jueves, 7 de junio de 2018

Mientras yo viva.



















 La vieja prisión se alzaba en lo más alto de la colina de una isla.  Solo quedaban un último prisionero y un último guardián allí, ambos de edad madura, que se habían terminado haciendo amigos. No les quedaba otro remedio: no había más habitantes que ellos dos en aquella isla apartada. Charlaban a través de la reja del portón de acero de la gran celda en penumbra, excesiva esta en tamaño para un único ocupante, aunque demasiado estrecha para el ansia de libertad de un ser humano. Jugaban al ajedrez apoyando un pequeño tablero en la portezuela abatible, en la que el guardián le dejaba al reo la comida diariamente.  

 Con tanto compadreo durante años, se terminaron pareciendo los dos mucho. Eran casi la misma persona, solo que cada quien vivía a un lado de la puerta de acero inexpugnable. Uno de ellos (cualquiera de los dos) anhelaba ser libre de verdad, aunque sin ira, vagamente. Y el otro (también cualquiera de ambos) se frustraba él sí con rabia por no poder ser libre totalmente, aunque sí lo fuese en espíritu. Se turnaban en ansiar la independencia que ninguno de los dos poseía en el fondo en aquella isla apartada. Y también en sentir cólera por carecer de ella, o bien pacífica resignación, por turnos igualmente. Aunque no siempre se lo expresaban todo de forma abierta el uno al otro.

  Sí que se contaban una y otra vez las mismas cosas (y en detalle) acerca de su pasado y sus familias, y a veces también sobre sus sueños. Aunque el prisionero ya no albergaba ilusiones. Sin esperanza alguna de abandonar su encierro físico, dado que su condena penal era perpetua.

 Para dejarle claro eso, aunque sin afán alguno de ser cruel, el guardián era sincero con el recluso al que cuidaba. Y cuando intuía que la melancolía le aprisionaba a este aún más que los propios muros de la celda, le espetaba siempre lo mismo. Con una grave honestidad que buscaba sacudirle de su abatimiento, pero sin dejar por ello de ser fiel a su vocación de carcelero: «Mientras yo viva —le repetía siempre— jamás saldrás de aquí»

 El prisionero asentía con una sonrisa resignada entonces, agradeciendo en cierto modo la sinceridad implícita en el descarnado desengaño. Y cambiaban el tema de la charla ambos enseguida, o se concentraban en las casillas del tablero. Al mediodía, cuando la antorcha cenital del sol se filtraba por la reja de la puerta de acero, e iluminaba de lleno el amplio muro encalado interior opuesto al de la puerta, como si este fuese un gran lienzo o la pantalla de un cine, el recluso se entretenía en pintar allí un mural que representaba una marina. En realidad, trazaba con delicada paciencia el propio paisaje de la isla en la que se encontraban él, su guardián y la prisión misma en la colina. Alzado todo ello sobre un envolvente y, en general,  pacífico oleaje. No había podido ver aquel entorno en décadas, desde que le encerraron para siempre en él sin posibilidad de disfrutarlo. Pero su espíritu sí que lo podía intuir todo muy bien.

 Era excelente imaginando, pero pintando era aún mejor. En su juventud, había sido artista. Hasta que se olvidó de hacer buen arte para hacer mala política, sin dejar por ello los pinceles. Se había dedicado en aquella época lejana a elaborar carteles subversivos. Sin comprender muy bien por qué quería él mismo rebelarse y transformar el mundo por las bravas, si con su arte y con su amor apasionado por la vida él ya era un ser feliz y completo. No obstante nunca fue extremista, solo partidario. Pero lo que le perdió fue justo eso: para los de la facción contraria (los que le condenaron) él era un radical, aunque solo fuese en realidad un tibio crítico del poder vigente, algo díscolo quizás. Y para los de la facción propia (los que le abandonaron a su suerte) él era un traidor, y ello únicamente por negarse a ser un fanático de veras. Al limitarse él a sojuzgar la realidad social con sus pinceles, de manera estética en esencia. Sin animarse a contribuir a derribarla con violencia frontalmente, tal como le exigían sus correligionarios.    

