Como es sabido, el "animus iocandi"
(intención jocosa) es el término latino usado en Derecho como atenuante (o
eximente) del delito de injurias. Se entiende que no hay un tipo subjetivo de
injuria cuando la intención no es otra que la de hacer reír (o hacer crítica
mordaz), aunque la injuria sí sea un hecho. Y cuando queda demostrada esa
intención, el hecho de la injuria no es punible, aunque exista.
Fuera del marco legal (en la realidad
cotidiana) el límite entre el humor y el agravio es más difuso. Y a efectos
prácticos, en las relaciones personales, el citado atenuante del “ánimo
inocente” (llamémoslo así) no siempre convence a quienes entran en litigio. Y el
eximente ni siquiera se contempla cuando la pretendida hilaridad termina
haciendo sangre.
Sin embargo el humor, incluso el
más crudo, es necesario.
Cuanto más negra (o “políticamente incorrecta”) es la sátira,
más minoritario es su público y más suspicacias inspira. Pero también más
necesaria es en su función de sana irreverencia, es decir: en la de sacudir conciencias
para que se desprendan de ellas los prejuicios. Aunque no se logre eso con
todas.
La función de dicha
irreverencia (prima hermana ésta del animus iocandi, si es que no son la misma cosa) es
básicamente la de romper, por las bravas, el nudo gordiano de muchos enquistados
hábitos y preconcepciones. Y eso sólo debería practicarse allí donde la
alternativa resulta muy alambicada o lenta, cosa que no siempre se cumple.
Donde no llega la razón por vía directa, la tangencial irracionalidad de cierto humor extremo puede hacer que, limando algo su exceso (o sea: sin tomarlo muy literalmente), nos replanteemos concepciones sobre la realidad que son erróneas en su base, o ya caducas. Al verlas reflejadas, en toda su turbia desnudez, en el hipertrofiado (y deformado) espejo de la sátira.
Donde no llega la razón por vía directa, la tangencial irracionalidad de cierto humor extremo puede hacer que, limando algo su exceso (o sea: sin tomarlo muy literalmente), nos replanteemos concepciones sobre la realidad que son erróneas en su base, o ya caducas. Al verlas reflejadas, en toda su turbia desnudez, en el hipertrofiado (y deformado) espejo de la sátira.
El humor bien entendido (incluso cierto humor negro, y a veces sólo ese), es como un azote de viento o de agua fría en la cara, cuando uno se ha quedado adormecido (aislado) en la inercia de su forma propia de pensar. Y a veces el humorista (el bufón) se excede no por mala fe. Sino porque intuye lo que se debe derribar, pero no sabe concretarlo bien y le añade demasiada metralla al explosivo.
Por eso, ciertos poderes temen el humor sarcástico incluso
más que una atinada crítica académica. Porque hay bufones en la corte tan
certeros, que le pueden poner al rey la zancadilla en la escalera a destiempo
(y a veces, sí que hay que ponérsela).
El humor es un destello de la inteligencia,
pero tiene más que ver con el espíritu. Es netamente humano también, pues en él
convergen compasión y sátira, que crean una rara química al mezclarse. Cuajando,
en su contradicción, en multitud de formas chispeantes, que alivian como un
efervescente tónico.
El buen humor no es racional del
todo, pues serlo lo ahogaría en una simple moraleja útil, sin flexibilidad ni
vuelo crítico. Es sanamente irracional, de hecho. Con el poder de restañar la
costra que se adhiere a la conciencia, y mirar en su profundo pozo también durante
sólo un breve lapso. El mínimo para descifrar los titilantes destellos en la
superficie del agua. Y obtener un catártico elixir de su fondo más oscuro a
veces, aun a riesgo de enredarse para siempre o sucumbir en su cloaca al
hacerlo. En el sutil filo del humor, amenaza siempre la locura, de la que es
pariente próximo.
Sufrimos el dictado de un gris racionalismo, que simplifica la
conciencia humana (y su misterio) reduciéndola a un reactivo croquis útil, como
la monótona voz de un GPS. La conciencia es vista como un bidimensional mapa
desechable también, más que como el tridimensional laberinto que es de veras. Interpretable
en parte éste, pero también lleno de insondables recovecos.
Pero la conciencia es mucho más
compleja (y oscura, a ratos) de lo que el omnímodo racionalismo que vivimos hoy
pretende. Irónicamente irracional éste en el fondo, en la empobrecedora euforia
de su triunfo. Y llamo empobrecedora a dicha euforia, ojo, no al racionalismo
en sí. La irracionalidad (si se desata) es lo peor de todo. Pero controlada, es
un sano oxígeno creativo, neutralizado hoy día por desgracia en el arte (incluida
la literatura, y la poesía) y fuera de él.
También el humor sufre ahora ese
bloqueo.
Lo que sostiene al ser humano es la razón, sin duda. Pero lo que brilla en él (como dijimos del humor) no
es la razón, en realidad, sino el espíritu. Sin embargo, en un ambiente (o época)
mediocre, un espíritu igualmente mediocre puede brillar bien, si la razón le
asiste un poco. Esa es la trampa (y el peligro) de la nihilista posmodernidad
que nos envuelve. Y que deja tan poco hueco al humor catártico, es decir: al
humor que cura, más que al sano. Constriñéndolo en los empobrecedores límites de lo políticamente correcto.
El humor nos recuerda lo que somos, nuestra inocente
fragilidad y nuestra (salvífica) malicia también. Y, a veces, nos hace ver con algo
más de nitidez las cosas que solamente intuíamos. Convertido en detonante de
una reflexión más profunda, que amplía y fija su esclarecedor influjo. Nos ayuda
a ver entonces, en su desmesurado espejo, las pequeñas
piedras en las que tropezábamos sin verlas. Y también a atravesar las puertas que
teníamos a un palmo, pero que no éramos capaces de ver o temíamos cruzar. Y, de
paso, nos hace también obvia la inutilidad de alguna ruta que seguíamos sólo
por inercia, pero que está agotada ya o resulta estéril.
Y todo ello con solo un golpe de efecto, minimalista y certero. Que
actúa como cosquilleo salutífero en el pecho a veces, y otras como un brutal jarro de agua
fría en la cabeza. Pero que siempre es necesario, en cualquier caso.
Donde el humor es libre, el ser humano lo es
también un poco más. Una vez vuelto a sus límites (tras su jocosa eclosión) y
limada su aspereza. Vuelto el humor, digo. Aunque también el humorista, si se excede (y casi siempre lo hace un poco)
Dice un chusco latiguillo que “quien se pica,
ajos come”. Quien lo usa, suele hacerlo como vulgar excusa para el ensañamiento.
Pero es cierto que el “animus iocandi” merece siempre el beneficio de la duda, al menos. Pues
lo único que de veras “pica” (o en realidad, quema) es el odio.
Bonifacio Álvarez.
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