Acertijo político:
Doble miedo, desde ayer. Malencarado como el teólogo emérito alemán, pero sin biblioteca para colmo. Aunque en la ciudad en la que va a vivir ahora, tendrá una enorme "a tiro" (con perdón)
Tenía su mal genio, aquel maduro y muy discreto profesor de lengua y literatura de la escuela secundaria. Pero se hacía querer, en cierto modo... Yo fui su mejor discípulo, creo, y me trataba como tal. Más que por mi aplicación propia, porque yo era quien más caso le hacía, supongo... A la mayoría de los demás alumnos les aburrían los libros, y no se molestaban en preparar bien los exámenes. Y él era inflexible en eso. Sólo fruncía el ceño y la boca. Y señalaba con su dedo inapelable, en el papel, el error en las respuestas del alumno, que previamente había subrayado en rojo. No necesitaba adornar su juicio con palabras, quedaba todo claro con sus gestos. Con su mirada culpabilizadora. Con su prieta mandíbula tenaz.
Todos bajaban la cabeza, entonces. Y ninguno nos atrevíamos, tampoco, a abrir la boca siquiera para discutir sus calificaciones.
A veces, estaba de buen genio, y se compadecía un poco de nosotros. Comprendía que éramos más burros que un Platero con anteojeras, y que en nuestra atolondrada adolescencia no sabíamos mirar más allá de un punto fijo al frente.
De modo que acabó por asumir que no podía esperar gran cosa de uno. Y sin embargo, nunca desistió completamente. Por eso a veces, y sin mediar palabra alguna (no hacía falta), te dejaba él en el pupitre, como por descuido, un libro cualquiera que sabía que ibas a disfrutar leyendo (siempre acertaba conmigo).
Robin Willians, "poeta" vivo en la memoria. |
Otras veces, llegaba al aula hecho un basilisco, en cambio. Y si le salías con alguna excusa pobre para no hacer la tarea semanal, por ejemplo amparándote en que te faltaba un diccionario, te lo acercaba al pupitre él mismo, muy servicial y sin decir nada. Pero antes de entregártelo, te golpeaba con él en la cabeza.
Amaba la literatura, en general. Su asignatura propia. Pero le gustaba la poesía, sobre todo. Nos repartía copias idénticas del mismo cuadernillo de poemas cada viernes, en un solemne silencio, como si se tratase de una sagrada epifanía. Y hacía que uno cualquiera de nosotros leyese algún poema en alto, mientras el resto le imitaba sin despegar los labios.
Escuchaba entonces sin decir palabra, con un paciente deleite, la torpe dicción entrecortada del inseguro rapsoda adolescente. A veces -estaba un poco loco- movía sus dos manos en el aire, de forma acompasada y sinuosa. Como si él fuese un director de orquesta, y nosotros obedientes músicos lanzando notas líricas al aire.
Le extasiaba aquello. Juraría que, más de una vez, habría querido él exclamar a viva voz: "¡Sublime!", ante la perfección de una metáfora.
Pero jamás le oímos decir eso. Nunca. En realidad, no podía hacerlo. Literalmente: no podía.
Era un profesor de literatura sin lengua.
© Bonifacio Álvarez
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