De modo que el joven artista acabó siendo una víctima de las contradicciones ajenas. Lo que le enredó en las suyas propias más aún, al no tener un referente externo del que poder fiarse. Así que dejó de pintar nada en el mundo, para terminarlo haciendo en una celda para siempre, aislado de él.    

 Su amigo carcelero conseguía para él los mejores químicos, utensilios y pigmentos que podía, y hasta le aconsejaba sobre cómo y en qué proporción hacer las mezclas. Incluso le orientaba vagamente sobre los detalles estéticos del bello mural que, poco a poco, estuvo casi terminado. Un día, le alcanzó al recluso a través de la portezuela abatible el último frasco de azul cadmio, para que pudiese rematar mejor un leve remolino en el manso océano de su paisaje. Y le comentó:

—Tu arte tiene vida, sin duda. ¡Qué bien dibujas el mundo, hermano, tal cual es! Y sin necesidad de verlo con tus ojos. Tu alma capta lo externo con fidelidad total, es asombroso. En el lugar preciso en el que está de veras, y con su apariencia exacta incluso. ¡Ay, si de verdad pudieras ver lo que hay afuera, qué no pintarías tú con tu clarividencia insólita! Lástima que nunca podrás salir de tu covacha mientras yo esté vivo, ya lo sabes…

 El preso sonrió, triste, en la penumbra. Tiznó de azul el mar con su dedo, y se fijó en el girón níveo de una nube alta desgajada por la brisa en la representación pictórica. 

—Que las nubes se disipen con el viento, pase —dijo, algo molesto—. Me es fácil rehacerlas.  Pero estoy harto de pintar gaviotas sobre la isla. Al final se van siempre volando cuando nadie las observa.

—Tus cuadros tienen vida, ciertamente —dijo el guardián en tono reflexivo,  mirando el mural con respetuosa admiración a través de la reja—. ¿También se fue el último conejo? No lo veo.

—No estoy seguro. He pensado que quizá se meten todos dentro de la madriguera —La señaló el propio recluso en el mural.

 La había bosquejado con pinceladas de ocre y azabache entre unas matas, cerca de la entrada del presidio. El cual también estaba allí representado, con su propio guardián diminuto (apenas una mota gris de zinc) plantado ante la puerta:

—No me arriesgaré a pintar ningún conejo más —concluyó, sesudo, el artista—; no sea que salgan todos juntos de su hueco de repente como una marabunta, e invadan la colina.

—Así son los conejos— Ironizó el guardián, y tosió un poco. Llevaba tiempo enfermo.

 La noche siguiente fue muy fría, incluso gélida. Cuando amaneció, el guardián tardó algo más de lo normal en traerle el desayuno. Se lo anunció con la voz ronca y con respiración asmática, y le dejó algo de fruta en un plato en la ventanita de la puerta. Luego, se fue sin más, sin darle charla alguna por aquella vez. Y al mediodía, cuando el pintor dio el último y final retoque al gran mural, la voz del carcelero volvió a oírse. De pronto nada áspera, como si se encontrase mejor ya. Aunque extrañamente hueca. Como si le hablase al artista preso desde el inframundo. Y no a través de una gruesa puerta de metal tras la que era el pintor, y no su centinela, quien padecía un desesperanzador entierro en vida.   

