domingo, 4 de junio de 2017

Nombres y más nombres








 No firmaré este artículo: pueden usarlo sin decir mi nombre.

Nombres y más nombres. Toda la literatura está hecha de nombres. Hoy en día los críticos (y no siempre fue así) son todos escritores, que tienen nombre y hablan de otros nombres todo el tiempo,  comparando unos con otros. Los escritores son críticos también, que imitan a los críticos en difundir ese listado... La prensa también habla de lo que hacen los nombres, citando otros mil nombres como referencia. En Internet las “etiquetas” que hay en todo lo que se publica, privilegian el acceso a la información basándose en la calidad y repetición de los nombres. La falacia de autoridad se convierte en norma: la calidad de algo la determina un nombre. Ha muerto hoy un célebre poeta (de iniciales J.G) y todos los medios repiten su nombre en relación con otros nombres, sin aludir apenas a su trabajo ni incluir fragmento alguno de su obra en la noticia. Los grandes hombres y mujeres con un gran nombre, hacen discursos donde repiten nombres y más nombres como referencia o agradecimiento. A veces repiten un nombre para hablar falsamente en su nombre. Se dice que quien triunfa “se hace un nombre”. Todos nombran nombres y se alimentan de ellos. El arte se convierte, más que en obra, en una firma, es decir: en un nombre. Si alguien llama la atención común con algo, ya sea noble o indigno (fuera o dentro del arte) todos quieren saber rápido y, ante todo, su nombre.

 La literatura que se fomenta y publicita hoy día (otra cosa es la que se produce), ya no es una narración que muestra áreas ignotas de la realidad o de la historia, enriqueciendo la experiencia humana.  Sólo es una solipsista (y nihilista) biografía personal, recuento de vivencias de un nombre conocido. Es lo que se llama auto-ficción: verdad e intencionada mentira mezcladas con calculada ambigüedad en torno al propio autor, es decir: a su nombre, que es lo único que importa, no la verdad sobre su vida (suponiendo que esta sea interesante siquiera). Su nombre es todo y justifica todo: hay que leer al autor porque es su obra y está su nombre en ella, implícito o explícito... junto a una retahíla de otros nombres. No importa la obra misma, sino el nombre, aunque hoy la obra también miente. Es decir: no busca la verdad aunque cuente una ficción. Pues lo que se cuenta tampoco es verdadero, ni siquiera como cuento: la narración no nutre ya, ni abre caminos. Sólo es el reflejo turbio de narciso en un agua estancada... Ya sólo se escucha a quien tiene un nombre, y se entrecomillan supuestas citas suyas junto a su foto para difundirlo en Internet. Para difundir su nombre, sobre todo, no la cita. Sólo a quien tiene "renombre" (que es como tener un nombre espeso cual engrudo, y que se repite como el ajo) se le apoya y se le publican libros (u otras obras). Aunque los libros se los escriba otro (sin nombre). Y cuando se le cita luego, se miente en su nombre, manipulando sus palabras. O inventándolas sin más, al decir que son de él. Y cuando sí son suyas, y gracias al salvoconducto de su nombre (una vez que él o ella tiene un nombre ya célebre) se le publica casi cualquier cosa. Hasta la más zafia ocurrencia.

 En todo caso ¿quién soy yo para hablar de los demás nombres? ¿En qué nombre propio he de apoyarme? Sólo tengo el mío, y ya me sobra. Porque para tener tener razón, da igual el nombre. Lo mismo que para equivocarse. Que quien me lea decida si estoy errado o no. Eso sí puede elegirlo: no su nombre. 
   
 Tanto puede el nombre, que amenaza con matar a la palabra, y no en literatura solamente. Porque la palabra ya no es un nombre ella tampoco: es una mera imagen. Incluso aunque tenga forma escrita. Porque se sostiene en imágenes sintéticas hoy por hoy, más que alegóricas.

 Sólo citaré un nombre aquí, un poco más abajo. El de un autor africano en lengua inglesa cuyo nombre es poco conocido para el gran público, pese a tener prestigio y reconocimiento (y algún premio importante). Esa lengua inglesa que usó también ese otro antiguo escritor celebérrimo, el que dijo aquello de que “una rosa huele igual de bien pese a cómo la llamemos”. Su nombre es archisabido y no hace falta mencionarlo, pero a esa frase de la rosa nadie le hace mucho caso ya...

El autor africano contemporáneo y vivo al que aludo, es heredero de una cultura donde no es el individuo (el nombre) sino sus actos y, sobre todo, su comunidad y tradición las que tienen el protagonismo. Como debería de ser en el “primer mundo”, donde las víctimas y los humildes (como en el “tercero”) tampoco tienen nombre. En eso sí que son iguales ambos mundos. Salvo cuando los anónimos mueren en un atentado en el "primero". Y por supuesto, se acompaña su anónimo nombre de una foto, entonces. Gracias a esa foto… ¿sabemos cómo eran? Gracias a su nombre… ¿sabemos quiénes eran? Porque el nombre público es el rostro, la persona (o sea: la “máscara” del actor, según la etimología de "persona") Pero el rostro también es un nombre indiferente, cuando el nombre escrito es uno anónimo y no célebre. La gente poderosa tiene un nombre y una imagen fuertes, que se apoyan uno en otro. Los que buscan la fama, se afanan en convertir su imagen en un nombre a toda costa. La gente anónima y humilde (las víctimas) sólo tienen un cuerpo, nada más. Su alma, para los demás, es invisible. Cuando se vuelven víctimas, su macabra foto en el periódico es como la de un (joven) cadáver con los ojos abiertos, grotescamente vivo en el pasado (un fantasma). Y en el tercer mundo es peor: la foto es el cadáver sin más, sin rostro. Ciego para siempre y apiñado con otros tantos en una macabra cuneta.

 La llamada “posverdad” fabrica las noticias. Antes, la foto "hablaba". Ahora ya todo son fotos, todo el mundo las hace. Y el pie de foto (el texto) es redundante. La prensa, digamos, ya no tiene nombre…  El nuevo emperador del planeta se construyó antaño una torre (¿de Babel?) como los egipcios sus pirámides. Pero él, además, la bautizó con su nombre. ¿Qué nombre le pondría al muro ese que ansía? Quizá ignorancia. O miedo. Serían buenos nombres. Para él y para el muro.

 Este es el nombre del escritor que mencioné: Ben Okri. Anónimo para mucha gente, como he dicho. Porque no es occidental, aunque escriba en inglés y viva en Gran Bretaña: es nigeriano. Del tercer mundo, vaya. El segundo mundo es la ignorancia, la barrera mental entre los otros dos (otro muro hecho de miedo). Y a continuación, añado lo que de veras importa en un escritor y en cualquier otro ser humano: su obra. O mejor dicho, un fragmento de ella. Es decir: del alma de su autor.   

«La persona que crea no es importante, sólo lo es lo que crea, lo que hace. Los que son mejores sirvientes de los elevados poderes tienen más sirvientes que les ayudan a hacer el trabajo. Ésa es la razón por la que algunos tienen el poder de diez mientras que otros sólo tienen su poder, que es, a largo plazo, el poder de la nada, del polvo, del olvido. Por medio de nuestras obras debe refulgir no el poder de la persona, sino el poder del poder. La verdadera fama debería pertenecer al poder que nos guía en la oscuridad»


Ben Okri, El mago de las estrellas.