“Quiero poner aquí vna
memoria que hallé, siendo recién proffeso, en vn libro de pergamino del qual
hace mención el señor obispo de pamplona. En él estaba la regla Sancta, en el
más cerrado lenguaje castellano antiguo que yo he visto y entiendo… Estaba
también en este libro una memoria notable de dos hermanos… nacieron de un
vientre y en un día, meluzos tan parecidos que no se podían estregar.
Estudiaban juntos, sabían tanto uno como otro… murieron de una misma enfermedad
y a una misma hora. Dexaron muy buena opinión y mucha admiración de su
semejanza”
Historia del Real Monasterio Benedictino de
San Claudio de León,
Eloy Díaz-Jiménez y
Molleda.
-I-
Los campanarios son
todos parecidos, y de piedra. Pero su alma es una campana de bronce, y cada una
suena diferente. En el de la abadía de San Claudio, bien entrado aquel remoto
anno Domini de 1325, ocurrieron de pronto dos milagros, uno malo y uno bueno.
El malo fue que su campana propia de metal, pese a llevar grabada la preceptiva
inscripción “Fulgura frango” para conjurar tormentas, atrajo un rayo mortal que
se transmitió por la soga humedecida por la lluvia aquella noche, atravesando sin
piedad al desprevenido monje campanero. Él la tañía tenazmente, con la ingenua intención de proteger al monasterio
del diabólico temporal nocturno de aquel ruidoso modo... Pero la brutal descarga
eléctrica lo mató en el acto, cebándose en su ingle, cuando él se aupó a la
soga como si fuese una liana para tirar más fuerte. Y dañó también muy
seriamente el campanario, pues destrozó la cúpula de piedra, haciendo que sus pesados
restos cayeran dentro libremente sobre el maderamen estructural del edificio. Erosionando
en parte el ábside y a punto de derribar la torre por completo…
De modo que el
campanario quedaría inutilizado por décadas, sin dinero suficiente para su costosa
reforma. Y semejante fúnebre suceso, fue entendido por el abad del monasterio
como un castigo directo para la inmoral concupiscencia de aquel monje en
concreto. Pero también lo interpretó como una exhortación divina para que todos
los demás (incluido él mismo) mantuvieran de manera estricta el decoro
benedictino de la orden, lejos de tentaciones mundanas. Si no querían que se
derrumbase la propia ciudadela del monasterio en su monumental conjunto erigido
en la misma cúspide de un cerro. Tras aquel severo aviso del Altísimo que malbarató
la espigada torre que remataba la elevada colina. Las cuales, colina y torre,
eran altas sin duda, aunque no tan elevadas como él mismo.
Dado que resultaba
imprescindible alguna clase de tañido para organizar los rezos y avisos en la
abadía, se acordó en cónclave erigir de una manera provisional (que terminó
siendo indefinida), y sobre la misma sala capitular de las reuniones, el
sencillo mural plano de una pequeña espadaña, no mayor que la de cualquier humilde
ermita montañesa. Pero antes, y tras el milagro malo, el milagro bueno vino
pronto. Y fue que, ya cuando escampó aquella misma mañana después de la
tormenta nocturna, y cuando desalojaron con premura el chamuscado cadáver de la
torre medio en ruinas con el alba, apareció al pie de la misma un gran cestón
de mimbre con dos bebés gemelos idénticos que, al crecer, sonaron ambos muy distinto,
igual que las campanas… Uno sonaba grave (hasta en la voz) como campana romana,
pues su carácter era ese. Muy cabal, introvertido y estudioso, se convirtió
pronto en uno de los mejores copistas, que trabajaban con paciente y
concentrada laboriosidad en el scriptorium de la abadía, reproduciendo sin