 —Enhorabuena, veo que tu obra está completa —dijo la voz del carcelero, refiriéndose al mural por fin concluso—; pero no intentes engañarme —añadió—: tras ese promontorio en la bahía, asoma el sutil blanco de una vela. Veo que estás listo para zarpar al fin…

—Tu crueldad me hiere a veces, créeme —replicó el pintor con una mueca de sarcasmo, sintiéndose humillado—.Te la voy a perdonar una vez más, por ser mi amigo. Mis cuadros tienen vida propia, cierto. Pero yo no soy un mago ni un fantasma para poder atravesar esa pared, como bien sabes —añadió, muy serio—. Pinté hoy mismo ese entrevisto barco oculto como amarga rúbrica a mi obra únicamente. Para recrearme en mi dolor de una manera algo morbosa, lo confieso. Pensando con agridulce ironía en mi imposible libertad. 

—Cierto, tú no puedes atravesar paredes —replicó la voz de su amigo—. Y yo tampoco soy un mago… Ni siquiera para cambiar la ley yo por mi cuenta sin violarla, ya quisiera. Pero recuerda lo que siempre te he dicho: «No saldrás de esta prisión mientras yo esté vivo» —concluyó. Y en ese instante, sonó un agudo chasquido.

 Le siguió un crujido profundo y un chirriar de goznes. Y la puerta de acero, que daba al aire libre, cedió sola. Un haz de luz intenso invadió la penumbra de la celda, entonces. Y el pintor se aproximó allí tímidamente. Terminó de abrir la puerta él mismo, con una mano temblorosa. Fuera no había nadie. El resplandor del mediodía cegó sus ojos de topo, que tardaron en acostumbrarse a la luz viva. El súbito golpe de aire fresco le cortó el aliento. Allí afuera, a sus pies, en la misma entrada del presidio, descansaba una maleta, conteniendo sus objetos personales. Le asustó un raudo conejo, que le cortó el paso por sorpresa cuando él comenzaba a avanzar ya con sus enseres empacados, aunque se esfumó enseguida. Y entonces el pintor miró atrás un segundo, hacia el interior de la celda bien visible con la fuerte luz y el portón abierto del todo. Dentro del colorido mural, al fondo, la silueta pintada del carcelero acababa de salvar el obstáculo de su propio animalillo dibujado, cargando su respectiva maleta. Y miró atrás ella también por un instante, devolviendo una sonrisa al artista cuando se encontraron las miradas de las dos almas gemelas. Luego, el guardián se giró y siguió camino hacia la vela oculta a medias por el promontorio del paisaje ficticio.

 Y entonces el prisionero hizo lo propio, con su maleta real y encaminándose él al peñón rocoso en la bahía auténtica, dispuesto a abandonar la isla para siempre.

 Ya nunca más tendría una sombra cuidándole día y noche. Alimentándole, dándole conversación. Viviendo una vida real por él y amenizando su tedio de continuo, sin que él tuviese que preocuparse por nada. Suya era la responsabilidad ahora, y el trabajo. Suya también la incertidumbre, en un espacio inmenso y peligroso abierto súbitamente para él. Y suyo era el tiempo al fin, consciente de que no le sobraría en el futuro en demasía como para despreocuparse de perderlo, tal como había hecho hasta ahora. Ya nunca más podría ser él mismo siendo él a secas, tampoco. Ya no podría ignorar más al resto del enjambre humano y su influencia, como una abstracción social inalcanzable. Ahora su soledad sería compartida con muchos, sin duda. Con millares incluso, en una gran ciudad, quizás. Y no con un solo individuo o consigo mismo, como estaba acostumbrado. Carceleros y presos todos los unos de los otros allá donde él viviese, así sería su futuro. Siendo él un átomo más de una catarsis compartida que, pese a aportarle su calor humano, en el fondo también sería una condena.       

 Tragó saliva ante la apabullante expectativa, que le causó igual vértigo que la ladera escarpada. Y descendió, despacio, el empinado altozano en dirección a la bahía. Midiendo cada paso bien, en pugna con la vacilante atrofia de sus piernas huesudas, para no perder el equilibrio con la maleta o resbalarse.  

Suspiró aliviado, ya en la playa, al vislumbrar la vela hinchada por el viento. Por fin había dejado de ser libre.      






© Bonifacio Álvarez

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