sábado, 28 de enero de 2017

Nunca te fíes de un paraguas






Dos mujeres con paraguas. Héctor Acevedo.


Había dejado de llover. Encontré a aquel hombre tumbado en la acera húmeda, encogido como un feto. Y con el paraguas abierto, abandonado a su vera. Parecía haberse resbalado, o sufrir un infarto o un ataque de epilepsia… Me aproximé y le pregunté qué le ocurría. Pero sólo emitió un gemido sin abrir los labios. Estaba paralizado, muy rígido y hecho un ovillo, como si un agudo dolor le comprimiese cuerpo y alma. Sus ojos me miraban suplicantes y, al mismo tiempo, señalaban el paraguas… Tomé del suelo el objeto, confundido. Y tuve la intuición de cerrarlo.

 En ese instante, como por arte de magia, aquel hombre se libró del maleficio. Estiró su cuerpo, aliviado, y se puso en pie ágilmente, como si tal cosa. Serio pero relajado, de repente. Se sacudió la ropa (húmeda) y me dio (secamente) las gracias. Y alargó la mano para que le devolviese el objeto. Estuve a punto, pero…

  Tuve una nueva intuición, de pronto. Quizás ahora que yo había hecho uso de él, el maleficio del paraguas se me había traspasado a mí. Bastaría, entonces, que aquel desconocido lo abriese allí mismo. O bien luego, si volvía a llover, y cuando yo ya le hubiese perdido toda pista. Convirtiéndome a mí en la siguiente víctima, al hacerlo. Era sólo una especulación por mi parte, claro. Pero creo que él intuyó mis sospechas. Así que se abalanzó sobre mí para arrebatármelo, cuando yo se lo negué... Era suyo, pero mi integridad física está antes. En la disputa él se hizo fuerte, y no me quedó más remedio que abrir de nuevo el paraguas…

 Y allí dejé al pobre hombre, tirado otra vez en el suelo. Gimiendo y balanceándose con la boca prieta y las rodillas pegadas al pecho. Me alejé deprisa con el paraguas, sin cerrarlo. Y con una nueva duda...

 Nada más llegar a casa, vacié el sótano. Metí allí dentro el paraguas, perennemente abierto. Y tapié luego la puerta, con ladrillos y yeso. Quizás es mi imaginación. Pero temo que, si alguien cerrase alguna vez ese paraguas, mis costillas se abrirían como varillas de repente, destrozándome el cuerpo. 

 Con suerte, moriré algún día sin haber sufrido esa tortura. Y cuando ese día llegue y alguien abra el sótano sellado (si es que eso sucede), el paraguas ya no estará allí.  










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