descanso textos sacros. El otro, de temperamento más jocundo y cuerpo y lengua
ágil, era, en cambio, agudo como campana esquilón. Y, a veces, parecía un
carrillón lleno de notas alegres, que retumbaba sin descanso en todas las
cabezas. Causando jaquecas en ellas muchas veces, dado su irreverente y ruidoso
desenfado, que desesperaba a los monjes y sobre todo al abad, bastante anciano
él ya como para lidiar con tanto sobresalto… El gemelo más serio, llevaba por
paradójico nombre el de Teobaldo, que significa audaz. Aunque el único
atrevimiento que le permitía su apocado carácter, era el de guardarse algún que
otro higo en el hábito y comérselo a hurtadillas, cuando descansaba su visión
de la escritura para cuidar el huerto junto a los demás monjes. El gemelo
casquivano se llamaba Odo, que significa riqueza, si bien él era tan pobre como
cualquier humilde alma benedictina allí…
Aunque sin duda él resultaba mucho más osado que su hermano, hasta el
extremo de la temeridad a veces. Solo se mantenía juicioso y reconcentrado por un
rato, como si de su propio gemelo escribano se tratase, cuando se sentaba a componer
tonarios con ayuda del órgano de la iglesia. La música sacra era su pasión. Pero
enseguida se aburría de ella, como si el gran órgano de tubos se le quedase
pequeño y fuese más bien un diminuto armonio para él… Así que abandonaba los
responsorios y antífonas para enredar con su presencia por toda la abadía en la
que, no obstante, era bien querido y valorado por su rara habilidad para crear
el caos por un lado, pero ordenarlo mañosamente por otro y hacerse perdonar con
creces… Recomponiendo con su talante industrioso y su avispada inventiva
cualquier cosa mundana que se descomponía en el monasterio, incluidas las que
dañaba él mismo con su proceder desordenado... Salvo la gran campana, que nunca
tuvo medios ni permiso para reparar.
Aunque sí sabía perfectamente cómo
hacerlo, tras haber estudiado de forma concienzuda, en la biblioteca conventual
aneja al escritorio, los viejos planos de la torre que le facilitó discretamente
su propio hermano erudito. Ni siquiera poseía Odo la licencia del abad para
subir a las precarias ruinas que llevaban abandonadas cinco lustros, los mismos
que tenía de edad él. Aunque ascendía a veces la empinada escalera de caracol a
escondidas. La cual estaba tan dañada por el rayo en sus últimos peldaños, que Odo
tenía que terminar siempre la ascensión trepando a pulso algunos metros igual
que una lagartija... Cosa que no le resultaba muy difícil ni demasiado riesgosa,
siendo él poseedor de una anatomía innata tan flexible y desenvuelta como su propia
inteligencia y su dicharachero verbo.
Así que aprovechaba el
breve lapso diario de asueto de los monjes antes de la oración de vísperas. Y,
ya que no podía ponerse manos a la obra con sus conocimientos de albañil, usaba
el inutilizado campanario como refugio para toda clase de criaturas silvestres.
Odo amaba la naturaleza y a sus seres, como si fuese franciscano y no
benedictino. A veces los criaba desde cachorros, si se perdían o quedaban
huérfanos. Y a veces los rescataba siendo adultos en cualquier parte del cerro sobre
el que se alzaba la Abadía, curando sus heridas si habían caído en una trampa o
habían sido atacados por un animal mayor que ellos. Una vez cuidó de un
cachorro de lince tan vivaracho y revoltoso como él mismo. Lo habían abandonado
a pie de torre igual que hicieron con él y con su hermano antaño. Y hasta que
el animal creció lo bastante, Odo pensó erróneamente que se trataba de un gato
común, en vez de uno salvaje.
