La vieja prisión se alzaba en lo más alto de la
colina de una isla. Solo quedaban un último
prisionero y un último guardián allí, ambos de edad madura, que se habían
terminado haciendo amigos. No les quedaba otro remedio: no había más habitantes
que ellos dos en aquella isla apartada. Charlaban a través de la reja del
portón de acero de la gran celda en penumbra, excesiva esta en tamaño para un
único ocupante, aunque demasiado estrecha para el ansia de libertad de un ser
humano. Jugaban al ajedrez apoyando un pequeño tablero en la portezuela
abatible, en la que el guardián le dejaba al reo la comida diariamente.
Con tanto compadreo durante años, se
terminaron pareciendo los dos mucho. Eran casi la misma persona, solo que cada
quien vivía a un lado de la puerta de acero inexpugnable. Uno de ellos (cualquiera
de los dos) anhelaba ser libre de verdad, aunque sin ira, vagamente. Y el otro (también
cualquiera de ambos) se frustraba él sí con rabia por no poder ser libre
totalmente, aunque sí lo fuese en espíritu. Se turnaban en ansiar la independencia
que ninguno de los dos poseía en el fondo en aquella isla apartada. Y también
en sentir cólera por carecer de ella, o bien pacífica resignación, por turnos
igualmente. Aunque no siempre se lo expresaban todo de forma abierta el uno al
otro.
Sí que
se contaban una y otra vez las mismas cosas (y en detalle) acerca de su pasado
y sus familias, y a veces también sobre sus sueños. Aunque el prisionero ya no
albergaba ilusiones. Sin esperanza alguna de abandonar su encierro físico, dado
que su condena penal era perpetua.
Para dejarle claro eso, aunque sin afán alguno
de ser cruel, el guardián era sincero con el recluso al que cuidaba. Y cuando
intuía que la melancolía le aprisionaba a este aún más que los propios muros de
la celda, le espetaba siempre lo mismo. Con una grave honestidad que buscaba
sacudirle de su abatimiento, pero sin dejar por ello de ser fiel a su vocación
de carcelero: «Mientras yo viva —le repetía siempre— jamás
saldrás de aquí»
El prisionero asentía con una sonrisa
resignada entonces, agradeciendo en cierto modo la sinceridad implícita en el descarnado
desengaño. Y cambiaban el tema de la charla ambos enseguida, o se concentraban
en las casillas del tablero. Al mediodía, cuando la antorcha cenital del sol se
filtraba por la reja de la puerta de acero, e iluminaba de lleno el amplio muro
encalado interior opuesto al de la puerta, como si este fuese un gran lienzo o la
pantalla de un cine, el recluso se entretenía en pintar allí un mural que
representaba una marina. En realidad, trazaba con delicada paciencia el propio
paisaje de la isla en la que se encontraban él, su guardián y la prisión misma
en la colina. Alzado todo ello sobre un envolvente y, en general, pacífico oleaje. No había podido ver aquel
entorno en décadas, desde que le encerraron para siempre en él sin posibilidad
de disfrutarlo. Pero su espíritu sí que lo podía intuir todo muy bien.
Era excelente imaginando, pero pintando era aún
mejor. En su juventud, había sido artista. Hasta que se olvidó de hacer buen
arte para hacer mala política, sin dejar por ello los pinceles. Se había
dedicado en aquella época lejana a elaborar carteles subversivos. Sin comprender
muy bien por qué quería él mismo rebelarse y transformar el mundo por las
bravas, si con su arte y con su amor apasionado por la vida él ya era un
ser feliz y completo. No obstante nunca fue extremista, solo partidario. Pero lo que le
perdió fue justo eso: para los de la facción contraria (los que le condenaron)
él era un radical, aunque solo fuese en realidad un tibio crítico del poder vigente, algo díscolo quizás. Y para los de la facción propia (los que le abandonaron a
su suerte) él era un traidor, y ello únicamente por negarse a ser un fanático
de veras. Al limitarse él a sojuzgar la realidad social con sus pinceles, de
manera estética en esencia. Sin animarse a contribuir a derribarla con
violencia frontalmente, tal como le exigían sus correligionarios.
