miércoles, 11 de julio de 2018

Un seco chasquido.


        

 Primer relato breve de una serie de 7 "errores capitales", que iré publicando de forma salteada. En esta primera entrega, la soberbia.





                                                          



                                                               

                                                            UN SECO CHASQUIDO     




 Basilio era el rey de la carpa, y se alimentaba del júbilo enfervorizado del público, que le hacía rozar la estratosfera. Era el mejor, pero le podía la soberbia. Así que trataba de manera altiva a los otros artistas del circo y a la gente en general. Levantaba mucho su frente propia, con orgullo, pues sabía que estaba literalmente por encima de todas las cabezas de las demás personas: nadie volaba tan alto en la carpa como él, ni de forma tan resuelta y vigorosa. Fue el mejor trapecista en su momento, pero corría demasiados riesgos… 

Le advirtieron de que aquel cuádruple salto mortal era suicida, máxime cuando él lo hacía sin protección alguna durante la función abierta al público. En los ensayos, el dueño del circo lo obligaba a usar la red. La ironía fue que esta falló en uno de ellos, justo cuando Basilio midió mal la cuarta voltereta y cayó al vacío. El anclaje de la red cedió a su peso, y él se rompió la cadera de cuajo, con un seco chasquido. Le pusieron una prótesis metálica. Pero le quedó una leve cojera de por vida, y eso lo condenó a abandonar su lugar privilegiado en el trapecio. 

 El seguro del circo le recompensó bien. Pero él era un artista, y necesitaba el calor de los aplausos, aunque fuese a ras de tierra. Ya no buscaba la fama como tal, pues la había saboreado lo bastante en su carrera, y además su grave accidente lo volvió menos ambicioso…

 Conservaba el mismo engreimiento altanero, eso sí. Incluso se tornó más petulante y prepotente que nunca. Y ello para compensar su minusvalía, que le hacía sentir mermado física y emocionalmente también. El Gran Basilio ya no se sentía tan grande por dentro, aunque pretendiese que aún lo era, delante de la gente. Y esa frustración suya le hacía empeñarse en empequeñecer a los demás. Sobre todo a los más débiles…  

 Al público solo le pedía ya un poco de apoyo. Consciente de que nunca más podría volver a encandilar a la audiencia oscilando cual leve mariposa algunas veces, amarrado al trapecio, y otras cayendo en picado libremente y de cabeza como ave rapaz desde lo más alto de la bóveda del circo. Por eso ahora se maquilló la cara a ras de suelo, como un vulgar payaso anónimo. Pero su cojera inevitable le causó lástima al público, y no risa, aunque él trató de exagerarla para que fuera graciosa… Solo obtuvo murmullos de estupor adulto e infantil, entonces. Y el llanto chillón de algún bebé asustado, que le estremeció el espíritu de una manera chocante. Como si esa fuese la melodía misma del fracaso, desconocida hasta entonces para él. 

 En un último intento por seguir trabajando en la pista, se le ocurrió actuar como hombre bala. Para eso su cojera no importaba mucho, y pensó que así podría recobrar un poco de su antigua faceta de Ícaro ingrávido, también. Se ofreció para sustituir al proyectil humano oficial del circo, que se había dañado el cuello por girar unas décimas de segundo tarde en el aire, al acometer la red. Tras haber salido catapultado del cañón a más de cien kilómetros por hora, como era preceptivo.  

—Esto no es para ti, créeme. Este cañón supone demasiado riesgo en tu caso— Trató de disuadirle el operario de aquel artilugio cilíndrico, un hombrecillo que no sobrepasaba el metro y treinta centímetros de altura. Basilio soltó una carcajada sarcástica, pues le pareció ofensiva la advertencia:

— ¿Lo dices en serio, payasete canijo? ¡Soy El Gran Basilio, el rey del trapecio!— Exclamó, con indignada arrogancia—; flotaba como una pluma en el aire haciendo todo tipo de piruetas imposibles hace tan solo unos meses, desafiando la muerte sin red: día tras día y función tras función. ¿Ya no lo recuerdas, pigmeo mequetrefe?— Se vanaglorió, sacando pecho—. ¿De veras crees que me da miedo que me disparen hacia una redecilla bajo la carpa? —Recalcó— ¿Piensas que me impresiona, justo a mí, volar treinta ridículos metros en parábola con un casco en la cabeza y disfrazado de payaso?