De hecho, lo adiestró para
cazar los ratones que roían sin piedad los libros sacros de la biblioteca, que
tan pacientemente iluminaban Teobaldo y el resto de ensimismados amanuenses en
el scriptorium. Pero cuando el lince se hizo adulto, causaba más destrozos de
los que evitaba, con su instinto salvaje imprevisible como el de su dueño. Así
que Odo tuvo que dejarlo libre en la sierra que rodeaba la abadía, y
sustituirlo por un gato corriente más fácil de domeñar, como su dócil hermano… También
elaboró un ingenioso sistema de gateras, para que el nuevo felino doméstico pudiese
deambular de forma libre y furtiva en su ronda de caza sin dejar un roedor
vivo: de la bodega a la cocina, de la cocina al refectorio, del refectorio al
claustro, de este a la biblioteca, de la biblioteca a la sala capitular, de la
sala a la iglesia… y de nuevo a la bodega finalmente, en la que le daban de
beber y pernoctaba, exhausto, dentro del mismo cesto de mimbre que había
contenido antaño a los gemelos, y ello tras una circular y agotadora ronda
diaria por toda la abadía... Y para completar su inteligente iniciativa, que
partió de la idea de proteger solo los libros, Odo puso la guinda en ese logro
concreto. Así que construyó un anaquel con celosías para los tomos más
valiosos, bien elevado y lejos del alcance de cualquier rata o alimaña. Y
además de al gato, adiestró a un murciélago, que una noche se desorientó y se coló
con el estruendo de su aleteo a través de un vano del arruinado campanario. Con
su brusca invasión, se golpeó con la enorme campana que los monjes habían
dejado descolgada en su día. Reposaba esta, muda, en un rincón, opacado su
brillo por la herrumbre y sucia de telarañas. Décadas después de la catástrofe
de la tormenta y del infeliz campanero, que murió de una manera grotesca al
tañerla él inútilmente contra el rayo… El animal no logró hacerla sonar él mismo
ahora, salvo por su impacto sordo contra la mole de bronce. Aunque él si salió
vivo del suceso, si bien con un ala lastimada. La cual Odo le sanó antes de adiestrarlo
y destinarlo a la biblioteca de la abadía, para que se comiera allí las
polillas y sobre todo la carcoma, cuyas larvas horadaban fácilmente el
pergamino e incluso el grueso cuero de las cubiertas de los libros.
El éxito de esta
última iniciativa le hizo merecedor de la felicitación personal del Abad, cosa
excepcional, pues este le regañaba casi a diario aunque nunca sin motivo, dada
su sempiterna indisciplina. Y de lo sempiterno a lo serpentino en anagrama imperfecto,
el castigo para la obstinación anárquica de Odo solía ser el de ocuparse él en
persona de la ingrata y peligrosa labor de limpiar el serpentario junto al cementerio.
Se afanaba allí también en extraerle a las víboras y demás ofidios, el veneno con
el cual se elaboraban los remedios médicos que el monasterio vendía a peregrinos y burgueses, para ayudar un poco,
así, con los menguados ingresos de la orden… Con el fin de superar el miedo a
los reptiles que lo acorralaban arrastrándose, y, a la vez, tener él las manos
libres, Odo ideó un curioso gorro de tres picos con cascabeles, de aspecto
divertido y grotesco al mismo tiempo. Él sabía bien que las sierpes no tienen
oído, pero sí que son, en cambio, capaces de captar las vibraciones en el aire.
Y con ese invento del pintoresco gorro con sonajas, lograba mantenerlas
relativamente a raya. Aunque alguna vez sí le mordió un áspid, pero sin
demasiadas consecuencias. Pues, por fortuna, la botica de la abadía también
elaboraba antídotos…
Una semana después de
haber logrado hacerse perdonar todos sus últimos dislates con la utilísima
ocurrencia del anaquel y del murciélago, Odo volvió a caer en desgracia ante el
superior de la abadía. Y ello con una gravedad mayor que nunca antes. Pues, a
la irreverente anarquía venial que Odo sembró en el monasterio por vez enésima,
se sumó ahora el sacrilegio más puro. Si bien esto último tan imperdonable, ocurrió
muy a pesar del, sin duda, irreflexivo monje. El cual, no por temerario e
impulsivo, resultaba ser menos piadoso que todo los demás de su congregación,
no obstante. A los cuales, eso sí, Odo disfrutaba sacando de sus casillas a la
menor ocasión que encontraba. Aunque esta vez los sacó de sus camastros en
concreto, cuando ya dormían todos (salvo él) de forma plácida, un par de horas
después de la oración final del día (llamada “las completas”), a la que, pese a
dicho apelativo, él se presentó sólo parcialmente… Se escuchó, primero, un agudo
grito aterrador procedente de la torre a mitad del rezo colectivo. Y entonces
Odo salió corriendo sin pedir permiso a nadie, y apareció luego en el
dormitorio común, algo agitado y con señales de arañazos… Nadie se atrevió a
regañarle o interrogarle por su abrupta ausencia y su aspecto descompuesto,
dejando eso para el Abad, que era el verdadero responsable de la disciplina en
cualquier caso… Así que se acostaron de forma rutinaria, hasta que les despertó
a todos un alarido similar al que escucharon en el rezo, procedente de lo alto
entonces. Aunque esta vez lo oyeron mucho más cerca a ras de suelo. Y además
multiplicado, con origen en el tranquilo claustro con el que comunicaba el
dormitorio colectivo.
