viernes, 17 de febrero de 2017

Cemento de palabras




Estudiándome desde el pasado. Lo grande es lo pequeño.


Tengo la costumbre de salir con mi paraguas aunque no amenace lluvia. Como vivo en el país del chaparrón imprevisible, me armo de él por desconfianza y exagero un poco. Esta mañana pasé frente a la escuela a la que fui cuando el paraguas era más grande que yo y me hacía parecer (imagino) una tortuga zigzagueante entre los charcos. Estaba lleno de niños con sus padres en el gran patio exterior, a punto de entrar en clase. Los niños digo, no los padres, aunque seguro que algunos aprenderían algo. Y pensándolo bien, incluso yo.

  Me vino a la memoria lo que me viene a veces: el amor por las palabras. Y el recuerdo exacto, tangible, de cuando aprendí las primeras letras. Puedo recordar bien, no sólo los cuadernillos con renglones en los que había que copiar frases al uso “mi mamá me mima…”, sino la nerviosa emoción de descifrar y reproducir luego el lenguaje escrito. Está grabado en mi mente a fuego, las letras sueltas y las sílabas, las primeras frases largas y sencillas. Como algo vivo, seductor, moldeable y mágico.  

Conservo como una impronta profunda el recuerdo de la fascinación física, palpable, que me producía usar los signos lingüísticos como plastilina, manoseándolos con delicadeza y dedicación hipnótica. Aprendí deprisa, y pronto estaba escribiendo ripios (alguno incluso aceptable, los recuerdo aún) que, por timidez para enseñárselos yo mismo, ponía bajo la carpeta del maestro para que los encontrara luego. Más que escribir, sentía que pintaba el mundo con palabras. Sin preocupación alguna por mancharme, como sí tenía con las acuarelas...

 Y después vino el devorar todo lo escrito. Y, a veces, sólo probarlo, dejarlo quieto en la boca para dilatar la sensación. Saborear palabras como quien saborea las rosquillas de la abuela. Que, si son tan especiales en nuestra memoria, no es porque idealicemos su sabor ahora o porque hayamos “perdido la inocencia” (quien la tiene, no la pierde) o la capacidad de asombro. Simplemente, con el tiempo, nos cuesta más entregar completamente los sentidos al mundo y su lluvia de significados, que no siempre traen una respuesta. El lenguaje propio de la realidad es ambiguo, aunque no del todo. Y lo vamos aprendiendo a la vez que olvidamos el placer de jugar con lo sencillo. Nuestro cuerpo no sólo envejece, se distancia. Nuestro empirismo se empobrece. Y nuestro racionalismo intenta en vano regresar a la idea primigenia de lo que alguna vez quisimos ser y terminó perdido en el camino. Decía César Vallejo en un poema de “España, aparta de mí este cáliz”, que si la nación (en guerra por entonces) caía, los niños tendrían que “bajar las gradas del alfabeto hasta la letra en que nació la pena”. Pero la esencia pura del lenguaje, de esa inmortal flor que, cuando lo deseo, vuelve a estallar con su fragancia en mi memoria y en mi sangre con la fuerza viva de una primera vez irrepetible, no es una esencia triste, en realidad, sino al contrario. Por eso dejó una gozosa y honda huella en mí, que todavía late y me motiva a construir mundos con signos.

Y ello es así porque el lenguaje (del que somos un vehículo) resulta intemporal y no puede marchitarse. Si se derrumbase de golpe el diccionario, el caótico montón de palabras resultante sería justamente una sólida trinchera contra la tristeza y la hosquedad del mundo. Y se podrían reciclar después incluso, como cemento de un edificio nuevo y diferente, más amable. Y eso no es sólo una metáfora en mi caso, por cierto...

Muy cerca de la escuela que les digo, un amigo mío de infancia vivía en una destartalada vivienda de dos pisos, que habían restaurado durante la guerra civil enluciendo las paredes pobremente con hojas de periódico en la mezcla. Cuando me lo contó, no le creí. Pero arañó un pedazo de muro descascarillado y, al voltearlo, aparecieron (indestructibles, omnipresentes) las palabras...   

                                                                     *  *  * 

 La próxima vez que pase frente a esa escuela, entraré. Quizá me dejen ocupar de nuevo un pupitre, si me encojo un poquito… Como excusa, pretextaré que me dejé olvidado algo importante allí en su día, en el aula. No sé, cualquier cosa. Algo que no acabé de concluir cuando aprendí a leer allí con entusiasmo hace tantos años. Algo que necesito todavía a día de hoy, para que me cubra como una bóveda de la intemperie y me proteja un poco.
  
Por ejemplo, mi paraguas.






Bonifacio Álvarez

2 comentarios:

  1. Curioso,Bonifacio,y brillante la metáfora de tu paraguas,con el que vas raudo y campante,mientras nos envuelves con tus palabras,que nos sumen en un deliquio de grata precisión.Musicales,cantarinas,todo fluye en un texto plagado de añoranzas.

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  2. Gracias Sergio y bienvenido. Hoy me dio por la melancolía y la retórica, aunque no suele ser así. Eso sí, el paraguas no lo suelto, tiene muchos usos metafóricos y prácticos también. Cuando hay sequía, lo clavo en tierra boca abajo (lo cual es boca arriba en un paraguas) y acumulo lo que vaya cayendo.

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