada
hubiera sucedido tras el fallido destrozo. Y el psiquiatra reaccionó por fin,
aunque impresionado todavía. Se levantó él y se dirigió despacio y en silencio a
una vitrina apartada en un rincón. La cual previamente la niña había intentado hacer
astillas en vano, usando brutalmente el mazo con el que el doctor medía los reflejos
de sus pacientes. Ahora, él extrajo del pequeño armario intacto una delicada
porcelana que había comprado en un viaje por Asia. Y se la entregó
muy serio a Laura, como si su escéptica mente racional requiriese una prueba
última y sólida de la cualidad extraordinaria que impedía a aquella niña causar
daños al mundo. La muy frágil figura representaba una pizpireta mujer de
sonrosadas mejillas tañendo un zheng envuelta en un kimono. Laura, sin
levantarse del asiento, la golpeó con energía contra el mismo extremo de la
mesa a su alcance, el cual había usado ya en su vano intento de hacer pedazos
el diploma. Nuevamente fracasó, y la quebradiza figurilla resistió el castigo sin
sufrir la más mínima fisura. Para rematar la prueba, Laura le mordió la cabeza
a la estatuilla con alevosía, como queriendo arrancársela. Pero no le causó
ninguna muesca con su dentadura. Se la devolvió indemne al médico, al final. Encogiéndose
de hombros y mirándole muy seria, como diciendo “lo intenté”. Entonces el
doctor dijo él en voz alta: « ¡Asombroso!
». Y tuvo que admitir que aquella chiquilla peculiar
totalmente incapaz de romper nada, sí que podía triturar la lógica científica
ella sola. Así que no supo qué tratamiento médico aplicarle, ni qué diagnóstico
hacerle, si es que precisaba alguna de ambas cosas. De modo que los dejó a ella
y a su padre irse de la clínica sin aconsejarles nada. Y Laura creció después
de esa manera: sin demasiada ayuda ajena, y sin que nadie pudiera comprenderla
bien.
Cuando se hizo adulta consiguió trabajo
reparando máquinas. Odiaba la electrónica, así que no arreglaba mucho. Pero no
la despidieron, porque tampoco rompía nada. Y ella, aunque detestaba su empleo, era incapaz de romper cualquier contrato con la empresa. Pues Laura no
podía destruir nada jamás: físico, mental, emotivo o simbólico. Absolutamente nada.
Tampoco el corazón más frágil…
Por eso, cuando se hartó de su primer y único novio,
fue incapaz de romper con él, por miedo a herirlo. De modo que terminaron
casándose. Aunque ella tardó en animarse a tener hijos, pues temía no ser capaz
de romper aguas. Y cuando tuvo al fin su único y frágil bebé en brazos, le
consoló saber que no lo podría dañar nunca. Aunque decidió cuidarlo bien, mejor
que nadie. Vigilando siempre para que nadie lo rompiera.
Cuando libraba en el trabajo, tenía muchas
aficiones. Pero al final se aburría siempre, sin lograr romper con la
monotonía. Le gustaba cocinar pasteles de nuez. Pero ella era igualmente incapaz
de cascar sólidas nueces o endebles cáscaras de huevo, de modo que pedía ayuda para
eso a su familia. Aunque lo que más disfrutaba eran sus pinceles. Pintar era su
pasión, y lo hacía siempre con un estilo clásico. Hasta que un día se cansó y quiso
innovar algo, pero nunca consiguió romper las reglas académicas.
Como a todo el mundo, a Laura le costó
alcanzar la madurez. A veces se engañaba a sí misma y se hacía daño. Pues creía
erróneamente que, al no poder hacerle mella al mundo, el mundo no podría
herirla a ella. Incluso se odiaba alguna vez por sus errores propios, y le
tentaba la idea de romper con todo. Empeñada en hacer borrón y cuenta nueva en
sus fracasos, hasta que comprendió que no podía romper lo que ya estaba roto.
Un día, el caos más doloroso destrozó de
súbito su ordenada vida. Su pequeño hijo y su esposo murieron cuando iban en un
coche, que fue arrastrado por la ruptura de una presa, y Laura quedó rota por
dentro. Buscó rápido un plato, con la esperanza irracional de conseguir romperlo.
Quería usar el filo de un trozo cualquiera para cortarse las venas, y decirle
adiós, así, a su existencia destruida. Pero el plato resistió, aunque lo machacó
con furia. Así que Laura rompió a llorar, hecha pedazos.