A los primeros en
asomarse a la galería porticada al aire libre, bañada ambiguamente por una
tenue luz lunar, se les heló la sangre cuando creyeron asistir a alguna clase
de ritual luciferino... En la fuente central del patio ajardinado, Odo parecía
lidiar con una enfurruñada y raquítica criatura de aspecto humanoide, que se
resistía a la higiene forzosa con sacudidas y zarpazos. En lo que, a los ojos
de los monjes más gazmoños de allí, simuló ser el bautismo herético y furtivo
de un diabólico ser del inframundo por parte de su hermano más díscolo. Quien abrazaba
a la bestia a la fuerza sujetando, firme, su barbilla para que no le clavase
los colmillos, a la vez que le restregaba a duras penas una esponja empapada por
toda su anatomía escuálida…
En realidad se trataba
de un famélico macaco lleno de piojos, que se había sumado el último a la
sucesiva fauna visitante de la torre, trepando a ella para protegerse de la
lluvia tras haber vagado por los alrededores en busca de cobijo… Por las múltiples
laceraciones en su cuerpo y su malnutrición evidente, su rígido collar (con su
nombre grabado en él: “Gandul”) y su carácter tan desconfiado y arisco, Odo
dedujo que aquella bestezuela debió huir del maltrato de algún cómico ambulante,
uno cualquiera de los muchos que recorrían las aldeas de la zona usando
diferentes mascotas como pedestre reclamo para el populacho. Ahora él lo curó y
alimentó de urgencia. Pero no sabía cómo hacer para domesticarlo bien, una vez
que alguien lo había amaestrado mal primero, vejándolo cruelmente… Así que a
Odo no se le ocurrió cómo encontrarle utilidad al simio en las dependencias
monacales, tal como había hecho con las demás criaturas. Y se propuso mantenerlo
oculto en el campanario en ruinas de forma indefinida, hasta decidir qué hacer
con él… Si bien se acabó por descubrir su secreto de golpe. Primero, cuando el
simio gritó histérico en la torre en pleno rezo, atado allí por Odo al asa de
la descomunal campana por medio de una correa holgada pero firme, para que el
animal no huyera o hiciese alguna trastada en su ausencia, o ambas cosas. En
realidad, lo que inspiró el alarido en el macaco fue la simple visión de una
araña. Pues le aterraban tales bichos de una rara manera, y estando amarrado no
tenía cómo huir lejos de ellos… Aunque su segunda mayor fobia era el agua, sin
duda. Por eso, cuando luego Odo intentó bañarlo a escondidas en el claustro en
plena noche, para pasmo y sobresalto de los desvelados monjes a los que se
terminó sumando el superior de la abadía (venido él desde su apartada vivienda personal,
con tanto escándalo), las cosas se pusieron muy serias tanto para el imprevisible
monje humano Odo, como para su nuevo ahijado del reino animal. Apodado este último
“Gandul”, si bien resultaba ser bastante activo, aunque de proceder calamitoso...
Tanto era así, que no ayudó demasiado a su nuevo amo cuando, en su forcejeo con
Odo en la fuente, Gandul logró zafarse finalmente de la presa de Odo, hecho un
basilisco más que un mono. Y terminó saltado por sorpresa sobre el anciano
Abad, al que casi tumbó en su despavorida fuga en dirección a la cercana iglesia,
causándole un arañazo en la frente… Una vez allí en el templo, esquivó la humedad
de la pila bautismal con recelo, pero provocó serios destrozos en el presbiterio.