—Repito: no conoces el verdadero riesgo implícito —El hombrecillo insistió, inflexible—. El peligro no es el que tú piensas, es distinto. Puede ocurrir algo muy serio, y se trata de hacer las cosas bien —aclaró—. No es cuestión de riesgo físico, entiende, es cuestión de protocolo— Sentenció el pequeño payaso encargado del cañón, algo enigmático.

— ¡Cállate ya, enano patético, y ensayemos el disparo! Tú a lo tuyo, y no me des lecciones. Solo eres un simple subalterno, no lo olvides. Yo soy El Gran Basilio— El trapecista cojo le ignoró con altivez, impaciente por ponerse a prueba ya.

—Sí soy un enano, pero tengo un nombre —El otro reaccionó con pundonor, estirando el espinazo lo máximo que le permitía su limitada estatura—: Me llamo Giorgio, no olvides tú eso. El Pequeño Giorgio, en mi caso —recalcó, con orgullo—. Mi nombre significa “hombre de campo”. Mis padres eran humildes labradores toscanos, que trabajaban de sol a sol a pie de tierra y sin elevarse mucho, como yo. Sí sé cuál es mi sitio, pero tengo dignidad. Es cuestión de protocolo, ya te dije…

— ¡No me cuentes tu miserable vida ahora! ¿Qué más me da tu nombre, estúpido muñeco? ¡Tú no tienes nombre, además, renacuajo imbécil! —Basilio perdió del todo la paciencia y los modales—. Escúchame bien: tú nunca serás nada —Se agachó y alzó al pequeño Giorgio en vilo por la solapa fácilmente, con su hercúleo brazo curtido en el trapecio—. Tu nombre es un vulgar chasquido seco, que se perderá en el tiempo y no le importará a nadie… El mío sí es insigne, e inmortal: «El Gran Basilio, el mejor trapecista del planeta», así decían los periódicos y los carteles. Y así me recordará siempre la historia del circo, no lo dudes —sentenció, soltando a Giorgio al fin de forma brusca y haciéndole caer casi—. ¡Lánzame ya a la red o te lanzaré yo a ti sin ella y sin el casco, y desaparecerás del mundo hoy mismo! —Lo amenazó con descarnado desprecio. Oscilando un poco ahora él mismo en su equilibrio a causa de su pierna mala, cuando se subió él solo a una larga escalera, para alcanzar la elevada entrada del cañón.

 El otro apretó la mandíbula y obedeció en silencio. Sin amedrentarse tampoco, pero sin insistir ya más en disuadirle. Tragándose el orgullo de la afrenta emocional y física, cuando se preparó para accionar el mecanismo del cilindro gigante, con un sordo chasquido... En su rostro se dibujó un asomo de sonrisa primero, cuando vio a Basilio tambalearse en la crujiente escalera de madera. Y brilló un leve destello de malicia en sus ojos almendrados cuando lo vio entrar al cañón… El ensayo salió bien, a fin de cuentas. Pero al día siguiente, con la carpa a rebosar de espectadores, sucedió algo insólito en plena función. En medio del ruidoso bullicio del público, el animador de la carpa anunciaba, tras una épica fanfarria, que el hombre bala del circo iba a ser catapultado de forma inminente. Aunque la relativa farsa de aquel número circense pretendía que el cañón era uno auténtico, con pólvora. Y no un mecanismo de aire comprimido que empleaba un sistema hidráulico para catapultar lejos al arriesgado acróbata con gran potencia y riesgo, eso sí.

—Apunta bien a la red, enano bobo. Como yo sufra el más mínimo rasguño, serás carnaza de los tigres— Basilio, vestido de arlequín pero con casco, se dirigió con el desdén de siempre a Giorgio, que ignoró su menosprecio en apariencia. Y luego entró en aquel tubo enorme pero estrecho. Subiendo esta vez a la elevada boca del cañón con la asistencia de otros dos payasos, que le ayudaron a disimular su tosco equilibrio en la escalera. Fingiendo entre los tres un enredo chistoso ensayado, que hizo reír con fuerza al público.
  