De modo que el joven artista acabó
siendo una víctima de las contradicciones ajenas. Lo que le enredó en las suyas
propias más aún, al no tener un referente externo del que poder fiarse. Así que
dejó de pintar nada en el mundo, para terminarlo haciendo en una celda para
siempre, aislado de él.
Su amigo carcelero conseguía para él los
mejores químicos, utensilios y pigmentos que podía, y hasta le aconsejaba sobre
cómo y en qué proporción hacer las mezclas. Incluso le orientaba vagamente sobre
los detalles estéticos del bello mural que, poco a poco, estuvo casi terminado.
Un día, le alcanzó al recluso a través de la portezuela abatible el último frasco
de azul cadmio, para que pudiese rematar mejor un leve remolino en el manso océano
de su paisaje. Y le comentó:
—Tu arte tiene
vida, sin duda. ¡Qué bien dibujas el mundo, hermano, tal cual
es! Y sin necesidad de verlo con tus ojos. Tu alma capta lo externo con fidelidad
total, es asombroso. En el lugar preciso en el que está de veras, y con su apariencia
exacta incluso. ¡Ay, si de verdad pudieras ver lo que hay afuera, qué no
pintarías tú con tu clarividencia insólita! Lástima que nunca podrás salir de
tu covacha mientras yo esté vivo, ya lo sabes…
El preso sonrió, triste, en la penumbra. Tiznó
de azul el mar con su dedo, y se fijó en el girón níveo de una nube alta desgajada
por la brisa en la representación pictórica.
—Que las nubes se
disipen con el viento, pase —dijo, algo molesto—. Me es fácil rehacerlas. Pero estoy harto de pintar gaviotas sobre la
isla. Al final se van siempre volando cuando nadie las observa.
—Tus cuadros
tienen vida, ciertamente —dijo el guardián en tono reflexivo, mirando el mural con respetuosa admiración a
través de la reja—. ¿También se fue el último conejo? No lo veo.
—No estoy seguro. He
pensado que quizá se meten todos dentro de la madriguera —La señaló el propio
recluso en el mural.
La había bosquejado con pinceladas de ocre y
azabache entre unas matas, cerca de la entrada del presidio. El cual también
estaba allí representado, con su propio guardián diminuto (apenas una mota gris
de zinc) plantado ante la puerta:
—No me arriesgaré
a pintar ningún conejo más —concluyó, sesudo, el artista—; no sea que salgan todos
juntos de su hueco de repente como una marabunta, e invadan la colina.
—Así son los
conejos— Ironizó el guardián, y tosió un poco. Llevaba tiempo enfermo.
La noche siguiente fue muy fría, incluso
gélida. Cuando amaneció, el guardián tardó algo más de lo normal en traerle el
desayuno. Se lo anunció con la voz ronca y con respiración asmática, y le dejó
algo de fruta en un plato en la ventanita de la puerta. Luego, se fue sin más,
sin darle charla alguna por aquella vez. Y al mediodía, cuando el pintor dio el
último y final retoque al gran mural, la voz del carcelero volvió a oírse. De
pronto nada áspera, como si se encontrase mejor ya. Aunque extrañamente hueca. Como
si le hablase al artista preso desde el inframundo. Y no a través de una gruesa
puerta de metal tras la que era el pintor, y no su centinela, quien padecía un
desesperanzador entierro en vida.
—Enhorabuena, veo que tu obra está completa
—dijo la voz del carcelero, refiriéndose al mural por fin concluso—; pero no
intentes engañarme —añadió—: tras ese promontorio en la bahía, asoma el sutil blanco
de una vela. Veo que estás listo para zarpar al fin…
—Tu crueldad me
hiere a veces, créeme —replicó el pintor con una mueca de sarcasmo, sintiéndose
humillado—.Te la voy a perdonar una vez más, por ser mi amigo. Mis cuadros
tienen vida propia, cierto. Pero yo no soy un mago ni un fantasma para poder
atravesar esa pared, como bien sabes —añadió, muy serio—. Pinté hoy mismo ese entrevisto barco oculto como amarga rúbrica a mi obra únicamente. Para recrearme en mi dolor de
una manera algo morbosa, lo confieso. Pensando con agridulce ironía en mi
imposible libertad.