Derribando todos los vasos sagrados de la misa, incluido un valioso ostensorium
de oro fino, que quedó partido en dos al caer al suelo…
Luego, Gandul huyó lejos
de la abadía, trepando desbocado por los riscos del cerro, en cuyo entorno Odo fue
incapaz de encontrarlo al día siguiente. Por la tarde, cuando desistió en la estéril
búsqueda, Odo pensó en distraerse de la melancolía de la pérdida completando la
composición de un himno litúrgico cuya intrincada cadencia se le resistía
siempre. Pero recordó que había extraviado días atrás el manojo de papiros de
desigual tamaño que anudaba toscamente con un cordel en forma de cilindro, para
conservar, así, su laboriosa obra original intacta, aunque en desorden. Así
que, finalmente, optó por ayudar a Teobaldo en su también dificultoso (pero más
pulcro) trabajo de copista en el scriptorium. Su hermano mellizo se afanaba en
la precisa caligrafía y las coloristas ilustraciones de un voluminoso Libro de
Horas encargado por un rico mecenas que financiaba el monasterio. Trazaba él con
primor y exquisito detalle, uno por uno, cada aspecto de las delicadas miniaturas
y los afilados caracteres. Para inspirarse en el dibujo de una letra capital
difícil que encabezaba un salmo, y que tuvo la creativa ocurrencia de decorar
con apariencia humana, Teobaldo recurrió a la flexibilidad física de Odo. Así
que le rogó que le sirviera de modelo, y se flexionase simulando una letra “d”
mayúscula lo mejor posible. Odo comprendió y obedeció enseguida, tan ufano,
como si le pidiesen cualquier cosa: se recogió el hábito negro en un nudo con
su cinto, y se puso de rodillas a unos metros de su hermano para que tuviese
perspectiva, dándole el perfil. Luego dobló hacia atrás la espalda y la cabeza,
igual que un arco al tensarse. Y, simultáneamente, logró con cierto esfuerzo echar
atrás también sus brazos, y sujetar las puntas de sus pies con ambas manos en una
postura imposible casi, fingiendo el asta recta de la letra…
Teobaldo reprodujo la
compleja silueta en el papel, tan serio como satisfecho. Y el Abad irrumpió en
el scriptorium con la misma gravedad, pero nada feliz él por su parte… Llevaba todo
el día retirado en la capilla, meditando en soledad cómo responder de forma
proporcionada a la azarosa aunque sacrílega catástrofe causada por el macaco irreverente
y su atolondrado dueño. Y ahora sorprendió a Odo en plena contorsión. Aunque ni
siquiera levantó una ceja, ni frunció su ceño lacerado por el desbocado simio, con
aquella estampa chocante pero inofensiva al fin y al cabo… El motivo que lo llevó a buscarle para
llamarle literalmente a capítulo, era más serio. Ordenó a Odo acompañarlo a la
sala capitular en la panda este del claustro, en total silencio ambos durante
ese breve trecho que a Odo se le hizo eterno a paso lento.
Antes de cruzar la insigne puerta embellecida con molduras
ojivales, Odo reparó en una de las muchas columnas del claustro decoradas con
tallas alegóricas, que él se conocía al dedillo lo mismo que cualquiera allí…
Pero justo aquel capitel esculpido y no otro, le remitió en el instante a
Gandul, el escurridizo simio indomable que le acababa de poner a él mismo en el
(por el momento) brete más difícil de su vida. La escultura que coronaba el
fuste, representaba a un mono encadenado y humillado, como símbolo del pecado
sometido por la fe. Odo recordó otras estampas simiescas (aunque estas irreverentes
y libérrimas) que su hermano dibujaba algunas veces en los márgenes del texto
en los salterios. Y ello como literal recordatorio del acecho de lo pagano y
lujurioso, que amenazaba siempre la divina palabra de los salmos, corrompiendo
su sentido o distrayendo al lector de su piadoso estudio…
Y ahora Odo, en grave
trance en la abadía, miró las nerviaciones de la bella bóveda de crucería que
cubría la solemne sala de reunión del clero. Y trató de contener él allí sus
nervios propios, cuando fue sometido a un breve proceso presidido por el propio