 Entretanto Giorgio, el pequeño operario del cañón, vestido de clown él también,  prendió una larga mecha, para causar una leve explosión pirotécnica de adorno mediante un simple petardo. El paso siguiente era activar con disimulo, de forma inmediata tras la detonación, el mecanismo hidráulico de catapulta para hacer volar fuera a Basilio. Por medio de un simple golpe de palanca. Y con un seco chasquido inaudible para el público, pero bien obvio para el proyectil humano, que lo podía escuchar de forma nítida en el relativamente aislado interior hueco del cilindro… Como el cañón debía inclinarse hacia arriba cuarenta y cinco grados, y él estaba embutido dentro y con sus manos lejos del alcance de su borde, Basilio no tenía otra forma de salir de allí que siendo catapultado, de hecho, o con la misma ayuda ajena que requirió para entrar. El cilindro por dentro era liso y resbaladizo, además, y no había forma de hacer pie para trepar por él y tratar de salir fuera, aunque uno tuviese sanas las dos piernas… Pero Basilio sólo pensó en hacer correctamente su trabajo. Puso el cuerpo muy recto, para proyectarse fuera bien sin sufrir lesiones. Y el maestro de pista del circo efectuó la cuenta atrás, a coro con el público: «5, 4, 3, 2, 1…»

 Sonó la explosión ornamental, y se formó una nube de humo blanco que envolvió el cañón por un instante. Pero Basilio, que tensaba ya su anatomía para la eyección violenta, no escuchó el consecutivo chasquido mecánico esperado, previo al vuelo hacia la red. Por más que aguzó el oído, no lo oyó. Nada se movió en el cañón, tampoco él mismo… Y el sonido ambiente hueco pero audible, que llegaba hasta su encierro en el cilindro a través de la boca del cañón, fue en suave descenso, lo mismo que la cuenta atrás previa a la detonación de adorno. La alegre marcha musical que acompañaba al número fue lo primero que se apagó, en un fugaz decrescendo. Luego, el público dejó de aplaudir, gritar y jalear. Su algarabía se convirtió rápido en un murmullo a media voz. A la vez que se escuchaban mil discretos pasos que abandonaban la carpa lentamente, casi de puntillas. Entre cuchicheos y risitas ahogadas que parecían mofarse de Basilio… Los focos del circo se apagaron de golpe, también. Y Basilio quedó encajado en el cañón, en un silencio y oscuridad completos. Confundido, tenso y sudoroso, intentando asimilar lo que ocurría:

— ¿Hay alguien ahí fuera? —Trató de hacerse notar— ¿Hola? ¿Me escuchas, amigo? — Intentó recordar el nombre del diestro operario del cañón, pero sin dar él en la diana—; ¿Estás ahí, Genaro? ¿Fabrizio? ¿Doménico? ¿Niccolo? ¿Cómo demonios te llamabas? ¿¡Hay alguien ahí, maldita sea!?

 Con un nudo en la garganta y atravesado por el pánico, escuchó de pronto un gemido agudo, que le recordó al llanto infantil del fracaso que le había lacerado el alma cierta vez… Miró arriba hacia la boca del cañón, completamente oscura. Y sintió un atisbo de esperanza, cuando dos grandes ojos almendrados le devolvieron la mirada, brillando en la penumbra.

— ¿Eres tú…? ¡Perdóname por favor, Enrico… Marcello… Leonardo… como sea tu nombre! ¡Deja ya la broma, por lo que más quieras! ¡No te volveré a humillar, te lo juro! ¡Ya no me tortures y sácame de aquí! ¡He aprendido la lección, créeme!

 Los ojos pestañearon por toda respuesta. El gato abandonó de un salto la negra boca del cañón, con un nuevo maullido, haciendo crujir la escalera. Y El Gran Basilio ya nunca volvió a ver ni escuchar nada… Aparte de sus propios e inútiles gritos y golpes de impotencia, que se terminaron extinguiendo en el cilindro, a la larga. Como si fueran el eco de un vulgar chasquido seco que se pierde en el tiempo y no le importa a nadie. 









© Bonifacio Álvarez