Decidió romper con el pasado tras el drama
familiar, e hizo ella sola (y muy sola) las maletas. De camino al tren, rompió
a llover, y terminó empapada. Y luego, ya segura en su destino en la costa, el
sol salió por fin. Pero ella contempló, triste, el rompeolas. No sabía si la
espuma del mar era algo roto o algo entero. Y sospechó que, debido al gran
dolor que la había quebrado, su propio espíritu se había vuelto así también: informe
y fútil, como espuma.
Pero
se consoló al ver el océano, y lo pintó bien con sus pinceles. Malvivió como
artista ambulante al aire libre por un tiempo, vendiendo paisajes marinos simpes
y caricaturas a los turistas que pasaban. Pero con el invierno ya no pudo.
Necesitaba un ingreso sólido y un techo. Y postuló como empleada de un bazar de todo a
cien, repleto de horrorosas cerámicas baratas. La contrataron enseguida, porque
no podía romper nada. Y Laura aceptó por eso mismo: porque sabía que ella no
tendría que pagar los platos rotos, por mucho que estableciese eso el contrato ya
escrito. Pero debido a que necesitaba de verdad ese trabajo, tuvo que transigir
de mala gana con estafar a la clientela. Defendió su puesto con uñas y dientes,
así, pero de forma literal también. Haciéndoles creer a los que entraban en la tienda, mediante
bruscas demostraciones evidentes, que la basura que se vendía allí era
irrompible.
Se cobijó en un apartamento antiguo, dentro de un destartalado
bloque a punto de derrumbe. Pagaba un alquiler humilde, como el lugar mismo y
sus antipáticos vecinos. Para no sentirse sola, se rodeó de gatos de siete
vidas (irrompibles). Para no sentirse rota, se rodeó de cosas eternas (sus
libros de pintura).
Y de esa forma vivió Laura un par de lustros,
resignada y discreta como ella había sido siempre. Y tras no haber sucedido
nada en mucho tiempo, pasó todo de repente: el caos final. El vecindario alertó
a las autoridades de que algo muy grave ocurría en el hogar de Laura últimamente.
Se escuchaban golpes, crujidos, alaridos, carcajadas, maullidos terroríficos, desgarrados
llantos… pero nunca objetos rotos. Finalmente, una mañana se oyó una explosión muy fuerte dentro.
Y la puerta del piso de Laura se abrió sola con la onda expansiva, en medio de
una gran nube de humo blanco. Los gatos aprovecharon para huir despavoridos, y luego el humo se desvaneció enseguida sin
dejar rastro alguno.
Acudieron los bomberos y la policía con urgencia. Y el
primer detective en acceder a la vivienda a través de la entrada franca con el
pestillo intacto, vio rotos todos sus esquemas en el acto. Esperaba encontrar
un escenario dantesco, tras haber interrogado a los espantados testigos: un
holocausto de cadáveres felinos, sangre, locura, desorden… Pero lo
que halló fue justo todo lo contrario. La vivienda estaba limpia y reluciente
en grado extremo. Y con todo en un estricto orden rebuscado, obsesivo. Demasiado
perfecto para poder vivir en él, como en una casa museo.
Por eso el policía encontró a Laura muerta, pero
con una sonrisa beatífica en el rostro. Tendida en su impoluta cama con la
melena bien peinada y un peine pequeñito en su fría mano. Y a su lado, pintado en un lienzo, había un plato roto.
© Bonifacio Álvarez.
Muy bueno Bonifacio. Me encantan estos temas. Curiosamente, en la universidad tenía a un amigo que decía que, cuando pequeño, nunca recogía su cuarto por temor a destruir un planeta al otro lado del universo, o por lo menos eso le decía a su mama... Saludos!
ResponderEliminarPerdona, se perdió tu comentario y el de Juanjo como spam. Lo de destruir el planeta es curioso. Supongo que de mayor siguió usando la misma excusa para no limpiar su cuarto de estudiante...
EliminarGracias por comentar.
Genial Bonifacio.
ResponderEliminarUna gran metáfora de la vida.
Para mi esa imposibilidad de romper representa el miedo generalizado a quebrar el estado de confort.
Emotivo final.
Enhorabuena.
Perdona, blogger mandó los comentarios a otro sitio. Lo del miedo a romper el confort es una posible lectura, sí. Lo que ocurre es que el confort a veces es una forma de sentirte seguro cuando el exterior no te garantiza eso. Supongo que es como mantener el equilibrio con una pila de platos... sin romper ninguno. Pero tú visión es válida, sí.
EliminarGracias por comentar, me alegra que te haya gustado.