abad y en presencia de los monjes veteranos. Por contraste, fuera del recinto
espiaban los novicios (sin voz ni acceso aún) a través de una ventana. Y los que
sí tenían el voto vinculante (y la presencia) en el sumario sobre el grave
suceso del mono desbocado y sacrílego y su irresponsable cuidador, no sabían si
condenar lo luciferino en el animal o lo animal en el humano. De hecho,
convinieron en la dificultad de discernir lo uno de lo otro. Sobre todo cuando,
cabizbajo y subyugado él como la escultura simiesca del patio, Odo habló de
forma humilde en defensa de Gandul únicamente, y no propia, y ello con un hilo
de voz. Pero, aunque Odo solía ser tan locuaz como elocuente, resultó
balbuciente y ambiguo esta vez al expresarse. Y pareció estar hablando
compasivamente de sí mismo en tercera persona, y no del mono: «Ha sufrido mucho
esa criatura, como cualquier alma perdida —dijo, con voz queda—. No quiere
causar perjuicio alguno. Solo necesita amor, y encontrar su lugar en el mundo…»
El emotivo alegato no
pareció conmover gran cosa a quienes le estaban juzgando. Y una vez fuera de la
sala capitular al aire libre, bajo la espadaña y con la reunión recién disuelta,
el maduro Abad le anunció a Odo de modo muy lacónico, que la sobriedad de la
abadía no estaba hecha para alguien tan indisciplinado como él. De manera que,
por el bien de la armonía de aquel lugar sagrado resguardado del mundo y sus zozobras,
el cónclave de ancianos había decidido que Odo debía marchase en paz con el
Dios único existente, y abandonar ya la abadía sin demora. Antes de que, por
inconsciencia suya, una múltiple cohorte de demonios (en forma simiesca u otra
diferente) terminase por invadir en tropel aquellos santos muros. Desbaratando allí
tanto la carne como el espíritu por siempre. Y rematando, con ello, la
inconclusa labor de destrucción del monasterio que iniciase antaño aquel
infausto rayo que hirió de muerte el esbelto campanario y lo redujo a tristes ruinas...
Odo asumió su derrumbe
propio y también el frío destierro con resignación humilde. Y a la mañana
siguiente, hizo un pequeño saco con sus pocas pertenencias mundanas que, aunque
hubiesen sido muchas, le habrían pesado menos, sin duda, que su espíritu
abatido ahora por el remordimiento y la incertidumbre. Incluyó el tricornio con
cascabeles en el escueto equipaje, además de algunas mudas, accesorios de
costura, ungüentos, frutos del huerto, harina, aceite y utensilios de cocina.
Pero el gorro con sonajas era harto grande y sobresalía del hatillo. De modo
que Odo iba haciendo un persistente ruido seco según avanzaba con el bulto al
hombro. Y de esa guisa se presentó en el silencioso scriptorium, dispuesto a despedirse
de su hermano gemelo, con el cual se fundió en un estrecho abrazo de fraternal afecto que hizo
retumbar los cascabeles por las bóvedas... Teobaldo tenía una sorpresa para él,
en forma de un pequeño tomo delicadamente forrado en terciopelo, y
exquisitamente miniado y policromado por el suave pulso de su mano experta… Era
el propio trabajo musical de Odo en realidad, que este creía haber extraviado en
su primitiva forma de manojo de retales de papiro disparejos, hechos un canuto
amarrado toscamente. Pero que su hermano había ido cortando, cosiendo, encuadernando
y decorando para él en secreto con mimo, como un singular presente con el que obsequiarle
algún día… Dadas las circunstancias, Teobaldo había pasado aquella misma noche
en vela a la luz de una palmatoria en su escritorio de roble, para terminar el primoroso
trabajo en tiempo récord. Hasta rematar por fin aquel bello librillo de rígidas
tapas, iluminado con sutiles arabescos de oro tanto en los márgenes de cada pliego
interior como en el afelpado lomo externo: «Tómalo y cuídalo bien. Le he
añadido páginas en blanco, para que sigas plasmando en ellas la música del
mundo —Sentenció Teobaldo, al entregárselo—. «Pero debes saber distinguir sabiamente,