—Cierto, tú no
puedes atravesar paredes —replicó la voz de su amigo—. Y yo tampoco soy un mago…
Ni siquiera para cambiar la ley yo por mi cuenta sin violarla, ya quisiera. Pero
recuerda lo que siempre te he dicho: «No
saldrás de esta prisión mientras yo esté vivo»
—concluyó. Y en ese instante, sonó un agudo chasquido.
Le
siguió un crujido profundo y un chirriar de goznes. Y la puerta de acero, que
daba al aire libre, cedió sola. Un haz de luz intenso invadió la penumbra de la
celda, entonces. Y el pintor se aproximó allí tímidamente. Terminó de abrir la
puerta él mismo, con una mano temblorosa. Fuera no había nadie. El resplandor del
mediodía cegó sus ojos de topo, que tardaron en acostumbrarse a la luz viva. El
súbito golpe de aire fresco le cortó el aliento. Allí afuera, a sus pies, en la
misma entrada del presidio, descansaba una maleta, conteniendo sus objetos
personales. Le asustó un raudo conejo, que le cortó el paso por sorpresa cuando
él comenzaba a avanzar ya con sus enseres empacados, aunque se esfumó enseguida.
Y entonces el pintor miró atrás un segundo, hacia el interior de la celda bien
visible con la fuerte luz y el portón abierto del todo. Dentro del colorido
mural, al fondo, la silueta pintada del carcelero acababa de salvar el
obstáculo de su propio animalillo dibujado, cargando su respectiva maleta. Y
miró atrás ella también por un instante, devolviendo una sonrisa al artista
cuando se encontraron las miradas de las dos almas gemelas. Luego, el guardián se
giró y siguió camino hacia la vela oculta a medias por el promontorio del
paisaje ficticio.
Y entonces el prisionero hizo lo propio, con
su maleta real y encaminándose él al peñón rocoso en la bahía auténtica, dispuesto
a abandonar la isla para siempre.
Ya nunca más tendría una sombra cuidándole día
y noche. Alimentándole, dándole conversación. Viviendo una vida real por él y
amenizando su tedio de continuo, sin que él tuviese que preocuparse por nada. Suya
era la responsabilidad ahora, y el trabajo. Suya también la incertidumbre, en
un espacio inmenso y peligroso abierto súbitamente para él. Y suyo era el
tiempo al fin, consciente de que no le sobraría en el futuro en demasía como para
despreocuparse de perderlo, tal como había hecho hasta ahora. Ya nunca más podría
ser él mismo siendo él a secas, tampoco. Ya no podría ignorar más al resto del enjambre humano y su
influencia, como una abstracción social inalcanzable. Ahora su soledad sería
compartida con muchos, sin duda. Con millares incluso, en una gran ciudad,
quizás. Y no con un solo individuo o consigo mismo, como estaba acostumbrado. Carceleros y presos todos los unos de
los otros allá donde él viviese, así sería su futuro. Siendo él un átomo más de una catarsis compartida
que, pese a aportarle su calor humano, en el fondo también sería una condena.
Tragó saliva ante la apabullante expectativa,
que le causó igual vértigo que la ladera escarpada. Y descendió, despacio, el empinado
altozano en dirección a la bahía. Midiendo cada paso bien, en pugna con la vacilante atrofia
de sus piernas huesudas, para no perder el equilibrio con la maleta o resbalarse.
Suspiró aliviado, ya en la playa,
al vislumbrar la vela hinchada por el viento. Por fin había dejado de ser
libre.
© Bonifacio Álvarez
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