en adelante —puntualizó, muy serio—. «Fuera de la serenidad de este recinto
aislado, sentirás el coro lastimero de mil almas que lloran con amargura sus
cadenas. Ignora ese chirrido áspero, o te enturbiará a ti el alma —añadió—. Y
escucha únicamente el silbido dulce del viento que escapa libre entre los
eslabones»
Odo le agradeció el valioso
obsequio y su consejo tan profundo. Y se guardó el hermoso antifonario en un
bolsillo de su hábito. Con una sonrisa agridulce, pensando en el blanco vacío de
su porvenir incierto. Y no en la música futura que habría de escribirse en aquellas
páginas aún vírgenes, aunque ambas cosas irían a la par, más bien… Luego, Odo dijo
adiós al campanario destartalado antes de dejar atrás el monasterio. Cuando
trepó allá arriba, acarició el frío bronce opaco del esquilón gigante, abandonado
y mudo en su rincón de siempre, como despidiéndose de él… Y le dio suelta
definitiva a un cormorán que había encontrado semanas atrás, enlodado en el limo
de un río aledaño a la abadía que circundaba el faldón de la colina, y al cual
bajaban los monjes más jóvenes a bañarse algunas veces. Lo halló medio
asfixiado entonces, retorciéndose con una larga anguila muerta sobresaliendo de
su pico. Tenía un cordel anudado apretándole el gaznate. Por lo que Odo dedujo
que algún lugareño había estado utilizando como herramienta de pesca al ave
acuática amaestrada, tal como se usaba a veces. Con la idea de extraerle,
intacta, la presa de su pico al cormorán. Cuando este la obtuviese en su raudo buceo
en el río, y la soga que estrechaba su garganta le impidiese tragarla para
alimentarse él mismo… Pero aquella vieja treta de pescador acabó mal: el animal
se desorientó pugnando con la enorme anguila, y terminó extraviándose en la
orilla del estuario lejos de la barca fluvial de quien lo usaba como anzuelo
viviente. Empapado en barro y con una pata herida, que Odo le entablilló
después de haberlo librado del cadáver indigesto que lo ahogaba y del cordel, salvándole
la vida. Antes, le limpió bien el cuerpo cojo con la misma agua del río. Y Odo
quiso secar su plumaje permeable con los faldones del hábito como remate,
cuando le hubo quitado hasta la última mota de barro de las plumas. Pero el
cormorán se le adelantó de pronto, e hizo vibrar con fuerza sus propias alas
abiertas por instinto, secándose a sí mismo. Así que Odo terminó empapado con
la salpicadura inesperada, y se retorció de risa con el susto. Y ahora, muchos
días después, el cormorán estaba curado por completo ya de su cojera. Así que
Odo lo dejó migrar libre desde el campanario. En dirección al sur, huyendo del
invierno norteño inminente. Cuando el cuervo de agua desplegó en el aire sus vastas
alas de plumaje oscuro, Odo emprendió su propia hégira a ras de seca tierra,
con un destino tan sombrío como la silueta de aquel ave. Pensando que la
anguila hostil del mundo podría tornarse también en una presa demasiado grande
para su timorata inexperiencia de monje ermitaño, al cual la angustia le
presionaba la garganta ahora igual que al cormorán, pero con un nudo invisible...
Con el saco cascabeleando
azarosamente sobre el hombro, y con el tonario en el hábito aguardando,
silente, nuevos hálitos de música, Odo exhaló él un suspiro contrito, y dejó la
abadía benedictina atrás, sin pensar en un regreso… Se dispuso a descender a
pie la escarpada colina, sobre la que se alzaba el edificio monacal imponente cual
impávido estandarte, con su rígida silueta gris de áspera roca trazada sobre un
fondo liso de azul puro… Odo trastabilló con sus delgadas sandalias en la cuesta
empinada un par de veces. Una fría brisa repentina lo obligó a envolverse en su
tupido hábito de sarga. Miró una vez postrera la torre del campanario en ruinas,
con reflexiva tristeza. Y encaró, ya en suelo llano, el sendero zigzagueante
que conducía a una cercana urbe amurallada, sobre cuyo feudo centenario se
extendían hacía tiempo las negras alas de la peste.
Bonifacio Álvarez.